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Celestino

Arte
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Invitame un Cafecito

¿Son Las Cruces Lo Peor?

Embadurnados en sangre viviremos, en polares sensaciones de amor y desapego, de canto eterno y agravio. Son leales los mercenarios sólo al sueño de la mano que da de beber. Has de andarte con cuidado. ¿Todo esto sólo para mí? Yo solo tengo un jardín; solo vivo y cultivo un único jardín y a veces me siento solo. Los molinos estatuas contrastadas al cielo que quema el monte, arden ramas y troncos. ¿Sólo esto para ti? Solo porque me di el poder de decidir. Ay, amada mía, mis plegarias han sido escuchadas. Me devolvieron los dedos, vivimos entre los médanos, solo tú y yo. Un ancho de copas derrota mi buenaventura. Ay, cariño mío, tiño de negro tu silencio y de negro visto acudiendo al entierro de cada gramo de tiempo que consumimos. Las palabras que mordiste, ¿Qué las hiciste? No las puedo encontrar acá. A solas con una canción de amor, barbitúricos para los perros, la vida está llena de agridulces, ¿Son las cruces lo peor?
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¿La Vida Es?

La vida es fumar parisienes y escuchar tango en una radio FM. Aunque herida, mi mano escribe. No pienso mentirte con la mirada cuando te vea. Hay jardines que aunque se rieguen, nada crece. Lo que me faltaron fueron ganas y en cada pitada del humo áspero me fundo en un compás lento que es hoy testigo de mí. Todo este barullo no deja, no quiere dejar, a nadie dormir feliz. No fue porque sí que decidí darle a mi nombre y a mi cara los derechos de autor de mi mente. Que cada letra pese, así quizás no eche el vuelo.
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Puertas

Yo totalmente en blanco, la hoja manchada con vino, como engorda el palo borracho para florecer. Es tiempo de curar el alma, el invierno agonizante deja pétalos de color sangre. Perdóname todas las veces que puedas, yo intento hacerlo, pues me rehúso a rendirle luto a algo que aún gestándose está. Y es el hecho irrefutable de reír lo que yo quiero. Y vemos juntos el caer de la lluvia sobre el parabrisas del Citroën. Le das fuego a lo que queda, te miro la boca por el espejo y me das de fumar mientras me deslizo entre los demás autos. Tiro de la palanca de cambios, poniendo tercera y mi mano sobre tu pierna. Y así es que sueño con puertas abiertas; las dejas donde termina tu pelo, guardándote un beso sin mirar la hora y yo me quedo esperando regresar a tu boca.
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Hay un Vacío

Despierto, preparo mi café, lavo mi cara y enciendo el último Camel. Hay un vacío inocuo en tus palabras y un abejorro que me zumba las orejas mientras mi gata, cazadora de fantasmas y demonios, no le aparta la mirada. Anoche tocó a mi puerta un bohemio caballero con una botella grande de Resero en la mano. Me contó de lo que esconde su sombrero arrugado, prestado. Que de sostener su propio cuero cabelludo le empieza a doler el cuello y le cuesta más, cada vez más. De tanto dormir solo, se perdió solo en la noche buscando un poco de paz. Por acá, algunas noches, cierta gente empuña un puñal e inconsciente tajea a quemarropa corazones y al día siguiente olvida. Hay un vacío inocuo en tus palabras, un montón de flores caídas en el piso por cortarlas, un poema que no es mío y han dejado a la mitad y, de palabras, no mucho más. Nada más.
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El Agujero

