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"Tres abrazos".- de Leonardo Romani
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“Tres abrazos”.- de Leonardo Romani
En mi vida he recibido tres abrazos fundamentales. Abrazos distintos y especiales entre miles de abrazos de gol, de reencuentro, de festejo, de contención. Tres entre todos.
Tres abrazos disímiles también entre ellos mismos, por duración, firmeza, por quien me los daba, por su carácter, su olor, su origen y su desenlacé. Tres abrazos.
Se perfectamente que no significan nada para el resto de la humanidad, no son ni el abrazo del Arroyo Monzón ni el de Maipú ni el de Maquinhuayo. Pero significan todo para mí, mi vida (o al menos tres hitos que la cambiaron para siempre) entre mis brazos y otros tres pares de extremidades.
El primero de ellos me lo dio mi padre al fallecer mi abuelo. Tenía apenas 14 años y era mi primera muerte, y era mi abuelo favorito. Ese que es tu cómplice y hace todas esas cosas que te ponen en peligro, desde indigestarte con golosinas a dejarte jugar con el revolver ese que guardaba en la mesita de luz.
Un abrazo raro, para analizar un largo rato, la duración y las lágrimas de mi viejo me contaban que lo que mi padre realmente necesitaba era alguien que lo abrazara y no abrazar a alguien. Pero bueno, al primero que se cruzó mi viejo en el pasillo del hospital fui yo y tuvo que abrazarme, porque también ese momento significaba que dejaba de ser hijo para convertirse en padre para siempre, tan sólo en padre.
El segundo no era ni el de Pablo Picasso ni el de Juan Genovés. Fue el que me dio Martín, en Madrid, cuando nos vimos después de diez años de que se fuera del país a tratar de volver a comer todos los días, aunque sea en Madrid. No nos pudimos soltar por diez minutos en el medio del aeropuerto y con mis valijas en el piso, una llena de ropa y otra llena de dulce de leche, yerba para el mate y alfajores. Por suerte Martín ya comía todo lo que quería y era todo tan rico que me quedé a desayunar, almorzar y cenar con él varios años.
En una de esas comidas la conocí a Isabel y todo tuvo mejor sabor desde aquel día que ella comenzó a salpimentarme las noches.
El tercero, el último, es el que me dio ayer nada más y nada menos que Isabel. Después de decirme lo mucho que me quería, de desearme suerte y de repetir por cuarta vez que no me guarda rencor. Claro que no me guarda rencor, no puede guardarme nada, no tiene espacio. Su valija (maleta dice ella) la llenó con todo el amor que sintió alguna vez por mí, y ya no siente. No siente nada, ni rencor. Por eso puede decirme que me quiere, que me desea suerte y que “un día de estos no vemos y tomamos un café”. No nos vamos a ver, lo sé. Y yo no tomo café, tomo mate, pero la yerba de la valija que traje se acabó hace un par de años.
Quizás ya sea tiempo de volver a buscar otro abrazo por ahí.
FIN
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