El caos como estrategia populistaPor Dani Lerer Hay una escena que se repite, casi con coreografía predecible: el presidente o el ministro que dice una barbaridad, la militancia que reacciona con entusiasmo, la oposición que se indigna, los medios que amplifican, las redes que hierven. Todo parece espontáneo, caótico, absurdo. Pero no lo es. Detrás del aparente desmadre del carnaval populista hay método. Lo que parece caos, muchas veces es estrategia. Y lo que se presenta como un movimiento desordenado de masas, tiene en realidad dirección: la de quienes diseñan y operan la maquinaria del caos. No hablo de un grupo secreto reunido en un sótano, aunque en algunos casos no estamos tan lejos. Hablo de una maquinaria cada vez más sofisticada, que combina viejas recetas de propaganda con nuevas herramientas de manipulación. Ideólogos que entienden de relatos, expertos en psicología de masas, community managers con formación política, y cada vez más, científicos de datos que saben cómo intervenir quirúrgicamente en la conversación pública. El populismo contemporáneo, lejos de ser un fenómeno improvisado, es en gran parte un producto diseñado. Como una campaña publicitaria o una serie adictiva, tiene una narrativa central, personajes reconocibles, antagonistas funcionales y un objetivo claro: el poder. Quienes manejan la maquinaria del caos no buscan la verdad. Buscan eficacia. Y para eso, moldean realidades emocionales. No importa si algo es cierto: importa si se viraliza. No importa si una medida fracasa: importa si se la puede contar como épica. No importa si el país se hunde: importa si se logra instalar que la culpa es del otro. El relato kirchnerista es un ejemplo casi de manual. Mientras la inflación devoraba salarios y las estadísticas sociales se desplomaban, había un ejército de comunicadores, algunos pagos y otros fanatizados, que no descansaban. Fabricaban enemigos internos y externos. Reescribían la historia tantas veces como fuese necesario. Ensayaban constantemente nuevas formas de victimización. Todo con el mismo objetivo: sostener una identidad emocional que no se rinde ante los datos. La novedad de esta etapa es la incorporación de tecnologías antes reservadas para el marketing de consumo. Plataformas que segmentan audiencias al detalle, algoritmos que testean qué indignación rinde más, inteligencia artificial al servicio de generar contenidos masivos en tiempo real. La posverdad dejó de ser una amenaza abstracta: es una industria. Hay algo más inquietante todavía. El caos, en estos regímenes, no es un problema a resolver: es un entorno a cultivar. Porque en la confusión, en la sobredosis de estímulos, en la saturación de escándalos, es más difícil pensar, discernir, oponerse. El caos abruma. Y en ese ruido, la maquinaria opera con mayor libertad. El desafío, entonces, es doble. Primero, reconocer la ingeniería detrás del desorden. Segundo, construir una narrativa alternativa que no dependa de las mismas armas. Una contrainteligencia democrática que no solo denuncie el artificio, sino que restituya la posibilidad de hablar con hechos, con razones, con decencia. No alcanza con indignarse. Hay que entender cómo funciona la máquina si queremos desactivarla.Ver más
EL PROBLEMA NO ES EL LÁTIGO, SINO QUIÉN LO EMPUÑAPor Dani Lerer En Argentina, el problema no es el autoritarismo. El problema es quién lo ejerce. Tenemos una curiosa habilidad para detectar “derivas autoritarias” cuando las ejerce el otro. Nos rasgamos las vestiduras, denunciamos fascismos, citamos a Hannah Arendt de memoria. Pero cuando el látigo lo empuña alguien que nos gusta, alguien que dice las palabras correctas y promete combatir a los enemigos que hemos elegido, entonces lo llamamos "liderazgo", "decisión", "coraje político". Este doble estándar no es nuevo, pero en los últimos años se ha profundizado. Lo vimos en los años del kirchnerismo, donde el verticalismo, el desprecio por los organismos de control y el uso de la maquinaria estatal como herramienta de presión eran celebrados por buena parte de la militancia como señales de fortaleza. Lo vemos hoy, con un nuevo oficialismo que llegó con la promesa de demoler el statu quo, y que encuentra en el ejercicio brutal del poder —y en el desdén por las formas— una virtud, no un defecto. Lo más inquietante es cómo esta lógica se extiende