Las olas Afuera, en el balcón, una mesa cuadrada con patas de hierro un poco oxidadas, que pinté de rojo durante el segundo o tercer mes de la primera ola, y, sobre ella, macetas de colores —verde, violeta, lila, caoba— con variedades de suculentas, tres cactus, un malvón de flores blancas en flor, y, debajo de la mesa, un balde vacío, una maceta vacía, un espacio vacío. En el extremo opuesto del balcón, sobre el motor del aire acondicionado, una planta de la moneda que cuelga sus tallos y hojas verdes, fuertes y firmes. Una red protectora. Una ventana que divide, si se quiere, el afuera del adentro. Adentro: un par de cortinas bordó, trabajo hecho por una costurera de Europa del este durante el comienzo de la segunda ola, una estufa a gas que no funciona, empotrada en la pared, y, en esa misma pared, centímetros más arriba, una lámina impresa a color de un afiche de Rope, en el que un índice y un pulgar sostienen un pedazo de soga que oculta parte del rostro de Hitchcock. Debajo James Stewart, elegante como siempre, con un revolver en su mano derecha. Testigo mudo, James, de un tiempo filmado en una toma y medido ya no en días, ni en meses, ni en años, sino en olas.