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EL ANTISEMITISMO COMO BANDERA POLÍTICA: VANINA BIASI Y LA NORMALIZACIÓN DEL ODIO

Por Dani Lerer El antisemitismo no siempre grita. A veces susurra, se disfraza, cambia de ropaje ideológico y se presenta como una forma más de crítica política. Es en ese terreno ambiguo —el de los supuestos debates sobre poder, influencia o geopolítica— donde mejor se camufla. En los últimos meses, la figura de Vanina Biasi, Diputada Nacional por el Fitu-PO, se convirtió en un ejemplo preocupante de esa mutación discursiva. Biasi ha sostenido públicamente que “la comunidad judía organizada responde a los intereses del Estado de Israel”, que “la AMIA y la DAIA actúan como embajadas paralelas” y que existe un “poder real judío” en la Argentina. No hace falta demasiado para entender de qué se trata: estas expresiones no son críticas legítimas a una política exterior, ni siquiera a un Estado específico. Son formulaciones que retoman, casi textual, la lógica del antisemitismo clásico, adaptado a un nuevo envoltorio. El problema con este tipo de discursos no es sólo su falsedad o su sesgo ideológico. Es su capacidad de reactivar viejos estereotipos: la idea de una colectividad que conspira, que actúa en las sombras, que responde a intereses extranjeros, que controla la economía, los medios o los gobiernos. No hay nada nuevo en esto. Es la misma narrativa que alimentó el odio en Europa durante el siglo XX, que sirvió de base para la exclusión, la persecución y, en su extremo, el exterminio. Uno de los disfraces más eficaces del antisemitismo en el siglo XXI es el antisionismo. Lo que en apariencia es una crítica a una ideología nacional o a la política exterior de un país, en muchos casos termina funcionando como una negación del derecho del pueblo judío a la autodeterminación. Negarle a los judíos el derecho a un Estado —cuando se lo reconoce a casi todos los demás pueblos del mundo— no es una crítica: es discriminación. Antisionismo es antisemitismo. Otro límite que Biasi y sectores afines cruzan sin tapujos es la comparación sistemática entre Israel y el régimen nazi. Equiparar una democracia —con sus luces, sombras y conflictos— con el nazismo, no sólo es históricamente falso: es profundamente ofensivo para las víctimas del Holocausto, y trivializa el genocidio más sistemático de la historia moderna. Esta analogía, usada como arma retórica, busca deslegitimar la existencia del Estado de Israel y demonizar al pueblo judío como colectivo. También es necesario poner en cuestión otra narrativa repetida desde estos espacios: la denuncia de un supuesto “genocidio en Gaza”. Lo que sucede en la Franja, como resultado del conflicto con Hamas, es una tragedia humanitaria que debe doler a cualquier conciencia democrática. Pero hablar de genocidio no sólo es jurídicamente incorrecto, sino profundamente deshonesto. En Gaza no hay un plan de exterminio sistemático, ni una intención de destruir un grupo por su identidad étnica o religiosa. Hay una guerra, con consecuencias gravísimas, pero no un genocidio. Usar esa palabra con ligereza banaliza el término y desinforma. Vanina Biasi forma parte de un fenómeno ideológico que combina ignorancia histórica con hostilidad política. Su activismo, muchas veces centrado en la denuncia del sionismo, cruza sistemáticamente la línea entre la crítica política y la estigmatización identitaria. Es importante decirlo con claridad: nadie está por encima del escrutinio. Pero cuando esa crítica apunta contra una colectividad religiosa o étnica entera, cuando repite tópicos conspirativos o niega el derecho del otro a la existencia, ya no es política: es odio. El silencio —y en algunos casos, la defensa— de ciertos sectores del progresismo argentino frente a estas declaraciones también resulta inquietante. Como si el antisemitismo, cuando viene de izquierda, mereciera un análisis más indulgente, una interpretación benévola. Pero el antisemitismo no es de derecha ni de izquierda. Es una forma de violencia, y como tal, debe ser rechazada sin ambigüedades. Combatir el antisemitismo exige, en primer lugar, nombrarlo. No relativizarlo, no justificarlo, no escudarlo en causas justas. Porque ninguna causa —ni la más noble— justifica el prejuicio, la simplificación o el señalamiento colectivo. Cuando Biasi habla de “la comunidad judía” como un sujeto político uniforme, no sólo falta a la verdad: contribuye a un clima de sospecha que la historia argentina ya conoce demasiado bien. La democracia se construye también con límites claros. Uno de ellos, quizás el más básico, es el que separa la crítica del odio. Aprender a distinguirlo no es sólo un acto de memoria: es una condición para el presente. Celebro el procesamiento de la judeofoba Diputada.
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