más allá de la política. Artistas, comunicadores y periodistas terminan siendo abanderados de los autoritarismos que sienten propios. Algunos militan con fervor el culto a la figura del líder popular, justificando atropellos en nombre de una supuesta justicia social. Otros se abrazan al mesianismo liberal y celebran la demolición institucional como si fuera una hazaña épica. Cambian los discursos, los gestos y hasta los silencios, según quién esté en el poder. La crítica no es un principio, es una herramienta que se activa o se apaga según la camiseta que lleve el que manda. Hay una frase que se repite en muchos círculos: “Yo prefiero un autoritario que haga lo que hay que hacer, antes que un tibio que no cambie nada”. Es el resumen perfecto del pragmatismo ciego. Lo que importa no es el sistema de reglas, los contrapesos institucionales o la calidad del debate público. Lo que importa es que gane el mío, y que lo haga rápido. Este modo de pensar —emocional, binario, irreflexivo— transforma la democracia en una guerra de trincheras. Todo lo que hace mi bando está justificado porque el otro es peor. Se pierde la crítica interna, se justifica lo injustificable. Y el resultado es previsible: cada cambio de gobierno se vive como una refundación, como un ajuste de cuentas, como una revancha. En el fondo, buena parte del país no tiene un problema con el autoritarismo. Tiene un problema con el autoritarismo ajeno. De ahí que haya “autoritarios buenos” —los que me representan— y “autoritarios malos” —los que me amenazan—. Pero el daño no depende de quién lo haga, sino de qué se está haciendo. El desprecio por las formas, por la ley, por la institucionalidad, no es una anécdota. Es el síntoma de una cultura política dañada, donde el poder vale más que el principio, y la urgencia siempre justifica el atropello. Una cultura que no cree en la democracia como sistema de reglas compartidas, sino como una herramienta para imponer la propia visión del mundo. Hasta que no rompamos con esa lógica tribal, Argentina va a seguir girando en círculos. Celebrando cada nuevo César mientras carga en la espalda las ruinas que dejó el anterior.Ver más
La república ignorada: desprecio presidencial a investidura e institucionalidadPor Dani Lerer El 25 de Mayo no es una fecha cualquiera. Es el día que conmemora el nacimiento de nuestra patria. Una jornada cargada de simbolismo, donde el presente se conecta con el pasado, y donde la liturgia institucional cobra un protagonismo que va más allá de los discursos. Por eso, lo ocurrido este domingo en la Catedral Metropolitana de Buenos Aires no puede reducirse a una anécdota de interna política o a chicanas del propio mandatario en redes sociales: el presidente Javier Milei eligió, otra vez, despreciar la institucionalidad. El destrato fue explícito. Milei ingresó al Tedeum sin mirar, saludar ni reconocer a dos figuras centrales del sistema democrático: la vicepresidenta de la Nación, Victoria Villarruel, y el jefe de Gobierno porteño, Jorge Macri. Los ignoró por completo. No hubo un gesto, una palabra, ni siquiera una cortesía mínima. Puede parecer menor, pero no lo es. Las formas, en política, importan. No son un decorado: son el escenario donde se construye —o se erosiona— la legitimidad. Y Milei eligió, en un acto público, institucional y republicano, vaciar de significado dos figuras clave del orden constitucional. Villarruel no es una funcionaria más: es su vicepresidenta. Jorge Macri no es un opositor irrelevante: es el mandatario del distrito que lo alojaba. Ambos representan cargos con poder real, con historia, con peso. Y sin embargo, para el presidente, no fueron más que estorbos visuales en una puesta en escena que lo tuvo, una vez más, como único protagonista. La escena no fue aislada. Fue parte de un patrón. Milei ha construido una forma de ejercer el poder donde el otro —incluso cuando forma parte del mismo espacio— solo existe si se subordina. De lo contrario, se convierte en blanco de ninguneo, exclusión o ataque. Lo hizo con Villarruel desde el día uno: le impidió designar colaboradores, la marginó de decisiones, y ahora directamente la ignora en actos oficiales. Lo mismo con Jorge Macri, a quien ni siquiera reconoce como aliado táctico dentro del PRO. El problema no es de convivencia personal. Es político e institucional. Porque