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"Conductor designado".- de Leonardo Romani
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“Conductor designado”.- de Leonardo Romani
Tengo un buen grupo de amigos. Un heterogéneo conjunto de almas errantes que han sabido mantenerse cerca pese a nuestras diferencias y errores.
Uno de esos amigos es Diego, mecánico de profesión, doble de riesgo de todas nuestras películas de acción y lateral derecho con buena pegada (cada vez que puede recuerda orgulloso aquel tremendo gol que supo hacer de volea desde afuera del area). Diego es también mi conductor designado. En él y sólo él confié mi regreso a casa luego de todas esas noches donde después del que debería haber sido el último trago vinieron dos o tres tragos más.
Fueron cientos de veces las que Diego me dejó en la puerta de mi casa, decenas en las que subió conmigo en el ascensor y me ayudó a abrir la puerta del departamento y no menos de tres las que incluso me tuvo que acostar en mi cama. "Boca abajo, por las dudas” decía él. “No vaya a ser que te unas al club de los 27”.
Diego es tan fanático de la saga de “Rocky” y “Mad Max” como de Madonna y los Pet Shop Boys. Sí, eso es posible y lo confirma cada vez que nos juntamos. Cada vez que nos juntábamos en realidad.
Hace un buen tiempo que no nos vemos. Por culpa de este maldito virus ya va un largo rato que no nos vemos, ni con mis amigos ni con nadie. Hace mucho que las caras llegan hasta la mitad. No hay sonrisas y apenas vemos ojos tristes y la estúpida nariz de alguno que todavía no sabe como usar un barbijo.
Es que cuando parecía que la cosa aflojaba surgieron nuevas cepas y la añorada “normalidad” se alejó hasta perderse en la bruma.
Una nueva y estricta cuarentena se había decretado por el término de 60 días (las cuarentenas ya no duran cuarenta días). Todo estaba cerrado, los negocios, las plazas, los colegios, los edificios públicos, las rutas y los accesos. Todo menos las heridas.
Nos fuimos resignando y las juntadas en el taller de Diego o en un café dejaron su lugar a reuniones virtuales, cada uno mirando una pantalla y tomando un trago sin hielo y con gusto a poco. La vida misma tenía gusto a poco a través de las pantallas. Es que ahora los abrazos y los besos matan. Abrazos de Judas, besos mafiosos.
Diego no participaba de esas reuniones virtuales. Odiaba la tecnología y cada vez que podía nos gritaba que todos esos supuestos avances sólo empeoraron nuestras vidas. Diego extraña los cassettes y las biromes, el cine sin comida y los autos con cajas de cambio manuales.
Coincido con Diego. Por eso ese viernes pedí un permiso especial para llevar mi auto a reparar y fui a su taller a visitarlo. Necesitaba contarle que mi abuelo estaba muy enfermo y tenía miedo de no volver a verlo. Ya no quedaba nada por hacer y sus médicos le permitieron irse a su casa a esperar el final. Yo quería estar a su lado, verlo al menos una última vez, pero los controles policiales me lo impedían.
Diego me abrazó y yo le pedí que a la noche se sentara frente a su computadora para compartir un trago al menos de esa forma. Aceptó y me tuve que quedar dos horas explicándole como conectarse mientras él se quejaba.
Pasadas las once de la noche ya estábamos todos conectados. Entre bebidas de distintos colores hablábamos uno arriba del otro de temas varios, todos menos Diego, que justo ahora me llamaba al teléfono celular. Antes de saludarme me gritó “¡no anda esta porquería!”. Repasamos las indicaciones y finalmente su imagen y su voz ronca aparecieron en uno de los cuadritos de la pantalla de mi computadora.
“Odio esto” fue su saludo al resto del grupo. La pasamos bastante bien un buen rato pero en algún momento de la noche no pude evitar mencionar a mi abuelo y mi miedo a no volver a verlo.
-Che ¿El que está enfermo es tu abuelo bueno o tu abuelo malo? -me preguntó Diego acercándose exageradamente a la pantalla y evidenciando el total desconocimiento de la ubicación del micrófono. No voy a entrar en detalles pero toda persona que me quiere y que me escucha cuando hablo sabe que de mis cuatro abuelos sólo conocí a tres y que de esos tres sólo quise a uno. Ese era el que estaba enfermo.
-El bueno –contesté.
La charla siguió triste unos minutos hasta que uno de los muchachos se bajó los pantalones mostrando más de lo debido y nadie (me incluyo) pudo contener la risa. En ese momento Diego aprovechó y se desconectó. Todos pensamos que había tocado algo por error, pateado algún cable durante la carcajada o simplemente no aguantó más y se fue a dormir.
Serían más o menos las dos de la mañana cuando sonó el timbre de mi casa.
-Vamos -fue lo único que dijo Diego por el portero eléctrico. Y fuimos.
Diego recordaba la dirección exacta desde una noche en la cual mi avanzado estado de ebriedad me llevó a tomar la decisión de no volver a la casa de mis padres y refugiarme cobardemente en lo de mi abuelo. Me explicó que iba a ir “por adentro” y que no deberíamos tener problemas en llegar, pero que no iba a poder cruzar las vías porque había retenes policiales en cada paso a nivel. El resto del camino iba a tener que hacerlo yo sólo y a pie, pero sólo eran un par de cuadras.
Nunca supe que fue lo que ocurrió, nunca supe como pasamos los controles policiales, tampoco pregunté. Preferí imaginarme a Diego impactando a toda velocidad las vallas de contención y eludiendo con temerarias maniobras al volante a los móviles policiales hasta perderlos de vista. Como en “Mad Max”, aunque con música de Madonna sonando a todo volumen.
Lo único que sé con certeza es que otra vez yo había tomado demasiado y me dormí en el auto, que Diego me acostó al lado de mi abuelo, "boca abajo por las dudas” y que cuando desperté ya no estaba allí.
FIN
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