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Fideos Con Tuco
Era un día de finales de otoño. Uno de aquellos días que sobresalen del adjetivo "nublado", pues el techo gris sólido de nubosidad baja no alcanza a representar el resto de los factores que hacían de ese día lo que realmente fue. La humedad no sólo se percibía en las nubes sino también, por supuesto, en la llovizna que llevaba una semana cayendo suave cual seda, finita como un alfiler.
Al momento de imaginar este día usted debe figurarse que a esta lluvia ligera y absoluta la inclinaba en un ángulo de cuarenta y cinco grados un persistente viento sur. El viento más frío que podía haber en aquél lugar soplaba lo suficientemente fuerte para potenciar la lluvia, pero aún así, no alcanzaba a disipar la espesa capa de niebla que se cernía sobre la ciudad. Así, no sólo el cielo estaba mojado, sino que cualquier porción de material que no estuviese guarnecida se encontraba tan empapada como las chorreantes nubes. De varias esquinas salía un infaltable olor a café y la poca gente que caminaba por la calle lo hacía a paso ligero, escudándose con sus paraguas, envueltos en sendas bufandas y portando calzado adecuado para lluvia.
Tal vez fue por eso que, al pasar cerca de la ventana de mí cocina mientras preparaba el almuerzo, me detuve a observar aquella silueta en la vereda de enfrente. Parecía un muchacho joven, o al menos eso concluí en base a lo poco que alcanzaba a vislumbrar de su rostro, pero vestía a la usanza de un par de décadas atrás. Es decir: Zapatos y pantalón de vestir, sobretodo negro largo hasta las rodillas y un sombrero de ala corta tan negro como toda su vestimenta a excepción de los zapatos, que eran marrón oscuro. Recuerdo haberme preguntado por qué aquéllo no me pareció nada extraño, ya que era la primera vez que veía a alguien tan joven que no vistiese con jeans y chaqueta de cuero. Sin embargo, no era el único a quién no le sorprendía esta silueta. Él llevaba ya varios minutos refugiándose de la lluvia bajo el toldo de una cafetería y la gente pasaba a su lado sin siquiera mirarlo.
De repente, después de unos minutos más de quietud absoluta, miró hacia ambos lados de la calle con suma lentitud y calma. Luego, con la misma parsimonia, extrajo un cigarrillo de su sobretodo y se dispuso a encenderlo, no sin cierto trabajo a causa de la ventisca. Una vez que consiguió encenderlo y dar una suave y satisfactoria pitada, se subió las solapas del abrigo para intentar proteger su cuello del helado aire otoñal.
Nunca supe mucho de historias fantásticas, aventuras heroicas o novelas dramáticas; para mí la vida era bienestar y normalidad sin tanta vuelta. Pero entonces de alguna forma supe que ese muchacho esperaba a alguien. Y presenciar esa espera que aún no se había revelado como romántica, amistosa, trágica o casual, me llenó de una curiosidad tal que no pude hacer más que esperar junto a él lo que sea que estuviese esperando.
Mientras yo picaba las cebollas se fumó su cigarrillo con total tranquilidad y al acabarlo se cruzó de brazos. Juraría que en un momento, mientras pelaba y cortaba los ajos, lo vi suspirar. Pero la distancia y la niebla no me permiten dar prueba de ello. Luego de unos diez minutos estático, cuando yo ya estaba revolviendo la salsa, finalmente se movió. Metió la mano en el bolsillo del abrigo y se volvió hacia la pared para encender otro tabaco. Lo fumó despacio, tanto que parecía más el acto de sostenerlo en la mano que otra cosa. En esas largas pausas entre pitada y pitada no hacía más que mirar el cielo. No alcanzaba a ver sus ojos, pero la suavidad con la que el humo brotaba de la punta de su cigarro y se fundía con la niebla sumada a su vestimenta le infundían un inevitable aire melancólico y a su vez, ajeno al tiempo.