cuando un presidente desprecia a su vicepresidenta, lo que está haciendo es deslegitimar un rol constitucional. Cuando no saluda al jefe de Gobierno de la Ciudad, está ignorando a una de las principales jurisdicciones del país. Cuando evita la convivencia con otras figuras de poder, está erosionando, de manera deliberada, el principio de representación que sostiene la democracia. La república no se construye en soledad. Se sostiene en la articulación entre poderes, en el respeto entre cargos, en la tolerancia entre diferencias. El jefe de Estado no puede —no debe— comportarse como un monarca que elige a quién ver, a quién hablarle y a quién ignorar según sus humores del día. La investidura presidencial tiene un valor simbólico enorme, pero no es superior a las demás: forma parte de un equilibrio. Y eso es lo que Milei desarma, gesto a gesto, desplante a desplante. Ya lo vimos en otros episodios. El desprecio no es nuevo. Es sistemático. Forma parte de una manera de gobernar que transforma la diferencia en enemistad, la disidencia en traición, y la investidura ajena en irrelevancia. Este modelo de poder hiper personalista y reactivo no solo es peligroso por lo que hace, sino por lo que instala: la idea de que la democracia se puede ejercer sin democracia. Que se puede gobernar sin consensos, sin formas, sin otros. Y esa idea es, en sí misma, profundamente antirrepublicana. En el Tedeum, Milei no se enfrentaba a Villarruel ni a Macri. Se enfrentaba, una vez más, a la institucionalidad. Y volvió a perder la oportunidad de mostrarse como presidente de todos los argentinos. No se trataba de una reconciliación. Ni siquiera de una tregua. Solo de un gesto: extender la mano, reconocer al otro, respetar el cargo que el otro representa. No lo hizo. No quiso. Y en esa negativa no solo despreció a dos dirigentes: despreció a la república que dice defender.Ver más
EL GOBERNADOR DEL RELATO EN UNA PROVINCIA QUE SE HUNDEPor Dani Lerer Axel Kicillof insiste en ocupar el rol de guardián ideológico del kirchnerismo, pero la provincia que gobierna arde: crece la inseguridad, se repiten las inundaciones y escasean las obras. Detrás del discurso, hay gestión ausente. En la provincia de Buenos Aires, la inseguridad dejó de ser un problema para convertirse en un modo de vida. Robos a plena luz del día, entraderas, homicidios en el conurbano profundo y una policía más temida que confiable. Mientras tanto, el gobernador Axel Kicillof sigue gestionando desde la épica: recorre actos, levanta banderas ideológicas, habla de soberanía y derechos. Pero no responde —ni siquiera simula hacerlo— ante los problemas reales y urgentes de los bonaerenses. La semana pasada, por enésima vez, municipios enteros quedaron bajo el agua. Calles convertidas en ríos, vecinos evacuados, casas sin luz, micros varados en la ruta. ¿Qué hizo la provincia en todos estos años para prevenirlo? Nada sustancial. Cero planificación hidráulica. Cero control urbano. Cero inversión en infraestructura estructural. Solo parches y promesas recicladas. Las inundaciones no son una catástrofe climática, son una muestra más de una gestión que no invierte donde tiene que invertir. Porque Kicillof habla de derechos, pero no garantiza el más básico: vivir seco, seguro y sin miedo. En paralelo, la ola de delitos crece sin freno. Los delincuentes ya no necesitan esconderse, actúan a la vista de todos y sin temor alguno. Nada de esto ameritó una palabra oficial. Ni un plan, ni un anuncio, ni siquiera un gesto. Solo silencio. La inseguridad, parece, no entra en el relato. Kicillof sigue gobernando con los códigos de una Facultad: el valor de las palabras por sobre los hechos, la lealtad doctrinaria por encima de la eficacia. Pero la provincia no es un centro de estudiantes. Es un territorio herido, postergado y mal gestionado. Y lo que duele no es solo el crimen o el agua que no drena: es la ausencia del Estado, en contraposición al Estado presente que pregona el gobernador. En estos más de cinco años de gestión, el gobernador no resolvió una sola de las grandes deudas estructurales bonaerenses. No mejoró el transporte. No reordenó la policía. No modernizó la administración. No urbanizó asentamientos. No diseñó un plan hídrico. No ejecutó una política seria contra el delito. Lo que sí hizo: conferencias, carteles, subsidios, homenajes, spots. Pero