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Leonardo Romani

Arte
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"Probabilidades"

“Probabilidades”.- de Leonardo Romani David siempre fue malo para la matemática. No puede decirse que las odia porque ni siquiera llega a entenderlas. Para odiar a algo o a alguien debemos tener algún justificativo, un porqué. De no tenerlo nuestro odio será tan sólo un desprendimiento caprichoso e infantil. Por eso resulta falaz afirmar que David odia a la matemática. Simplemente porque jamás llegó a entenderlas. De primero a quinto año se llevó la materia a marzo y nadie sabe bien como hizo para aprobar en dicha instancia. Así fue como eligió la carrera de Derecho, la cual le aseguraba ver la menor cantidad de números posibles en su vida. Pero de vez en cuando la matemática se empeñaban en meterse un rato en la vida de David, de jodidas que son nomás. Esa es una de las razones por las que toma whisky sólo y sin hielo. Es que fueron varias las veces que intentando prepararse un trago confundía las proporciones de bebidas blancas y jugos, despertando a la mañana siguiente en un calamitoso estado en el piso de la casa de sus padres o en una plaza dependiendo la calidad de las bebidas. Todos los días las matemática nos encuentran. Todos los días calculamos las chances de quedar afuera del mundial de fútbol, o la cantidad de harina de un bizcochuelo, o cuan ricos seríamos si no hubiésemos comprado esa bicicleta fija. Es cierto que aquellos que compartan la falencia detallada con David perderán mucho dinero mientras miran con la boca abierta y expresión taciturna las distintas promociones en los supermercados, pero es muy probable también que sean adorados por taxistas, mozos y repartidores de pizzas cuando sus propinas excedan por mucho los usos y costumbres. Sin embargo, y contradiciendo al emperador Augusto, se puede vivir perfectamente sin saber matemáticas. Si no me creen pregúntenle a David, a quien esa grotesca ignorancia que lo acompañó a través de los catetos e hipotenusas de su vida un día se mezcló con toda la ironía de este mundo, una buena dosis de sarcasmo, dos terceras partes maldad y una doceava parte de suerte para preparar un licuado exquisito que David bebió una noche. La noche, al menos hasta hoy, más memorable de su vida. Es que la vida tiene esas cosas, cuando uno cree que logró un buen lugar en la mesa se puede quebrar una de las patas de nuestra silla. Pero hay veces que cuando llegamos ya no hay lugar ni silla para sentarnos, pero de golpe la mesa entera se desploma y toda la comida se va directo al piso para que se deleite todo aquel que sea más rápido que la lamida del Diablo. Es que aquella noche, única e inflamable, vino justo después de la última clase en la Facultad de Derecho. Esa noche en la cual David se acercó a Valeria, la morocha más linda de toda la universidad, la invitó a salir y ella aceptó sin dudarlo y entusiasmada ante la sorpresa de sus tres amigas. Esas tres amigas a las que un rato antes nuestro héroe vivo (“bah, el único” diría entre dientes el Indio Solari) les había preguntado cuales eran las probabilidades de que Valeria aceptara salir con él. Esas mismas tres amigas que luego de mirarlo y mirarse le contestaron “olvidate, tenés un uno por ciento de chances de que salga con vos”. Pero David no entendió nada, y fue. FIN
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"Mala memoria".- de Leonardo Romani

“Mala memoria”. - de Leonardo Romani Paula siguió los consejos de sus dos mejores amigas y decidió estirar la decisión de con quien quedarse entre los dos chicos que había conocido con apenas unas semanas de diferencia. Es que no sabía si optar por el desempeño horizontal de uno o los abrazos tibios del otro. Durante casi un año salió con los dos, y algunas veces también fueron tres en el cine, ella, uno de los chicos y la culpa. Pero un error de cálculo y su mala memoria a la hora de las excusas la llevó a que una de sus amigas consejeras cumpliera años dos veces seguidas y el novio que identificaremos con la letra “A” se dio cuenta que algo no andaba bien. La citó una tarde en