El contenido a publicar debe seguir las normas de contenido caso contrario se procederá a eliminar y suspender la cuenta.
¿Quiénes pueden ver este post?
Selecciona los planes que van a tener acceso
EL PROBLEMA NO ES EL LÁTIGO, SINO QUIÉN LO EMPUÑA
Cargando imagen
Por Dani Lerer
En Argentina, el problema no es el autoritarismo. El problema es quién lo ejerce.
Tenemos una curiosa habilidad para detectar “derivas autoritarias” cuando las ejerce el otro. Nos rasgamos las vestiduras, denunciamos fascismos, citamos a Hannah Arendt de memoria. Pero cuando el látigo lo empuña alguien que nos gusta, alguien que dice las palabras correctas y promete combatir a los enemigos que hemos elegido, entonces lo llamamos "liderazgo", "decisión", "coraje político".
Este doble estándar no es nuevo, pero en los últimos años se ha profundizado. Lo vimos en los años del kirchnerismo, donde el verticalismo, el desprecio por los organismos de control y el uso de la maquinaria estatal como herramienta de presión eran celebrados por buena parte de la militancia como señales de fortaleza. Lo vemos hoy, con un nuevo oficialismo que llegó con la promesa de demoler el statu quo, y que encuentra en el ejercicio brutal del poder —y en el desdén por las formas— una virtud, no un defecto.
Lo más inquietante es cómo esta lógica se extiende más allá de la política. Artistas, comunicadores y periodistas terminan siendo abanderados de los autoritarismos que sienten propios. Algunos militan con fervor el culto a la figura del líder popular, justificando atropellos en nombre de una supuesta justicia social. Otros se abrazan al mesianismo liberal y celebran la demolición institucional como si fuera una hazaña épica. Cambian los discursos, los gestos y hasta los silencios, según quién esté en el poder. La crítica no es un principio, es una herramienta que se activa o se apaga según la camiseta que lleve el que manda.
Hay una frase que se repite en muchos círculos: “Yo prefiero un autoritario que haga lo que hay que hacer, antes que un tibio que no cambie nada”. Es el resumen perfecto del pragmatismo ciego. Lo que importa no es el sistema de reglas, los contrapesos institucionales o la calidad del debate público. Lo que importa es que gane el mío, y que lo haga rápido.
Este modo de pensar —emocional, binario, irreflexivo— transforma la democracia en una guerra de trincheras. Todo lo que hace mi bando está justificado porque el otro es peor. Se pierde la crítica interna, se justifica lo injustificable. Y el resultado es previsible: cada cambio de gobierno se vive como una refundación, como un ajuste de cuentas, como una revancha.
En el fondo, buena parte del país no tiene un problema con el autoritarismo. Tiene un problema con el autoritarismo ajeno. De ahí que haya “autoritarios buenos” —los que me representan— y “autoritarios malos” —los que me amenazan—. Pero el daño no depende de quién lo haga, sino de qué se está haciendo.
El desprecio por las formas, por la ley, por la institucionalidad, no es una anécdota. Es el síntoma de una cultura política dañada, donde el poder vale más que el principio, y la urgencia siempre justifica el atropello. Una cultura que no cree en la democracia como sistema de reglas compartidas, sino como una herramienta para imponer la propia visión del mundo.
Hasta que no rompamos con esa lógica tribal, Argentina va a seguir girando en círculos. Celebrando cada nuevo César mientras carga en la espalda las ruinas que dejó el anterior.
Ver más
Compartir
Creando imagen...
¿Estás seguro que quieres borrar este post?
Debes iniciar sesión o registrarte para comprar un plan