la desconexión no es solo con los problemas: también con el mapa real de la provincia. Porque el gobernador recorre universidades, ferias del libro y actividades con sindicatos, pero rara vez pisa Pergamino, Azul o General Villegas. El interior bonaerense —productivo, fiscalmente clave, olvidado— apenas figura en su agenda. No hay plan para caminos rurales, para infraestructura agroindustrial, para frenar la sangría de pymes o para mejorar conectividad. Es el conurbano o nada. Y dentro del conurbano, sólo donde hay votos seguros o aliados ideológicos. El resto de la provincia, como sus problemas, queda fuera del campo visual. No hay visión integral, ni estrategia de desarrollo, ni vocación de sumar a quienes piensan distinto. Gobernar se volvió una práctica defensiva, reactiva, encapsulada. Una provincia gobernada a control remoto desde la Universidad de las Madres o desde un Zoom con estudiantes militantes. Pero cada kilómetro alejado del relato es un kilómetro donde la gestión no llega. El gobernador de la provincia de Buenos Aires administra pobreza sin voluntad de revertirla. Y todo eso lo hace envuelto en el lenguaje de los “derechos” y la “justicia social”, palabras cada vez más vacías para quien vive con miedo, con barro y con rabia. En definitiva, el relato no se cayó. El relato se sigue usando. Pero ya no alcanza. Porque el agua entra igual. Porque el celular igual te lo roban. Porque los pibes igual dejan la escuela. Porque la policía igual no llega. Porque la dignidad no se declama: se garantiza con hechos. Y los hechos, en la provincia de Buenos Aires, son devastadores. La provincia no necesita un mártir del kirchnerismo: necesita un gobernador. Y rápido.Ver más
LA MILITANCIA AUTÓMATA: CUANDO PENSAR DEJA DE SER PARTE DEL PROGRAMAPor Dani Lerer Hay una forma de militar que no milita nada. Que no transforma, no convence, no construye. Una militancia vacía de pensamiento, pero repleta de consignas prefabricadas. Es la militancia autómata: esa que reacciona sin procesar, que responde sin escuchar, que defiende sin entender. Funcionan como máquinas programadas con frases hechas. “El modelo nacional y popular.” “Los medios hegemónicos.” “La casta tiene miedo.” “Viva la libertad, carajo.” El contenido puede variar según el signo político, pero la lógica es la misma: repetir, amplificar, obedecer. Nunca dudar. Nunca pensar. El militante autómata no debate, recita. No escucha, espera su turno para bajar línea. Se mueve por reflejos pavlovianos: le nombrás una palabra clave y activa el mismo discurso que ya escuchaste mil veces. No importa el contexto, no importa el interlocutor. Todo es trincheras, y todo el que disiente, un enemigo. Lo curioso es que esta forma de "militar" suele venderse como compromiso político, pero es apenas comodidad ideológica. Pensar es incómodo. Exige revisar lo propio, aceptar grises, incluso arriesgarse a estar equivocado. El militante autómata prefiere otra cosa: la certeza total, el enemigo claro, la narrativa cerrada. Claro que esto no es exclusivo de un sector político. Hay autómatas de derecha, de izquierda y del centro. En tiempos de redes sociales, donde el algoritmo premia la reacción rápida y no la reflexión profunda, el militante autómata prolifera. Porque tuitear es más fácil que argumentar. Porque repetir es más cómodo que comprender. Pero lo político, lo verdaderamente político, ocurre cuando alguien se detiene a pensar. Cuando se incomoda. Cuando se atreve a cuestionar incluso al espacio al que pertenece. La democracia necesita militantes críticos, no máquinas de propaganda. Porque sin pensamiento, no hay militancia. Hay teatro. Y el país, créanme, no necesita más actores leyendo guiones ajenos.Ver más