Mi salsa finalmente estaba lista y solo me faltaba hervir los fideos para cuando acabó de fumar. Arrojó la colilla al suelo con sutil desdén y miró alrededor, esta vez con cierta rapidez desilusionada. Entonces me temí lo peor:
Estaba a punto de irse.Lo que fuese que había estado esperando, no llegó. Ni para él, que se iría, ni para mí, que también esperé y ahora me iba a ver obligado a comer con un nudo en el estómago. Pensé en salir y decirle que no se rindiera, que esperase un rato más y algo llegaría, pero me dí cuenta de que no sabía nada de aquella persona y podía llegar a tomarme por un loco.
Ya mis esperanzas habían flaqueado totalmente cuando, como surgida de la mismísima niebla, apareció otra silueta y le tocó el hombro. Era una silueta femenina, de menor estatura que él. No llevaba sombrero ni paraguas y el cabello mojado le caía sobre los hombros. Ella también llevaba un sobretodo negro y largo, pero a diferencia suya, calzaba borceguíes de caña alta y medias largas de invierno en lugar de pantalones. Él, que ya había dado el primer paso para irse, se dio vuelta y quedó tan estupefacto como yo ante aquélla repentina aparición. Enseguida pareció recomponerse y se saludaron cálidamente, como dos viejos amigos que se reencuentran después de un largo tiempo. "¿Eso serían?", me preguntaba yo, "¿O acaso serán hermanos que se reencuentran?". "Tienen cierto parecido" Pensaba, ya que alcanzaba a vislumbrar que sus rostros tenían la misma tez pálida y rasgos similares.
Mi curiosidad continuaba creciendo a medida que los veía intercambiar palabras y gestos. Él dijo algo y ella sonrió, no como riéndose, sino tal vez una sonrisa de profunda alegría o ligera tristeza, no lo sé. Sólo sé que cruzaron un par de palabras más cuyo significado entendí enseguida porque entraron en la cafetería, seguramente a refugiarse del clima y del ruido de los automóviles.
Estuvieron allí un buen rato, el tiempo suficiente para que comiera mi almuerzo pensando en cuál sería su historia y me encontrase lavando los platos para el momento en que finalmente salieron. Ella salió primero y él la siguió, colocándose el sombrero para que la llovizna no le diese en la cara. Una vez que estuvieron los dos afuera se quedaron mirándose durante un buen puñado de segundos que parecieron minutos u horas. O que quizás a mí me lo parecieron porque mi curiosidad había llegado y a un punto insostenible. Imaginaba estar allí, ser ella o él y sumergirme en esa mirada marcada por un urgente "¿Y ahora qué?". ¿Acaso se irían juntos, tomados de la mano? ¿O tal vez aquéllo no era más que un encuentro casual, por asuntos de trabajo, y el resto de la historia solo existía en mi imaginación?
Esos segundos de silenciosa mirada fueron suficientes para que me hiciese varias preguntas de esa índole cuándo un espontáneo suceso me arrebató de mis pensamientos y me otorgó el privilegio de contemplar una realidad magnífica. Ahora, ambas siluetas vestidas de negro se abrazaban fraternalmente. Se lo digo de verdad, era digno de ser pintado al óleo, con la lluvia cayendo sobre la calle gris y la avejentada cafetería con su toldo verde musgo. Jamás había contemplado una escena tan poética de cariño humano y me sentí bendecido, mi espera había valido la pena y la suya también, de eso estoy seguro.
Esa sensación de gratitud y alegría me duró hasta que los vi despedirse como se despiden las personas que se aman pero no volverán a verse nunca. Se fueron cada cuál por su lado, igual de solos que cuando llegaron, y al cabo de un momento ambos desaparecieron en un extremo opuesto de mi ventana. Sin embargo, yo vi como ambos, con unos segundos de diferencia que les impidieron ver que el otro había hecho lo mismo, voltearon un instante a mirar atrás antes de volver a sumergirse en la espesa niebla otoñal de la cuál habían surgido.
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