una plaza y, tras un breve pero preciso interrogatorio, a Paula no le quedó otra que contar la verdad y perder la mitad de los besos semanales. “Ojalá te enamores”, le dijo “A” con un nudo en la garganta que luego se mudaría al pecho de Paula. Un nudo que no pudo desatar por un largo rato. Sintió que “A” era mucho mejor persona que ella y le deseaba lo mejor pese a todo. Creyó que le deseaba todo el amor que ella no pudo darle, pero no. Por decantación Paula siguió su noviazgo con el chico al que identificaremos con la letra “B”. Todo iba más que bien y la relación y los domingos se fueron poniendo cada vez más serios. Paula no tuvo dudas y creyó que el destino había hecho lo suyo, enamorándola completamente de “B”. Eran tal para cual, almas gemelas que se completaban y que, si todavía se hicieran ese tipo de cosas, habrían tallado sus nombres en todos los árboles de todos los parques. Tan parecidos, tan perfectos juntos, que no sólo compartían los gustos por el helado y las películas de terror, también compartían la mala memoria. Pasaron tres años hasta que Paula entendió que aquel “ojalá te enamores” no se trató del deseo altruista y desprendido de alguien que la quería pese a todo. Esas tres palabras entrecortadas no significaban otra cosa que el voraz apetito de venganza de un corazón depredador y malherido. Un viernes por la noche, sola y luego de ducharse en el departamento en el cual ya convivía con “B”, Paula repasó algunas fechas y conversaciones y rompió en llanto. Es que mientras Paula cepillaba su cabello castaño, "B" estaba festejando el cumpleaños de su mejor amigo por tercera vez en el año. FIN
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"Hasta que la muerte (o algo) nos separe".- de Leonardo Romani

“Hasta que la muerte (o algo) nos separe”.- de Leonardo Romani La historia, se sabe, la escriben los que ganan. Pero en esta no hubo un ganador, esta historia trata de un empate. Un empate en ese juego diabólico que comienza cuando dos personas que alguna vez se amaron, pasan a odiarse. En la mañana del 22 de octubre de 2021 decenas de móviles de televisión y radio y un centenar de vecinos se amontonaron en la puerta de la casa de Triunvirato 451, Localidad de Temperley, Provincia de Buenos Aires. La noticia que los periodistas deseaban cubrir y lo vecinos comentar era la muerte, con tan sólo unos minutos de diferencia, de un matrimonio de octagenarios muy querido en el barrio. Alfonso y Carmen habían fallecido en el transcurso de la madrugada prácticamente en el mismo momento según la rigidez de sus cuerpos. Llevaban casados 53 años y entre otros iban a llorarlos tres hijos (dos varones y una mujer) y siete nietos (cinco varones y dos mujeres). “Un amor eterno”, “Juntos hasta el final” y “Un amor para toda la vida” fueron algunos de los cursis y obvios zócalos con los que los productores de televisión enmarcaron las historias que los periodistas contaban de Alfonso y Carmen como si los conocieran de toda la vida. No los conocían, para nada. Nadie podía llegar a imaginar, ni siquiera sus hijos y mucho menos sus nietos, que hacía demasiado tiempo que Alfonso y Carmen habían entendido que eso que creyeron sesenta años atrás que era amor tan sólo fue un poco de cariño, y que cuando esa cucharada de aprecio se perdió dentro de ese guiso de resignación, miedo y letanías, lentamente tomo el sabor y la textura del odio. Y no nos engañemos, el odio suele ser mucho más divertido si se practica con precisión y buen gusto. “O nos casamos o nos separamos” le había dicho Carmen a Alfonso una tarde de verano, más aburrida que enamorada. Y se casaron. Pero las soporíferas salidas dominicales de novios pronto fueron reemplazadas por una convivencia fantasmagórica donde muchas veces ni siquiera se sentían venir el uno al otro. Apenas habían pasado un par de años cuando fue Alfonso el que apostó a la libertad y perdió cuando soltó un sábado por la mañan el ultimátum “o tenemos un hijo o nos separamos”. Al año nació el hijo mayor, al que llamaron Gustavo. Tres años después, cuando Carmen volvió a dormir más de cuatro horas de corrido, pudo volver posar su mirada en la