Los años habían pasado aunque siempre pareció que no iban a pasar nunca. En el yermo desolado en que se había convertido su mente, él lo recordaba todo. Las imágenes, olores y sensaciones se mantenían tan vivas en su confusa memoria que a veces dudaba de que no hubiese sucedido todo precisamente ayer. Recordaba la cuchara sobre la mesa como si la tuviera enfrente y el olor que desprendía al empezar a calentarse, ese olor a metal caliente y burbujeante heroína de mala calidad, le rondaba la punta de la nariz. Igual de vívidamente recordaba también el final de la noche, las mañanas de abstinencia y las tardes de temblores. Las botellas que se vaciaban una a una no pudiendo contener del todo la necesidad de seguir esnifando cocaína a pesar de que se hubiera acabado. Recordaba las calles, las veredas, los lugares de mala muerte donde a veces se despertaba sin saber cómo había llegado a allí. Recordaba a aquéllos colegas que quedaron en el camino. Recordando esto último podía sentir como sus adormecidas entrañas estallaban en un profundo odio y una inmensa ira que eran más que razonables, eran humanas. La furia contenida por tener la certeza de que aquéllos chavales, jóvenes como él en ese entonces, se merecían algo mejor que dejarse en corazón en una sobredosis de speed o morir como ratas envenenados con heroína adulterada. Incluso lo piensa sobre quienes no aguantaron más y se reventaron la cabeza de un balazo o saltaron por el balcón en una teatral metáfora de último vuelo. Estaba más que seguro de que aquéllos que lo acusaban de terrorista, de rebelde sin causa, no habían visto y mucho menos vivido en carne propia los estragos que sus propias leyes, su propio sistema penal hecho a la doble moral, provocaban. ¿Cómo pretendían que olvidara el hecho de que el veneno que mató a sus amigos se los vendió un guardia civil? No. Aunque tuviese el mundo en su contra jamás lo convencerían de que había actuado mal al volar aquél cuartel. Los diarios y la televisión hablaron de la familia y de las viudas de los guardias civiles que mató, pero jamás dedicaron una sola linea a toda la buena gente que había visto morir por no poder conseguir una aguja limpia. Y sabe mejor que nadie que él mismo podría haber sido un muerto más, que sólo tuvo suerte y una bendita intuición que siempre lo ayudó a salvarse justo a tiempo. Todo esto pensaba mientras miraba fijamente la pared gris avejentado de su celda cuándo, de repente, lo vio. Era un agujerito ínfimo, del tamaño apenas suficiente para que uno pudiese introducir un alfiler, pero nada más. Por él se colaba un rayito de luz solar del exterior. Lo vio y ya no pudo dejar de verlo. Al principio no le dio importancia, luego lo empezó a ver como una especie de puente entre él y el mundo externo. Aquél exterior que tanto anhelaba, dónde sabía que era de día porque en el cielo brillaba el sol y no porque le tocasen la puerta de la celda para dejarle un plato de algo que nadie, ni siquiera él que había comido dela basura incontables veces, podía llamar comida. Media pizza a medio comer por las cucarachas era un manjar al lado de la pasta grisácea que le servían allí. Ese puente inesperado y diminuto poco a poco fue convirtiéndose en el centro de su atención. Sentía que a través de él podía percibir algo, aunque sea un gramo, de libertad. Desde que el sol y la luna se colaban por allí había vuelto a pensar en salir. Había vuelto a sentir que en algún punto de de sí mismo estaba vivo y no era, como él creía, un saco de piel y huesos condenado a perpetuo encierro en un cajón sórdido. Había vuelto a recordar lo bello de la existencia: Contemplar el cauce de un manso río, comer hongos y pasear por los bosques, aquéllas cosas que hacía con sus colegas que sí tenían un sentido más allá y habían sido el mas sincero intento de todos de hacerse un mundo mejor. Y, junto a todo esto, había vuelto a pensar en escapar. Pensó en aquél anarquista ucraniano, Radowitzky, al que habían metido preso en una cárcel del sur de Argentina, alejada de cualquier poblado, dónde sufrió abominables maltratos y fue torturado de una forma muy particular: Cómo única lectura le permitían la biblia. Y pensando en él concluyó dos cosas; que tenemos mucho que agradecer a mucha gente y que si Radowitzky pudo salir de esa, él también podría hacerlo. Entonces, en un chispazo de lucidez, ideó su plan de escape en tan solo unos segundos. Comenzó a pasar la totalidad de su tiempo mirando por el agujerito de la pared. No llegaba a ver nada más que luz, pero le bastaba para imaginarse el mundo del otro lado. Tomó ese pensamiento y centró toda su fuerza en él, se imaginó a sí mismo cada vez más pequeño, intentando pasar por ese agujero por dónde apenas cabía, cómo ya he dicho, un alfiler. Lo primero en desaparecer fueron sus manos. Era una lástima, porque disfrutaba de escribir, pero le facilitó centrar todo su tiempo en la tarea de imaginarse pasando por el agujero y llegando al otro lado. Dormía lo justo y necesario para luego poder mantenerse despierto y comía sólo para ayudar a su mente agotada por el enorme esfuerzo que venía realizando. Luego desaparecieron sus pies. Más tarde, sus piernas. Se veía obligado a arrastrarse para moverse, pero no le hacía falta moverse mucho tampoco. El orificio se veía cómodamente desde su catre. Una noche de luna llena se acostó a dormir, quedando de él poco más que un reflejo etéreo de su imagen.Ya su rostro había perdido los rasgos y era prácticamente la manifestación más mínima de un alma en el plano físico, lo que la gente llamaría un "fantasma". Se acostó a dormir y por la mañana despertó, cómo todos los días, pensando en escapar por el agujero. Entonces miró a su alrededor y comprendió que finalmente lo había logrado. Tenia el tamaño justo de un alfiler. Trepó por la ahora gigantesca pared de la celda con asombrosa facilidad y se encimó en el borde del hueco, que ahora era más bien un túnel. Por primera vez en muchos años sus ojos vieron un árbol bañado por la luz de la mañana, con sus hojas amarillentas. Atravesó la pared en un instante y se arrojó, completamente desnudo, de cara hacia el mundo. Hacia su libertad.
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Poema x