PENSAR DISTINTO NO DEBERÍA SER UN ACTO DE CORAJEPor Dani Lerer En la Argentina de hoy, pensar distinto se convirtió —una vez más— en una forma de riesgo. Opinar, disentir o simplemente hacer una pregunta incómoda puede ser suficiente para que te etiqueten, te ataquen o te silencien. Lo que debería ser un ejercicio democrático básico se transforma en un acto de valentía. Y eso habla más de nosotros como sociedad que de quienes se animan a levantar la voz. Vivimos en tiempos donde la idea de debate fue reemplazada por la lógica del enemigo. No hay adversarios, hay traidores. No hay diferencias, hay amenazas. Y lo más grave: no hay matices, hay bandos. La democracia exige algo que estamos perdiendo de vista: aceptar que el otro puede pensar distinto sin que eso lo convierta en un enemigo. Esta intolerancia no es patrimonio exclusivo de un sector. La cultura del "o estás conmigo o estás contra mí" se expandió como un virus. Las redes sociales lo potencian, pero no lo crean. Lo que está en juego es mucho más profundo: la posibilidad de convivir con la disidencia sin apelar a la violencia simbólica —o física—. ¿Por qué tanta gente se siente con derecho a callar al otro, a gritarle, a escracharlo, a desearle lo peor solo por tener otra mirada? ¿Qué nos pasó como sociedad para que el pensamiento crítico sea visto como una amenaza en lugar de una necesidad? En muchos sectores de la política, de los medios y de la vida pública en general, se instaló un discurso único: la idea de que solo hay una forma válida de interpretar la realidad. Lo demás es ignorancia, mala fe o complicidad con "el enemigo". Así, no hay discusión, hay imposición. No hay diálogo, hay propaganda. Y en ese clima, la democracia se empobrece. La violencia contra el que piensa distinto no siempre se expresa con golpes. A veces viene en forma de ironías constantes, de cancelaciones encubiertas, de escraches selectivos, de silencios cómplices. Y, sobre todo, de miedo. Miedo a decir lo que uno realmente piensa. Miedo a ser expulsado del grupo, del espacio, del debate. Defender el derecho a opinar —aunque no estemos de acuerdo con esa opinión— no es un gesto de simpatía. Es un principio democrático. Porque hoy silencian a uno, pero mañana te puede tocar a vos. La salida no es callarse. La salida es hablar más, con respeto, con argumentos, con coraje. Y sobre todo: escuchando. Porque el día que dejemos de escuchar al que piensa distinto, ya no vamos a estar discutiendo ideas. Vamos a estar enterrando, sin darnos cuenta, a la democracia misma.Ver más
EL SILENCIO ENSORDECEDOR DEL MILEÍSMO CON ROVIRA Y LOS SENADORES MISIONEROSPor Dani Lerer El estruendo suele venir tanto del ruido como del silencio. Esta semana, el oficialismo libertario hizo mucho ruido contra el PRO, una vez más. Pero el verdadero escándalo fue lo que no dijeron: ni Javier Milei, ni sus funcionarios, ni sus militantes más ruidosos dedicaron una sola palabra de condena a Carlos Rovira y a los dos senadores misioneros que, con su cambio de voto a último momento, hicieron caer Ficha Limpia en el Senado. La ley que prometía sacar de la cancha a los políticos corruptos, fue boicoteada en la cara de todos. Y sin embargo, el silencio. ¿Dónde quedaron los leones? ¿Dónde quedó el discurso de la lucha contra la casta? Parece que hay castas que son más tolerables que otras, sobre todo cuando esos votos se necesitan para negociar gobernabilidad. Porque mientras el mileísmo denunciaba “la casta” con una mano, con la otra sellaba pactos con los mismos feudos que perpetúan la impunidad en las provincias. El caso de Misiones es emblemático. Carlos Rovira —que lleva décadas manejando la provincia con mano de hierro desde las sombras— logró el silencio del oficialismo nacional. Hay poderes reales a los que Milei no se anima a desafiar, o no quiere. Y no se trata de una distracción. Se trata de una decisión política. El mileísmo eligió mirar para otro lado. Eligió callar. Eligió que la coherencia quede relegada cuando hay negociaciones por detrás que requieren dejar pasar ciertos “detalles”. Como si la corrupción no mereciera indignación si viene disfrazada de gobernabilidad. Mientras tanto, los cañones siguen apuntando al PRO, el único partido que, con todas sus contradicciones, intentó mantener una coherencia institucional en el Congreso. Desde la presidencia de la Cámara de Diputados hasta la Ley Bases, el PRO acompañó con responsabilidad. ¿Y la respuesta? Desprecio, ataques y operaciones. No sorprende. Desde hace meses, la estrategia del oficialismo parece clara: convertir al PRO en enemigo útil. Pelearse con el que más se le parece para ocupar su lugar. Y así, con cada embestida discursiva, el libertarismo busca vaciar al PRO desde adentro, mientras se abraza, en los hechos, con quienes representan lo peor de la política del interior. La pregunta es cuánto tiempo más se puede sostener esta doble moral. ¿Cuánto más va a bancar la sociedad que se ataque