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Cuentos cortos

Escritura y literatura
Invitame un Cafecito

Sonrisas

El edificio mide 154 metros. Tiene dos pisos. Al entrar hay una recepción, detrás de esta se pueden ver cuatro o cinco decenas de escritorios. Hay un ambiente muy similar al de un banco con una diferencia, acá solo se mueven acciones, títulos y cualquier otra cosa que llene bolsillos. En la punta opuesta a la entrada principal hay un ascensor. Lleva al segundo piso. Está a 142 metros. Un pequeño recordatorio del lugar que cada uno ocupa. Desde la planta baja se pueden oír las risas del segundo piso, risas degeneradas, salaces, ávidas de control y dinero. Pablo sale de la oficina muy apresurado, tiene muchas obligaciones. Antes de ir a su casa debe pasar por el almacén. Una vez en el hogar tiene que pasear al perro, preparar la ropa que va a usar al día siguiente, controlar la tarea de los chicos y cocinar. Camina una sola cuadra cuando un linyera le pide una moneda. Se la da. Siente un calor en el pecho, cierto placer y también un poco de desprecio. Pablo sonríe, es una sonrisa degenerada.
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La mirada

Lo vi mirando por la ventana. Parecía ausente, si es que se puede decir esto de un ave, un loro para ser más exacto. Tal vez pensaba (de nuevo, ¿es válido?) en el cielo que podría recorrer si no estuviera en esa jaulita. Le compré una grande pero no es lo mismo que tener todo el mundo a disposición. Lo despedí, también al gato, tengo esa costumbre antes de salir de mi departamento. No me devolvió el saludo, o por lo menos no dijo nada. El gato tampoco, creo. Volví algunas horas después. No estaba, la jaula estaba abierta. Me gusta pensar que se escapó por la pequeña abertura que dejo para que circule el aire en la cocina, dónde tengo el calefón. ¿Se complotó con el gato para que lo ayude a escapar? ¿Busco ayuda en uno de sus tantos enemigos naturales? Sospecho del gato, estoy seguro de que lo traicionó en algún momento de la huida. Ahora me mira, desafiante y altanero. ¿Soy el próximo?
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Marea

Veo al abuelo, está metido unos cuantos metros mar adentro, mi viejo va unos pasos más atrás, siguiéndolo. Una imponente ola se empieza a formar a lo lejos, cuando rompe envuelve al abuelo, sin aviso, con fuerza. No lo veo más. Mi viejo trata de buscarlo, pide ayuda divina pero no recibe respuesta alguna. Una nueva ola comienza a formarse, más cercana que la anterior, más real, inexorable. Lo abraza a mi viejo y este desaparece. Me arrastra la marea. Grito hacia la orilla, intento advertirle a mi hijo que se aleje del agua, el mar está incontrolable y nuevas olas se están formando y me están alcanzando. Trato de nadar contra la corriente pero el cuerpo ya no me responde, agotado por los años. El agua me tapa, me lleva al fondo, me revuelca con omnipotencia. Salgo a flote por unos segundos, miro hacia la costa, ya casi indistinguible, creo ver a mi hijo por un instante, el agua me traga otra vez y luego me escupe, parece jugar conmigo. El niño ya no está. ¿Tenía un hijo? Lucho en vano, me alcanza una ola implacable. Ahí están todos.
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