Es como si pareciese que algo insinuase que todas las primaveras son iguales. Es como si el invierno se hubiese puesto un abrigo. pareciese alguien distinto pero es el mismo en esencia. Es como soplar y hacer botellas, mientras más aprendo de mí menos siento que me conozco. ¿Una consciencia aerostática, un alma en pena, una persona cualquiera, un hacedor de preguntas? ¿Qué soy yo? Era color de rosas la primavera hasta que perdimos la guerra contra el reloj. Era sabido de antemano y necesario que sucediera, la vida no debería ser nunca monocromática, ni rosa, ni gris, ni azul, ni negra.
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Fideos Con Tuco

Era un día de finales de otoño. Uno de aquellos días que sobresalen del adjetivo "nublado", pues el techo gris sólido de nubosidad baja no alcanza a representar el resto de los factores que hacían de ese día lo que realmente fue. La humedad no sólo se percibía en las nubes sino también, por supuesto, en la llovizna que llevaba una semana cayendo suave cual seda, finita como un alfiler. Al momento de imaginar este día usted debe figurarse que a esta lluvia ligera y absoluta la inclinaba en un ángulo de cuarenta y cinco grados un persistente viento sur. El viento más frío que podía haber en aquél lugar soplaba lo suficientemente fuerte para potenciar la lluvia, pero aún así, no alcanzaba a disipar la espesa capa de niebla que se cernía sobre la ciudad. Así, no sólo el cielo estaba mojado, sino que cualquier porción de material que no estuviese guarnecida se encontraba tan empapada como las chorreantes nubes. De varias esquinas salía un infaltable olor a café y la poca gente que caminaba por la calle lo hacía a paso ligero, escudándose con sus paraguas, envueltos en sendas bufandas y portando calzado adecuado para lluvia. Tal vez fue por eso que, al pasar cerca de la ventana de mí cocina mientras preparaba el almuerzo, me detuve a observar aquella silueta en la vereda de enfrente. Parecía un muchacho joven, o al menos eso concluí en base a lo poco que alcanzaba a vislumbrar de su rostro, pero vestía a la usanza de un par de décadas atrás. Es decir: Zapatos y pantalón de vestir, sobretodo negro largo hasta las rodillas y un sombrero de ala corta tan negro como toda su vestimenta a excepción de los zapatos, que eran marrón oscuro. Recuerdo haberme preguntado por qué aquéllo no me pareció nada extraño, ya que era la primera vez que veía a alguien tan joven que no vistiese con jeans y chaqueta de cuero. Sin embargo, no era el único a quién no le sorprendía esta silueta. Él llevaba ya varios minutos refugiándose de la lluvia bajo el toldo de una cafetería y la gente pasaba a su lado sin siquiera mirarlo. De repente, después de unos minutos más de quietud absoluta, miró hacia ambos lados de la calle con suma lentitud y calma. Luego, con la misma parsimonia, extrajo un cigarrillo de su sobretodo y se dispuso a encenderlo, no sin cierto trabajo a causa de la ventisca. Una vez que consiguió encenderlo y dar una suave y satisfactoria pitada, se subió las solapas del abrigo para intentar proteger su cuello del helado aire otoñal. Nunca supe mucho de historias fantásticas, aventuras heroicas o novelas dramáticas; para mí la vida era bienestar y normalidad sin tanta vuelta. Pero entonces de alguna forma supe que ese muchacho esperaba a alguien. Y presenciar esa espera que aún no se había revelado como romántica, amistosa, trágica o casual, me llenó de una curiosidad tal que no pude hacer más que esperar junto a él lo que sea que estuviese esperando. Mientras yo picaba las cebollas se fumó su cigarrillo con total tranquilidad y al acabarlo se cruzó de brazos. Juraría que en un momento, mientras pelaba y cortaba los ajos, lo vi suspirar. Pero la distancia y la niebla no me permiten dar prueba de ello. Luego de unos diez minutos estático, cuando yo ya estaba revolviendo la salsa, finalmente se movió. Metió la mano en el bolsillo del abrigo y se volvió hacia la pared para encender otro tabaco. Lo fumó despacio, tanto que parecía más el acto de sostenerlo en la mano que otra cosa. En esas largas pausas entre pitada y pitada no