de su marido y le fue imposible recordar porque lo había elegido a él en lugar del petisito morocho que trabajaba en la verdulería y siempre le cobraba un poco menos antes de invitarla a salir. "O le buscamos un hermanito a Gustavo o nos separamos” dijo una noche lluviosa de otoño mientras escuchaban tangos en la radio y casi exactamente nueve meses antes que naciera María Inés. El próximo turno le tocaba a Alfonso, los argumentos iban volviéndose menos contundentes y los herederos ya eran tres. Luego de unos días de quejarse por no poder leer el diario tranquilo o tropezarse con algunos juguetes escupió que “o nos mudamos a una casa más grande o nos separamos”. Así fue como compraron la casa de Triunvirato 451, con la venta de la antigua casa, unos pocos ahorros y la ayuda de ambos suegros. En esa casa fue donde deambularon errantes toda su vida, odiándose lo suficiente como para quedarse al lado del otro haciéndole miserable la vida. No hubo infidelidades, ni violencias, ni traiciones, tan sólo desprecio y desdén. Es que muy probablemente se odiaron a sí mismos mucho antes de odiarse entre ellos. Odiaron toda su cobardía, su desgano y sus decisiones. Quizás la única decisión que disfrutaron fue la que tomaron ayer por la noche, mientras perdían sus miradas en el fondo de un plato de comida desabrida. Esa decisión que los periodistas y los vecinos, ni siquiera sus hijos y mucho menos sus nietos, jamás podían llegar a imaginar. Eso que resolvieron hacer como una muestra de respeto hacia el rival, justo después que Carmen lo mirara a Alfonso y le dijera “o nos morimos o nos separamos”. FIN
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"Orden y progreso".- de Leonardo Romani

"Orden y progreso".- de Leonardo Romani Hay cosas buenas, y de las otras. Pero también hay cosas que tienen casi idénticas proporciones de alegría y de tristeza. Cosas agridulces, como esa salsa de color radioactivo que traen con la comida china y que nadie sabe que contiene. Majo preparaba la comida en silencio, un par de horas atrás había retado mucho a Catalina. Catalina tiene siete años, una edad difícil (¿hay alguna que no lo sea?), en la que las ganas de tomar su propias decisiones y la lógica carencia de algunas aptitudes generan a diario situaciones que ponen la paciencia de los padres a prueba. La de Majo ya se había agotado esa tarde y la televisión no volvería a encenderse en el canal de los dibujitos favoritos de Catalina, al menos hasta que la pequeña ordenara su habitación. Cualquiera que sea, o intente, criar a un niño sabe bien que muchas veces ese tipo de órdenes genera efectos contrarios. Es perfectamente natural que los niños no tengan la capacidad de ordenar a esa edad, o al menos de hacerlo bien. Pueden intentarlo pero en la mayoría de los casos el resultado es un nuevo desorden administrado y muchas veces más difícil de arreglar que el caos original. Sin embargo, a menudo se recomienda se encarguen este tipo de tareas a los infantes para que sus limitaciones y los problemas que encuentren durante el desarrollo de la labor sea parte del aprendizaje y por supuesto también para que valoren más el trabajo de los adultos. Así fue como Majo trozaba un pollo en ocho, pelaba papas y precalentaba el horno con los desordenados ruidos provenientes de la habitación de Catalina de fondo. De vez en cuando Majo sonreía cuando escuchaba que algo se caía o que la pequeña mascullaba algunas palabras entre dientes. Majo dudó en agregar un par de cebollas cortadas a la asadera, a ella le gustaba el aroma que le daban al pollo pero Catalina las odiaba y removerlas de su plato era siempre fastidioso. Además le irritaban mucho los ojos y la hacían llorar más que a cualquier otra persona. Aún dudaba si agregar o no las cebollas a la preparación cuando escuchó que la televisión se encendía en el cuarto de su hija a todo volumen. En seguida esos inconfundibles sonidos de dibujos animados y la risa más linda de todas, la de Cata, se metieron a la cocina sin pedir permiso. En cinco firmes, rápidos y parentales pasos Majo ya estaba en la pequeña habitación pintada de violeta. Catalina, sus dos trenzas, y su sonrisa incompleta estaban sentadas en el piso mirando los dibujitos. Majo abrió grande su boca para dar inicio a lo que sería una nueva y enorme reprimenda pero no pudo soltar ninguna palabra. La habitación, aunque con algunas decisiones discutibles, estaba perfectamente ordenada. Los libros en la biblioteca, los juguetes en los baúles rosas de plástico y los peluches perfectamente acomodados sobre la cama. Majo volvió a la cocina en silencio. Mientras miraba las cebollas, intactas aun en el canasto de las verduras, dejo caer un par de lágrimas. FIN