al que acompaña y se justifique al que traiciona? Porque si los valores son negociables y la vara cambia según la conveniencia, entonces el relato de la “nueva política” se desmorona solo. Resulta difícil no preguntarse si la bronca libertaria con el PRO responde más a una estrategia electoral que a una diferencia ideológica. Tal vez en el mileísmo ya hicieron las cuentas y saben que su futuro político depende de devorar al PRO para quedarse con sus votos. Pero si ese es el plan, deberían al menos sincerarlo. Porque lo que no se tolera es la doble vara: gritar “¡la casta!” mientras se negocia con ella en silencio. La política argentina está llena de contradicciones, pero pocas son tan evidentes como esta. Y el electorado no es tonto: tarde o temprano, también empieza a escuchar los silencios.Ver más
ISRAEL NO ES PERFECTO. PERO SUS ENEMIGOS SON GENOCIDASPor Dani Lerer Desde hace décadas, Israel carga con una doble vara. Se le exige comportarse como una democracia escandinava mientras enfrenta enemigos que no creen en la democracia, ni en los derechos humanos, ni en la vida de sus propios ciudadanos. Es criticado por responder a ataques que ningún otro país toleraría y, cada vez que se defiende, se lo acusa de "exceso", "desproporción", o directamente, de "genocidio". Pero la realidad es mucho más simple y brutal: Israel no es perfecto. Pero sus enemigos son genocidas. No lo digo como una metáfora. Lo dicen los propios documentos fundacionales de Hamás, lo repiten a diario los líderes del régimen iraní y lo corean sin pudor en las manifestaciones donde se queman banderas israelíes y se glorifica el 7 de octubre como un acto de “resistencia”. Para ellos el problema es la existencia misma del Estado judío. A Israel se le exige que negocie con quienes no aceptan su derecho a existir. Que abra pasos fronterizos con un territorio gobernado por una organización que secuestra a sus civiles. Que se comporte como Suiza mientras vive en el vecindario más volátil del planeta. ¿Hace cosas mal Israel? Por supuesto. Como cualquier Estado, comete errores políticos, militares y morales. Tiene gobiernos que dividen, políticas internas cuestionables y decisiones que merecen crítica. Pero hay una diferencia abismal entre eso… y comparar a Israel con una maquinaria genocida. Hamás no quiere un Estado palestino al lado de Israel. Quiere un Estado palestino en lugar de Israel. Esa es su causa. Y cualquiera que marche con ellos, que los justifique o que repita su relato, está avalando no una lucha por derechos sino un plan de aniquilación. Decir esto no es cerrar el debate, es abrirlo con honestidad. Israel no es perfecto. Pero si sus enemigos ganan, no habrá paz, ni democracia, ni derechos humanos. Solo ruinas, silencio y muerte. Esa misma lógica de odio, por cierto, hoy no se limita a Medio Oriente. Se exporta. Se cuela en universidades de élite, en ONGs, en parlamentos y en redes sociales, donde el antisemitismo reaparece con una mezcla de lenguaje inclusivo y simbología medieval. Lo que antes se gritaba con antorchas, hoy se tuitea con emojis. Y frente a eso, quedarse callado es complicidad. Criticar a Israel está bien. Exigirle estándares altos también. Pero ignorar quiénes son sus enemigos, lo que realmente quieren y el precio que pagarían millones si lo logran, no es neutralidad. Es rendición disfrazada de virtud.Ver más
FICHA SUCIAPor Dani Lerer El gobierno de Javier Milei acaba de dinamitar una de las pocas iniciativas que había logrado consenso transversal en la sociedad: la Ley de Ficha Limpia. Lo hizo de una manera tan burda como eficaz. Mientras montaban un show mediático para fingir apoyo, operaban en silencio para asegurarse de su caída. Durante semanas, los voceros libertarios exigieron que el Senado tratara de una vez el proyecto y destacaban la importancia de su aprobación. Pero cuando finalmente llegó el momento de votar… dos senadores misioneros que vienen votando con el oficialismo se dieron vuelta: Claudio Arce y Sonia Rojas Decut. Ambos habían manifestado públicamente su apoyo. Todo indicaba que iban a votar afirmativamente. Sin embargo, a la hora clave, cambiaron su posición. Siempre respaldan al oficialismo: lo hicieron en votaciones clave y vienen alineándose en casi todas las decisiones relevantes para el gobierno. ¿Qué pasó esta vez? Hicieron lo mismo, votaron