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Fragmento de "Consagración"
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En lo alto de las colinas del Pola de Lena, en la enigmática Asturias, entre historias de la
Vieja Guaxa y las bruxas, el viento canta letanías para alejar sus figuras y honrar las memorias de
quienes fueron víctimas de sus disgregaciones. Entre sus medievales e imponentes castillos se erige el Lirio Negro, y detrás de muros cubiertos de musgo y vitrales que lloran, Mistress Isolé reina como diosa profana. Cuentan quienes la vieron que sus negros y penetrantes ojos son como la tinta maldita de algún pacto vikingo eterno, que no miran sino invocan, como pozos sin fondo donde la voluntad se disuelve y no necesita palabras para someter porque su voz es ley, su cuerpo es templo y su deseo, sentencia.
Lucien, marcado desde la cuna por la anatema de la serpiente, era un joven correcto y
servicial, divinizado por una belleza que parecía esculpida por manos impías. Detrás de sus grandes ojos ámbar, ardía la melancolía de lo inalcanzable y sus labios carnosos, que parecían estar siempre al borde de una confesión, ocultan deseos desenfrenados y oscuros que lo condenan a la soledad más exquisita, su andar era el de un penitente que ansiaba castigo y su voz, un susurro que imploraba ser silenciado. En él habitaba la contradicción inhumanamente perfecta, su pureza que suplicaba ser profanada, la obediencia devota que anhelaba ser quebrada y un alma que solo encontraba paz en la humillación ritual. Lucien no vivía como un joven más, Lucien se ofrecía a quién dome sus caprichos y lo lleve a lo más perturbador de los confines de la conciencia y la moral. Y Mistress Isolé lo sabía.
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