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"Punk rock".- de Leonardo Romani

"Punk rock”.- de Leonardo Romani Entre los 14 y los 18 años de edad Matías escuchó prácticamente sólo bandas de punk, de punk rock en realidad (no es lo mismo se preocupó en aclarar Matías durante todos esos años). Sex Pistols, Ramones y The Clash al principio, pero cuando se sintió capaz de participar de los pogos se compró todos los discos de Attaque 77 y no se perdió casi ningún concierto. La lenta pero inevitable transformación en un burgués común y corriente lo fue llevando a escuchar todo tipo de música a excepción de reggaetón. Nunca, jamás, ni en una fiesta Matías iba a mover su cuerpo al ritmo de un reggaetón, se lo había jurado a él mismo y pensaba cumplirlo. Pero más allá de que sus listas de reproducción se iban volviendo cada vez más heterogéneas y contradictorias, su corazón seguía latiendo al ritmo de los bicordes distorsionados de esa cercana adolescencia que se resistía a terminar y se escondía detrás de canciones de punk rock. Hacía más de tres meses que Matías quería ir a tomar algo con Carolina, una chica morocha y alta que trabajaba de recepcionista en la empresa del padre de Matías y a la que este iba tres veces por semana a realizar tareas de cadetería. A Carolina se le fueron acabando las excusas al mismo tiempo que le crecían las ganas de aceptar las invitaciones de Matías. Así fue que un viernes de abril le dijo que no podía ir al cine porque iba a ver la banda del hermano de una amiga, unos pocos segundos después le preguntó si quería acompañarla. Matías aceptó inmediatamente. -¿Te gusta el punk? –le preguntó Carolina. -Casi exclusivamente –respondió Matías. -Lo único que te voy a pedir es que no me mientas –se apuró a plantar bandera la morocha con cara de fastidio -odio que me mientan. Matías le pidió permiso para usar la computadora de la recepción y luego de aporrear un par de teclas y mover apurado el mouse abrió en el modo de pantalla completa una foto de la tapa de “Trapos” de Attaque 77, un disco en vivo que la banda dedicó a sus fans y en la cual no sólo sus seguidores eligieron todos y cada uno de los temas que sonaron sino que en la portada la banda posó con todo su público detrás. Unos movimientos más con el ratón bastaron para que Matías le mostrara a Carolina que el aparecía en esa imagen, con el puño derecho en alto y la cara desorbitada. Carolina sonrió y le anotó la dirección del pub donde iban a tocar un par de horas más tarde “Los Exiliados”. -A las once en la puerta –fue lo único que agregó. A pesar de estar un poco fuera de ritmo Matías pasó dignamente el recital. Sólo cayó al piso dos veces durante ese único pogo que duró todo el show sin interrupción alguna y hasta pudo, a puro codazo, comprar cervezas dos veces en la barra para tomarlas con Carolina, despampanante en musculosa blanca, jeans claritos y zapatillas de lona. Volvieron caminando luego del concierto (de los recitales se vuelve caminando). Matías la acompañó a Carolina hasta la casa. Eran unas veinte cuadras que las caminaron todas repasando los detalles del show. Matías se mostraba contento y tarareaba el hit de la banda, aunque no recordaba bien la letra, Carolina reía y disimuladamente acercaba sus caderas a las de Matías en clara señal de comodidad. En la puerta de su casa Carolina jugó con las llaves más de diez segundos, Matías interpretó correctamente la señal y le dio un beso más largo que la mayoría de las canciones de “Los exiliados”. Después del beso Carolima abrió la puerta para entrar a su casa. -¡Pará! –la