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El gesto
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En Cusco, a tres mil y pico de metros sobre el nivel del mar, el frío se siente con fuerza a la madrugada, sobre todo si una ha estado ligeramente intoxicada y yéndose por los caños por un día o dos.
Cuando salí eran como las cinco de la mañana.
Era Mayo y viajaba sola.
Caminé cuesta abajo hasta la calle Pavitos, desde donde salían camionetas para Ollantaytambo (donde luego tomaría el tren hacia Machu Picchu). En Perú el sol sale muy temprano y esa mañana el cielo ya mostraba rayas rosadas de amanecer.
Cerca de la esquina de Pavitos varias camionetas ofrecían viaje por diez soles. Regateé un aventón por ocho y me subí a la combi que accedió. Fui la primera. Los choferes seguían ofreciendo el viaje y las voces gritando “Ollanta” se confundían. La gente subía, se arrepentía, bajaba y se subía en otra van.
Entendí, entonces, que la camioneta partiría cuando estuviese llena y no antes.
Sentada, con la puerta abierta de par en par, esperé pacientemente. Quizás pasó una hora, quizás fue menos… no lo sé . Pero mi quietud y mi incertidumbre incrementaron el frío que sentía y, repentinamente, empecé a sentirme un poco lejos de casa.
Finalmente la camioneta partió. Compartí el viaje con peruanos que usaban el transporte para ir a trabajar por el día a alguno de los tantos pueblitos agrícolas que riegan el Valle Sagrado. Otros volvían a casa.
Cuando Cusco quedó atrás y abajo, una bruma espesa se instaló del otro lado de la ventanilla y me cegó durante varios kilómetros. Repentinamente, la neblina cedió y quedó una línea de nubes lindando la montaña. Y, como si hiciera el ademán de pasar fotos con el dedo sobre mi tablet, una seguidilla de pueblos pintorescos empezaron a pasar delante de mí.
Entonces la combi aminoró la marcha. Un autito viejo y destartalado, cargado hasta arriba, iba delante nuestro (doble línea amarilla mediante). Y fue ahí, al entrar en una curva, que la vi.
Era una mujer con falda de colores, llevaba atuendo típico de sierra y sombrero collawa; una manta a rayas y una canasta. Estaba de pie, a metros de un campo de maíz. Estaba muy cerca de la ruta. A su lado había una nena que debe haber tenido cuatro años, no mucho más.
Repentinamente la mujer se puso en cuclillas de frente a la nena y, mientras sumaba abrigo a su cuerpito, le decía algo.
La nena escuchaba a su madre con ojos de solemnidad.
Entonces lo vi.
Algo se dibujó en el rostro de aquella mujer que hablaba a su niña. Una sola expresión facial, tan exigua como poderosa, capaz de decodificar toda la historia.
Las dos figuras se evaporaron en la distancia . En la comodidad calefaccionada de la van, mi cuerpo seguía con frío y pensaba que la temperatura exterior, a esa hora de la mañana, debería ser sensiblemente menor.
Mientras mis ojos se perdían a través del vidrio, los pensamientos discurrían al tiempo que sentía asomar un par de lagrimones que no podía contener.
Las imágenes siguieron. Ollanta, el tren hasta Aguas calientes y la visita a Machu Picchu.
De regreso en Cusco, ya de noche y dejando mis pasos en el recuerdo de la cuesta de San Blas, en mi corazón solo palpitaba con fuerza una cosa: El gesto, al costado del camino.-
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