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PENSAR DISTINTO NO DEBERÍA SER UN ACTO DE CORAJE

Por Dani Lerer En la Argentina de hoy, pensar distinto se convirtió —una vez más— en una forma de riesgo. Opinar, disentir o simplemente hacer una pregunta incómoda puede ser suficiente para que te etiqueten, te ataquen o te silencien. Lo que debería ser un ejercicio democrático básico se transforma en un acto de valentía. Y eso habla más de nosotros como sociedad que de quienes se animan a levantar la voz. Vivimos en tiempos donde la idea de debate fue reemplazada por la lógica del enemigo. No hay adversarios, hay traidores. No hay diferencias, hay amenazas. Y lo más grave: no hay matices, hay bandos. La democracia exige algo que estamos perdiendo de vista: aceptar que el otro puede pensar distinto sin que eso lo convierta en un enemigo. Esta intolerancia no es patrimonio exclusivo de un sector. La cultura del "o estás conmigo o estás contra mí" se expandió como un virus. Las redes sociales lo potencian, pero no lo crean. Lo que está en juego es mucho más profundo: la posibilidad de convivir con la disidencia sin apelar a la violencia simbólica —o física—. ¿Por qué tanta gente se siente con derecho a callar al otro, a gritarle, a escracharlo, a desearle lo peor solo por tener otra mirada? ¿Qué nos pasó como sociedad para que el pensamiento crítico sea visto como una amenaza en lugar de una necesidad? En muchos sectores de la política, de los medios y de la vida pública en general, se instaló un discurso único: la idea de que solo hay una forma válida de interpretar la realidad. Lo demás es ignorancia, mala fe o complicidad con "el enemigo". Así, no hay discusión, hay imposición. No hay diálogo, hay propaganda. Y en ese clima, la democracia se empobrece. La violencia contra el que piensa distinto no siempre se expresa con golpes. A veces viene en forma de ironías constantes, de cancelaciones encubiertas, de escraches selectivos, de silencios cómplices. Y, sobre todo, de miedo. Miedo a decir lo que uno realmente piensa. Miedo a ser expulsado del grupo, del espacio, del debate. Defender el derecho a opinar —aunque no estemos de acuerdo con esa opinión— no es un gesto de simpatía. Es un principio democrático. Porque hoy silencian a uno, pero mañana te puede tocar a vos. La salida no es callarse. La salida es hablar más, con respeto, con argumentos, con coraje. Y sobre todo: escuchando. Porque el día que dejemos de escuchar al que piensa distinto, ya no vamos a estar discutiendo ideas. Vamos a estar enterrando, sin darnos cuenta, a la democracia misma.
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