detuvo Matias-. Me pediste una sola cosa y no puedo no cumplirla. Me pediste que no te mienta. Flaca, la banda que vimos hoy es horrible. Esos pibes son malos en serio, suenan como si cada uno tocara un tema distinto y las letras parecen panfletos de una lista del centro de estudiantes de un colegio secundario. El bajista se quedó dormido al tercer tema y ni ellos de dieron cuenta, lo despertaron cuando se bajaron del escenario. Son quizás la peor banda de música que escuché en mi vida. Carolina detuvo el sincero discurso con una desquiciada seguidilla de besos que fueron acompañados con algunas perceptibles caricias por debajo de la remera de Matías a la altura del abdomen. - Yo no entiendo nada de punk. Ni siquiera escucho punk, o rock. Pero ni mi amiga va a ver al hermano porque dice que tocan tan mal que prefiere escuchar a dos perros peleando. Yo sólo quería alguien que me acompañara y que no me mienta ¿Nos vemos mañana? - Si, si por supuesto –respondió Matías -¿Qué te gustaría hacer? -A mí me encanta el reggaetón, escucharlo y bailarlo. Mañana hay una fiesta en La Plata que solo pasan reggaetón y voy a ir con amigas. ¿Querés venir? ¿Te gusta el reggaetón? -Si… por supuesto que voy… me encanta el reggaetón. FIN
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"Crayones".- de Leonardo Romani

“Crayones”.- de Leonardo Romani 1 Pilar tenía tres años cuando la madre le dijo con un tono mas que sugestivo “¿por que no vas a pintar con la vecinita del C?”. Pilar abrió los ojos marrones todo lo que pudo, dio media vuelta y dio catorce pequeños pasos hasta el departamento donde vivía Carolina. Llevó consigo unas cuantas hojas de papel y crayones de todos los colores que guardó en una bolsita de tela roja. Tocó el timbre y esperó mirando, sin pestañear ni una sola vez, la letra “C” de bronce que le daba personalidad a la puerta, veintitrés segundos después abrió la madre de Carolina. Pilar no dijo nada, entró directamente sin saludar y se sentó en el comedor, que era a la vez sala de estar, desplegó todos los crayones cuidadosamente, sacó una hoja y se puso a dibujar lo que dibujan todos los nenes de su edad, una casa, un sol, y una familia sonriente. A los tres minutos y veinte segundos apareció Carolina, se sentó junto a Pilar y sin desperdiciar las pocas palabras que ambas sabían decir, se pusieron a dibujar, juntas, iban a ser las mejores amigas de por vida, sin volver a separarse. 2 Cuando Santiago llegó, antes de besar a Daniela, preguntó por Pilar. “¿No es tarde para que esté en la casa de los vecinos? Quizás esa gente quiere cenar o estar solos”, le dijo a Daniela mientras se sacaba los zapatos con una mueca de dolor un tanto exagerada, como si los zapatos fueran nuevos (lejos estaban de serlo). -Necesito hablar con vos, no se si es tarde, no me importa. -Tuve un día espantoso nena– esquivó Santiago sin mirarla. Daniela rompió en llanto, al mismo tiempo sonó el teléfono. Santiago corrió a atenderlo como si esperara una llamada importante. Deseó que fuera algo importante. -Tu mama... le dijo. Daniela prácticamente le arrancó el tubo de las manos. Durante la conversación telefónica Santiago se fue a la cocina y se preparó algo para comer, fiambres y un poco de pan, como para aguantar hasta la cena. Escuchaba a Daniela decirle a la madre que “si, ya se, pero que querés que haga” y cosas como esa. “Es mi marido”, escuchó mientras mordía un pedazo de queso. Tomó un repasador y el vaso de gaseosa que estaba tomando y fue a sentarse al living, al lado de Daniela, que sólo decía que “si” y que “no” y lloraba mientras él comía un trozo de jamón. Daniela cortó el teléfono, miró a Santiago con tristeza y se quedaron sentados juntos un rato para empezar a separarse para siempre. 3 Ya era de noche y decidieron ir a buscar a Pilar a la casa de Carolina. Era muy chiquita, no tenía sentido explicarle, él iba a viajar (por trabajo) pero volvería pronto. Fue él a buscarla, Daniela se quedó preparando la cena, la última cena. Santiago caminó los 8 pasos hasta el departamento “C” (sus pies ganaban mucho más terreno a cada paso que los de Pilar), y tocó el timbre con tristeza. A los veintitrés segundos se abrió la puerta y la mamá de Carolina le devolvió a Pilar con tres palabras. “Es una santa”. Pilar tenía una sonrisa para cuatro comensales y una hoja con un dibujo que no pudo esperar para mostrarle. Una mamá, un papá, y una nena, un sol grande y algo que no se sabía bien que era pero tenía que ser un perro. Santiago no lloraba nunca. 