con el gobierno, es decir, votaron en contra ficha limpia, para que los Senadores de LLA votasen a favor y pudieran luego victimizarse. La caída de Ficha Limpia no fue un accidente. El gobierno ya había demorado su tratamiento en varias oportunidades. Fue todo parte del mismo guion: decir una cosa, hacer otra. Y hay otro dato inquietante. En paralelo a este operativo de sabotaje, la causa "Libra" no pierde fuerza. Una investigación sensible que roza al propio Milei, a su hermana Karina y a otros funcionarios de primera línea. ¿Es casual que justo ahora se frene Ficha Limpia? ¿O fue parte de un pacto silencioso para evitar complicaciones judiciales? Cada vez son más evidentes los gestos de entendimiento entre Milei y el kirchnerismo duro. Ficha Limpia era un símbolo. Y eligieron enterrarlo juntos. Y hay algo más. Apenas fracasó la votación, los libertarios salieron en manada a agitar el fantasma de Cristina. La usaron como chivo expiatorio y —sobre todo— como combustible para su campaña. Milei necesita a Cristina enfrente. La quiere como rival. En esa línea, que Cristina sea candidata es funcional. Y que Ficha Limpia caiga… también. Hay algo que empieza a volverse habitual en esta gestión: el doble discurso. Mientras flamean la bandera de la transparencia, operan desde las sombras para protegerse. Y en el medio, queda la sociedad, cada vez más frustrada, viendo como el cambio fue apenas una puesta en escena y como la casta goza de buena salud.Ver más
EL KIRCHNERISMO COMO ESTRUCTURA DELICTIVAPor Dani Lerer “El kirchnerismo no dejó delito sin cometer. No son políticos que se corrompieron. Son delincuentes que llegaron al poder”. La frase incomoda, pero sintetiza una verdad que muchos todavía eligen esquivar. Porque no se trata sólo de corrupción. No se trata de sobres, valijas o empresarios amigos. El kirchnerismo, en su núcleo más íntimo, funcionó como una organización criminal con objetivos políticos. Durante años, buena parte del periodismo y la política trató de encuadrar lo que ocurría dentro del esquema clásico de “corrupción estructural”. Esa idea cómoda según la cual todos los gobiernos roban, pero algunos “además hacen”. Esa lógica, casi resignada, sirvió como anestesia. Pero lo del kirchnerismo fue distinto. No fue una degeneración del poder. Fue el poder tomado, desde el inicio, por personas que entendían al Estado como una herramienta para enriquecerse, blindarse y perpetuarse. Néstor Kirchner asumió la presidencia con una obsesión: que la política sea negocio. Desde Santa Cruz trajo su manual. Caja, lealtad, miedo. No formó un gabinete: armó una maquinaria. Su legado más duradero no fue un modelo económico, ni un pacto social. Fue una matriz: el poder como botín. Cristina profundizó esa lógica con un relato de impunidad. El “relato nacional y popular” no fue sólo un discurso ideológico: fue un escudo. Mientras se apropiaban de la obra pública, del transporte, de la energía, del fútbol, de la justicia y hasta del Indec, tejían un relato épico que convertía a los denunciantes en enemigos del pueblo. La causa Vialidad, el escándalo de los bolsos de López, Hotesur, Los Sauces, el pacto con Irán, el asesinato de Nisman: cada expediente judicial no fue una excepción, sino una pieza más del sistema. Pero el kirchnerismo no robó solo plata. Robó tiempo. Robó instituciones. Robó generaciones enteras de argentinos que aprendieron a desconfiar de todo, menos del líder. Construyó un país donde robar no era pecado, si el que robaba decía estar del lado “correcto” de la historia. Y todo se volvió relativo: la justicia era "lawfare", los medios eran “concentrados”, la inflación era “psicológica”, la pobreza era “invisible” o “culpa del macrismo”. Hoy, con Cristina acorralada por la justicia y en su ocaso político, el relato se sostiene por inercia. Pero la estructura está vacía. La Cámpora es una máquina sin motor. El PJ, una carcasa que ya no canta la marcha. Y los que antes callaban por conveniencia, hoy ensayan autocríticas tibias, tardías, recicladas. Decir que el kirchnerismo fue una asociación ilícita no es exageración. Es apenas la descripción más precisa que permite la ley. Por eso molesta. Porque desnuda una verdad incómoda: no fueron políticos corrompidos. Fueron delincuentes que llegaron al poder. Y lo usaron, sin pudor, para quedarse con todo.Ver más