hacía más que mirar el cielo. No alcanzaba a ver sus ojos, pero la suavidad con la que el humo brotaba de la punta de su cigarro y se fundía con la niebla sumada a su vestimenta le infundían un inevitable aire melancólico y a su vez, ajeno al tiempo. Mi salsa finalmente estaba lista y solo me faltaba hervir los fideos para cuando acabó de fumar. Arrojó la colilla al suelo con sutil desdén y miró alrededor, esta vez con cierta rapidez desilusionada. Entonces me temí lo peor: Estaba a punto de irse.Lo que fuese que había estado esperando, no llegó. Ni para él, que se iría, ni para mí, que también esperé y ahora me iba a ver obligado a comer con un nudo en el estómago. Pensé en salir y decirle que no se rindiera, que esperase un rato más y algo llegaría, pero me dí cuenta de que no sabía nada de aquella persona y podía llegar a tomarme por un loco. Ya mis esperanzas habían flaqueado totalmente cuando, como surgida de la mismísima niebla, apareció otra silueta y le tocó el hombro. Era una silueta femenina, de menor estatura que él. No llevaba sombrero ni paraguas y el cabello mojado le caía sobre los hombros. Ella también llevaba un sobretodo negro y largo, pero a diferencia suya, calzaba borceguíes de caña alta y medias largas de invierno en lugar de pantalones. Él, que ya había dado el primer paso para irse, se dio vuelta y quedó tan estupefacto como yo ante aquélla repentina aparición. Enseguida pareció recomponerse y se saludaron cálidamente, como dos viejos amigos que se reencuentran después de un largo tiempo. "¿Eso serían?", me preguntaba yo, "¿O acaso serán hermanos que se reencuentran?". "Tienen cierto parecido" Pensaba, ya que alcanzaba a vislumbrar que sus rostros tenían la misma tez pálida y rasgos similares. Mi curiosidad continuaba creciendo a medida que los veía intercambiar palabras y gestos. Él dijo algo y ella sonrió, no como riéndose, sino tal vez una sonrisa de profunda alegría o ligera tristeza, no lo sé. Sólo sé que cruzaron un par de palabras más cuyo significado entendí enseguida porque entraron en la cafetería, seguramente a refugiarse del clima y del ruido de los automóviles. Estuvieron allí un buen rato, el tiempo suficiente para que comiera mi almuerzo pensando en cuál sería su historia y me encontrase lavando los platos para el momento en que finalmente salieron. Ella salió primero y él la siguió, colocándose el sombrero para que la llovizna no le diese en la cara. Una vez que estuvieron los dos afuera se quedaron mirándose durante un buen puñado de segundos que parecieron minutos u horas. O que quizás a mí me lo parecieron porque mi curiosidad había llegado y a un punto insostenible. Imaginaba estar allí, ser ella o él y sumergirme en esa mirada marcada por un urgente "¿Y ahora qué?". ¿Acaso se irían juntos, tomados de la mano? ¿O tal vez aquéllo no era más que un encuentro casual, por asuntos de trabajo, y el resto de la historia solo existía en mi imaginación? Esos segundos de silenciosa mirada fueron suficientes para que me hiciese varias preguntas de esa índole cuándo un espontáneo suceso me arrebató de mis pensamientos y me otorgó el privilegio de contemplar una realidad magnífica. Ahora, ambas siluetas vestidas de negro se abrazaban fraternalmente. Se lo digo de verdad, era digno de ser pintado al óleo, con la lluvia cayendo sobre la calle gris y la avejentada cafetería con su toldo verde musgo. Jamás había contemplado una escena tan poética de cariño humano y me sentí bendecido, mi espera había valido la pena y la suya también, de eso estoy seguro. Esa sensación de gratitud y alegría me duró hasta que los vi despedirse como se despiden las personas que se aman pero no volverán a verse nunca. Se fueron cada cuál por su lado, igual de solos que cuando llegaron, y al cabo de un momento ambos desaparecieron en un extremo opuesto de mi ventana. Sin embargo, yo vi como ambos, con unos segundos de diferencia que les impidieron ver que el otro había hecho lo mismo, voltearon un instante a mirar atrás antes de volver a sumergirse en la espesa niebla otoñal de la cuál habían surgido.
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