4 Santiago abrió la puerta y se quedó mirando a Daniela, Pilar corrió a mostrarle su dibujo a la mamá, que lo observó durante varios minutos hasta que una lágrima se le escapó y dio justo en el centro de la hoja. Santiago y Daniela se miraron e hicieron una mueca con las comisuras de sus labios, antes de sonreír. La que habló fue ella. “De criadero no, uno de la calle. ¿Me escuchaste?” FIN
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"Prefiero no saber".- de Leonardo Romani

“Prefiero no saber”.- de Leonardo Romani Ana fuma un cigarrillo en la puerta de su casa, un PH, de esos con pasillos muy largos. El departamento que Ana compartía con dos amigas y una de sus hermanas era el último. Ana era la única de las cuatro que fumaba, debía hacerlo afuera, en la calle, en la puerta. Y ahí estaba Ana y su cigarrillo cuando doblando la esquina apareció Martín corriendo desesperadamente. En una pitada y media Martín ya estaba en la puerta de la casa. -Dejame entrar- le dijo en un tono amenazante y repitió -dejame entrar flaca- casi gritando, pero Ana no se asustó, lo miró con sus enormes ojos marrones y le dio otra pitada a su cigarrillo. Despojada de todo posible temor se tomó un par de segundos para mirarlo a Martín, que transpiraba, desencajado y exhausto y ahora la agarraba fuerte del brazo izquierdo. Le pareció lindo. Le gustó. Se sorprendió, se avergonzó por pensar en si Martín era lindo o feo en el medio de una situación como esa. Por la misma esquina doblan ahora dos policías corriendo desesperadamente, tardan dos pitadas hasta la puerta de la casa de Ana y se detienen abruptamente. -¿Todo bien señorita? Estamos persiguiendo a un masculino. ¿Todo bien? –gritan los policías mirando mal a Martín apuntando sus armas al piso. -Todo bien, es mi novio- dice Ana, y los dos policías salen nuevamente corriendo, antes les sugieren entrar a la casa. -Gracias- le dice Martín, sorprendido, asustado. -Hice algo malo flaca- agrega. -Prefiero no saber- sólo responden Ana y su cigarrillo. Martín mira a los costados muy nervioso. -Debería rajar de acá, gracias, soy Martín, me salvaste. ¿Cómo te llamas? -Ana - Ana, lindo nombre. Sos linda Ana. ¿Sabías? - No sé. - Che, no soy un mal tipo. ¿No querés que salgamos algún día? - No sé. No. Mejor no. -La podemos pasar bien, en serio. ¿No crees que la podemos pasar bien? - Prefiero no saber… A la noche Ana, su hermana y sus dos amigas miran televisión sentadas en la mesa de la cocina, los platos sucios todavía están en la mesa con los restos de las milanesas y el puré de papas, algo grumoso, que preparó la hermana de Ana. Termina el programa de entretenimientos que no entretenía a nadie y comienza el noticiero con un avance de lo más destacado del día. Habían abatido a un delincuente a pocas cuadras de la casa de las chicas. Huía de la policía luego de asaltar un negocio de ropa en donde había golpeado salvajemente al dueño por resistirse a entregar el dinero, el tipo del local estaba grave producto de los golpes en la cabeza que el delincuente le había dado. -Martín Otero, de 24 años de edad murió producto de un disparo calibre 9 milímetros tras un enfrentamiento con la policía –decía con una voz que no le pertenecía el conductor del noticiero. Mostraban una foto de Martín, seguramente obtenida de sus redes sociales. -Lindo pibe, fachero –dice la hermana de Ana. ¿Te imaginas tener un novio ladrón? ¿Se imaginan salir con ese bombón pero que sea delincuente? ¿Cómo será Ana? -Prefiero no saber… FIN
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"Tres abrazos".- de Leonardo Romani

