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LA DISTORSIÓN DE LA REALIDAD COMO ESTRATEGIA POLÍTICA

Por Dani Lerer En la Argentina de hoy, ya no sorprende que la política se haya convertido en una competencia por ver quién distorsiona mejor la realidad. Lo alarmante no es solamente que los líderes mientan, sino la facilidad con la que esas mentiras son aceptadas, defendidas e incluso celebradas por sus seguidores. Vivimos en un país donde un dirigente puede decir algo el lunes y contradecirse el miércoles sin que eso genere el más mínimo costo político. Y no estoy hablando de interpretaciones ideológicas ni de diferencias de enfoque. Hablo de hechos. Datos verificables. Registros públicos. Videos, discursos, estadísticas oficiales. Todo está ahí, a la vista de quien quiera mirar. Pero parece que pocos quieren. Y no se trata de un color político, ni de un cargo específico. Desde diputados hasta concejales, desde candidatos presidenciales hasta voceros de campaña, el arte de mentir se ha transformado en una herramienta cotidiana. Se construyen relatos con frases cortas, efectistas, diseñadas para viralizarse antes de que alguien tenga tiempo de verificar si son ciertas. Gran parte de este fenómeno se explica por el sesgo de confirmación: la tendencia humana a buscar, interpretar y recordar información que confirme nuestras creencias preexistentes. En lugar de evaluar un dato con objetividad, lo adaptamos a lo que ya pensamos. Así, si un político de "los nuestros" dice algo, lo tomamos como verdad, sin cuestionar. Pero si lo dice alguien del otro bando, lo descartamos automáticamente, aunque esté documentado. Este sesgo, potenciado por los algoritmos de las redes sociales, nos encierra en burbujas donde siempre tenemos razón, y donde cualquier contradicción es vista como un ataque. Y ahí es donde entra la posverdad: ese fenómeno en el que los hechos objetivos valen menos que las emociones, los relatos o las creencias personales. La verdad se vuelve irrelevante si no encaja con lo que quiero sentir. Prefiero una mentira que me entusiasme antes que una verdad que me incomode. Y ese terreno, donde lo emocional triunfa sobre lo real, es el hábitat perfecto para el político que necesita manipular sin que nadie lo cuestione. La lealtad a un referente político ha reemplazado a la búsqueda de la verdad. La consigna es simple: “Si lo dijo mi dirigente, debe ser cierto. Y si no lo es, igual lo defiendo.” Esa ceguera voluntaria se convierte en el mejor combustible para quienes hacen de la manipulación su principal herramienta de poder. Y mientras tanto, la verdad pierde valor. Se convierte en una opción más, en una versión entre tantas, en algo relativo. Los periodistas que intentan poner datos sobre la mesa son tildados de militantes. Los expertos, de “acomodados”. Los hechos, de “operaciones”. La desinformación no solo prolifera: se institucionaliza. El problema no son solo los que mienten. Es también una parte importante de la sociedad que elige ser cómplice, que prefiere la comodidad de la tribuna antes que la incomodidad de contrastar versiones, de aceptar que quizás su líder no dice la verdad. Que quizás no todo es tan blanco o negro como le gustaría creer. El día que empecemos a valorar la verdad por encima de la camiseta, quizá tengamos una chance. Hasta entonces, seguiremos atrapados en un loop de mentiras, donde los políticos se ríen de nosotros, y nosotros —en lugar de enojarnos— aplaudimos.
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