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EL GOBERNADOR DEL RELATO EN UNA PROVINCIA QUE SE HUNDE

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Por Dani Lerer Axel Kicillof insiste en ocupar el rol de guardián ideológico del kirchnerismo, pero la provincia que gobierna arde: crece la inseguridad, se repiten las inundaciones y escasean las obras. Detrás del discurso, hay gestión ausente. En la provincia de Buenos Aires, la inseguridad dejó de ser un problema para convertirse en un modo de vida. Robos a plena luz del día, entraderas, homicidios en el conurbano profundo y una policía más temida que confiable. Mientras tanto, el gobernador Axel Kicillof sigue gestionando desde la épica: recorre actos, levanta banderas ideológicas, habla de soberanía y derechos. Pero no responde —ni siquiera simula hacerlo— ante los problemas reales y urgentes de los bonaerenses. La semana pasada, por enésima vez, municipios enteros quedaron bajo el agua. Calles convertidas en ríos, vecinos evacuados, casas sin luz, micros varados en la ruta. ¿Qué hizo la provincia en todos estos años para prevenirlo? Nada sustancial. Cero planificación hidráulica. Cero control urbano. Cero inversión en infraestructura estructural. Solo parches y promesas recicladas. Las inundaciones no son una catástrofe climática, son una muestra más de una gestión que no invierte donde tiene que invertir. Porque Kicillof habla de derechos, pero no garantiza el más básico: vivir seco, seguro y sin miedo. En paralelo, la ola de delitos crece sin freno. Los delincuentes ya no necesitan esconderse, actúan a la vista de todos y sin temor alguno. Nada de esto ameritó una palabra oficial. Ni un plan, ni un anuncio, ni siquiera un gesto. Solo silencio. La inseguridad, parece, no entra en el relato. Kicillof sigue gobernando con los códigos de una Facultad: el valor de las palabras por sobre los hechos, la lealtad doctrinaria por encima de la eficacia. Pero la provincia no es un centro de estudiantes. Es un territorio herido, postergado y mal gestionado. Y lo que duele no es solo el crimen o el agua que no drena: es la ausencia del Estado, en contraposición al Estado presente que pregona el gobernador. En estos más de cinco años de gestión, el gobernador no resolvió una sola de las grandes deudas estructurales bonaerenses. No mejoró el transporte. No reordenó la policía. No modernizó la administración. No urbanizó asentamientos. No diseñó un plan hídrico. No ejecutó una política seria contra el delito. Lo que sí hizo: conferencias, carteles, subsidios, homenajes, spots. Pero la desconexión no es solo con los problemas: también con el mapa real de la provincia. Porque el gobernador recorre universidades, ferias del libro y actividades con sindicatos, pero rara vez pisa Pergamino, Azul o General Villegas. El interior bonaerense —productivo, fiscalmente clave, olvidado— apenas figura en su agenda. No hay plan para caminos rurales, para infraestructura agroindustrial, para frenar la sangría de pymes o para mejorar conectividad. Es el conurbano o nada. Y dentro del conurbano, sólo donde hay votos seguros o aliados ideológicos. El resto de la provincia, como sus problemas, queda fuera del campo visual. No hay visión integral, ni estrategia de desarrollo, ni vocación de sumar a quienes piensan distinto. Gobernar se volvió una práctica defensiva, reactiva, encapsulada. Una provincia gobernada a control remoto desde la Universidad de las Madres o desde un Zoom con estudiantes militantes. Pero cada kilómetro alejado del relato es un kilómetro donde la gestión no llega. El gobernador de la provincia de Buenos Aires administra pobreza sin voluntad de revertirla. Y todo eso lo hace envuelto en el lenguaje de los “derechos” y la “justicia social”, palabras cada vez más vacías para quien vive con miedo, con barro y con rabia. En definitiva, el relato no se cayó. El relato se sigue usando. Pero ya no alcanza. Porque el agua entra igual. Porque el celular igual te lo roban. Porque los pibes igual dejan la escuela. Porque la policía igual no llega. Porque la dignidad no se declama: se garantiza con hechos. Y los hechos, en la provincia de Buenos Aires, son devastadores. La provincia no necesita un mártir del kirchnerismo: necesita un gobernador. Y rápido.
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