“Tres abrazos”.- de Leonardo Romani En mi vida he recibido tres abrazos fundamentales. Abrazos distintos y especiales entre miles de abrazos de gol, de reencuentro, de festejo, de contención. Tres entre todos. Tres abrazos disímiles también entre ellos mismos, por duración, firmeza, por quien me los daba, por su carácter, su olor, su origen y su desenlacé. Tres abrazos. Se perfectamente que no significan nada para el resto de la humanidad, no son ni el abrazo del Arroyo Monzón ni el de Maipú ni el de Maquinhuayo. Pero significan todo para mí, mi vida (o al menos tres hitos que la cambiaron para siempre) entre mis brazos y otros tres pares de extremidades. El primero de ellos me lo dio mi padre al fallecer mi abuelo. Tenía apenas 14 años y era mi primera muerte, y era mi abuelo favorito. Ese que es tu cómplice y hace todas esas cosas que te ponen en peligro, desde indigestarte con golosinas a dejarte jugar con el revolver ese que guardaba en la mesita de luz. Un abrazo raro, para analizar un largo rato, la duración y las lágrimas de mi viejo me contaban que lo que mi padre realmente necesitaba era alguien que lo abrazara y no abrazar a alguien. Pero bueno, al primero que se cruzó mi viejo en el pasillo del hospital fui yo y tuvo que abrazarme, porque también ese momento significaba que dejaba de ser hijo para convertirse en padre para siempre, tan sólo en padre. El segundo no era ni el de Pablo Picasso ni el de Juan Genovés. Fue el que me dio Martín, en Madrid, cuando nos vimos después de diez años de que se fuera del país a tratar de volver a comer todos los días, aunque sea en Madrid. No nos pudimos soltar por diez minutos en el medio del aeropuerto y con mis valijas en el piso, una llena de ropa y otra llena de dulce de leche, yerba para el mate y alfajores. Por suerte Martín ya comía todo lo que quería y era todo tan rico que me quedé a desayunar, almorzar y cenar con él varios años. En una de esas comidas la conocí a Isabel y todo tuvo mejor sabor desde aquel día que ella comenzó a salpimentarme las noches. El tercero, el último, es el que me dio ayer nada más y nada menos que Isabel. Después de decirme lo mucho que me quería, de desearme suerte y de repetir por cuarta vez que no me guarda rencor. Claro que no me guarda rencor, no puede guardarme nada, no tiene espacio. Su valija (maleta dice ella) la llenó con todo el amor que sintió alguna vez por mí, y ya no siente. No siente nada, ni rencor. Por eso puede decirme que me quiere, que me desea suerte y que “un día de estos no vemos y tomamos un café”. No nos vamos a ver, lo sé. Y yo no tomo café, tomo mate, pero la yerba de la valija que traje se acabó hace un par de años. Quizás ya sea tiempo de volver a buscar otro abrazo por ahí. FIN
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"Conductor designado".- de Leonardo Romani

“Conductor designado”.- de Leonardo Romani Tengo un buen grupo de amigos. Un heterogéneo conjunto de almas errantes que han sabido mantenerse cerca pese a nuestras diferencias y errores. Uno de esos amigos es Diego, mecánico de profesión, doble de riesgo de todas nuestras películas de acción y lateral derecho con buena pegada (cada vez que puede recuerda orgulloso aquel tremendo gol que supo hacer de volea desde afuera del area). Diego es también mi conductor designado. En él y sólo él confié mi regreso a casa luego de todas esas noches donde después del que debería haber sido el último trago vinieron dos o tres tragos más. Fueron cientos de veces las que Diego me dejó en la puerta de mi casa, decenas en las que subió conmigo en el ascensor y me ayudó a abrir la puerta del departamento y no menos de tres las que incluso me tuvo que acostar en mi cama. "Boca abajo, por las dudas” decía él. “No vaya a ser que te unas al club de los 27”. Diego es tan fanático de la saga de “Rocky” y “Mad Max” como de Madonna y los Pet Shop Boys. Sí, eso es posible y lo confirma cada vez que nos juntamos. Cada vez que nos juntábamos en realidad. Hace un buen tiempo que no nos vemos. Por culpa de este maldito virus ya va un largo rato que no nos vemos, ni con mis amigos ni con nadie. Hace mucho que las caras llegan hasta la mitad. No hay sonrisas y apenas vemos ojos tristes y la estúpida nariz de alguno que todavía no sabe como usar un barbijo. Es que cuando parecía que la cosa aflojaba surgieron nuevas cepas y