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El caos como estrategia populista
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Por Dani Lerer
Hay una escena que se repite, casi con coreografía predecible: el presidente o el ministro que dice una barbaridad, la militancia que reacciona con entusiasmo, la oposición que se indigna, los medios que amplifican, las redes que hierven. Todo parece espontáneo, caótico, absurdo. Pero no lo es.
Detrás del aparente desmadre del carnaval populista hay método. Lo que parece caos, muchas veces es estrategia. Y lo que se presenta como un movimiento desordenado de masas, tiene en realidad dirección: la de quienes diseñan y operan la maquinaria del caos.
No hablo de un grupo secreto reunido en un sótano, aunque en algunos casos no estamos tan lejos. Hablo de una maquinaria cada vez más sofisticada, que combina viejas recetas de propaganda con nuevas herramientas de manipulación. Ideólogos que entienden de relatos, expertos en psicología de masas, community managers con formación política, y cada vez más, científicos de datos que saben cómo intervenir quirúrgicamente en la conversación pública.
El populismo contemporáneo, lejos de ser un fenómeno improvisado, es en gran parte un producto diseñado. Como una campaña publicitaria o una serie adictiva, tiene una narrativa central, personajes reconocibles, antagonistas funcionales y un objetivo claro: el poder.
Quienes manejan la maquinaria del caos no buscan la verdad. Buscan eficacia. Y para eso, moldean realidades emocionales. No importa si algo es cierto: importa si se viraliza. No importa si una medida fracasa: importa si se la puede contar como épica. No importa si el país se hunde: importa si se logra instalar que la culpa es del otro.
El relato kirchnerista es un ejemplo casi de manual. Mientras la inflación devoraba salarios y las estadísticas sociales se desplomaban, había un ejército de comunicadores, algunos pagos y otros fanatizados, que no descansaban. Fabricaban enemigos internos y externos. Reescribían la historia tantas veces como fuese necesario. Ensayaban constantemente nuevas formas de victimización. Todo con el mismo objetivo: sostener una identidad emocional que no se rinde ante los datos.
La novedad de esta etapa es la incorporación de tecnologías antes reservadas para el marketing de consumo. Plataformas que segmentan audiencias al detalle, algoritmos que testean qué indignación rinde más, inteligencia artificial al servicio de generar contenidos masivos en tiempo real. La posverdad dejó de ser una amenaza abstracta: es una industria.
Hay algo más inquietante todavía. El caos, en estos regímenes, no es un problema a resolver: es un entorno a cultivar. Porque en la confusión, en la sobredosis de estímulos, en la saturación de escándalos, es más difícil pensar, discernir, oponerse. El caos abruma. Y en ese ruido, la maquinaria opera con mayor libertad.
El desafío, entonces, es doble. Primero, reconocer la ingeniería detrás del desorden. Segundo, construir una narrativa alternativa que no dependa de las mismas armas. Una contrainteligencia democrática que no solo denuncie el artificio, sino que restituya la posibilidad de hablar con hechos, con razones, con decencia.
No alcanza con indignarse. Hay que entender cómo funciona la máquina si queremos desactivarla.
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