la añorada “normalidad” se alejó hasta perderse en la bruma. Una nueva y estricta cuarentena se había decretado por el término de 60 días (las cuarentenas ya no duran cuarenta días). Todo estaba cerrado, los negocios, las plazas, los colegios, los edificios públicos, las rutas y los accesos. Todo menos las heridas. Nos fuimos resignando y las juntadas en el taller de Diego o en un café dejaron su lugar a reuniones virtuales, cada uno mirando una pantalla y tomando un trago sin hielo y con gusto a poco. La vida misma tenía gusto a poco a través de las pantallas. Es que ahora los abrazos y los besos matan. Abrazos de Judas, besos mafiosos. Diego no participaba de esas reuniones virtuales. Odiaba la tecnología y cada vez que podía nos gritaba que todos esos supuestos avances sólo empeoraron nuestras vidas. Diego extraña los cassettes y las biromes, el cine sin comida y los autos con cajas de cambio manuales. Coincido con Diego. Por eso ese viernes pedí un permiso especial para llevar mi auto a reparar y fui a su taller a visitarlo. Necesitaba contarle que mi abuelo estaba muy enfermo y tenía miedo de no volver a verlo. Ya no quedaba nada por hacer y sus médicos le permitieron irse a su casa a esperar el final. Yo quería estar a su lado, verlo al menos una última vez, pero los controles policiales me lo impedían. Diego me abrazó y yo le pedí que a la noche se sentara frente a su computadora para compartir un trago al menos de esa forma. Aceptó y me tuve que quedar dos horas explicándole como conectarse mientras él se quejaba. Pasadas las once de la noche ya estábamos todos conectados. Entre bebidas de distintos colores hablábamos uno arriba del otro de temas varios, todos menos Diego, que justo ahora me llamaba al teléfono celular. Antes de saludarme me gritó “¡no anda esta porquería!”. Repasamos las indicaciones y finalmente su imagen y su voz ronca aparecieron en uno de los cuadritos de la pantalla de mi computadora. “Odio esto” fue su saludo al resto del grupo. La pasamos bastante bien un buen rato pero en algún momento de la noche no pude evitar mencionar a mi abuelo y mi miedo a no volver a verlo. -Che ¿El que está enfermo es tu abuelo bueno o tu abuelo malo? -me preguntó Diego acercándose exageradamente a la pantalla y evidenciando el total desconocimiento de la ubicación del micrófono. No voy a entrar en detalles pero toda persona que me quiere y que me escucha cuando hablo sabe que de mis cuatro abuelos sólo conocí a tres y que de esos tres sólo quise a uno. Ese era el que estaba enfermo. -El bueno –contesté. La charla siguió triste unos minutos hasta que uno de los muchachos se bajó los pantalones mostrando más de lo debido y nadie (me incluyo) pudo contener la risa. En ese momento Diego aprovechó y se desconectó. Todos pensamos que había tocado algo por error, pateado algún cable durante la carcajada o simplemente no aguantó más y se fue a dormir. Serían más o menos las dos de la mañana cuando sonó el timbre de mi casa. -Vamos -fue lo único que dijo Diego por el portero eléctrico. Y fuimos. Diego recordaba la dirección exacta desde una noche en la cual mi avanzado estado de ebriedad me llevó a tomar la decisión de no volver a la casa de mis padres y refugiarme cobardemente en lo de mi abuelo. Me explicó que iba a ir “por adentro” y que no deberíamos tener problemas en llegar, pero que no iba a poder cruzar las vías porque había retenes policiales en cada paso a nivel. El resto del camino iba a tener que hacerlo yo sólo y a pie, pero sólo eran un par de cuadras. Nunca supe que fue lo que ocurrió, nunca supe como pasamos los controles policiales, tampoco pregunté. Preferí imaginarme a Diego impactando a toda velocidad las vallas de contención y eludiendo con temerarias maniobras al volante a los móviles policiales hasta perderlos de vista. Como en “Mad Max”, aunque con música de Madonna sonando a todo volumen. Lo único que sé con certeza es que otra vez yo había tomado demasiado y me dormí en el auto, que Diego me acostó al lado de mi abuelo, "boca abajo por las dudas” y que cuando desperté ya no estaba allí. FIN
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