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El fútbol se refugia en las selecciones
“Uno juega mejor con sus amigos. Ellos serán generosos, lo ayudarán, lo comprenderán, lo alentarán y lo perdonarán. Un equipo de hombres que se respetan y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los amigos, que la victoria con extraños o indeseables”. Esta verdad, que el Negro Dolina explicaba en sus “Instrucciones para elegir en un picado,” se guarda en el inconsciente de cada futbolista, ya sea que esté jugando por el asado en el barrio o la final de la UEFA Champions League en Wembley.
En un fútbol que cotiza en bolsa, se han ido perdiendo los rasgos de pertenencia. Camisetas, escudos, estadios, nombres, competencias, todo se puede vender al mejor postor. El último caso fue el de Newcastle United, cuyos hinchas celebraron cómo un título que su club lo comprase un fondo de inversión Saudí, no solo por el fin de la tiranía de Mike Ashley sino pensando que de esta forma vendrían estrellas y títulos al estilo del Manchester City, sin pensar que podría terminar como el Racing Santander.
Con todos los “clubes-estado” y tantos otros pertenecientes a holdings o multimillonarios, las competencias se han ido transformando en torneos empresariales con poco más de emoción que un intercountry de los sábados. Los protagonistas están ahí, los hinchas están ahí, pero hay un aura de emoción que se ha ido perdiendo con el correr de los años. Es todo mucho más burocrático, frío, ajeno. Como si fuéramos visitantes de un exclusivo museo en el que podemos ver las obras desde lejos y sin tocar porque el dueño no quiere cerca a la chusma, cuando el fútbol es arte callejero y participativo.
Este aburguesamiento también lo han sentido los propios futbolistas. “Wales. Golf. Madrid. In that order” fue la famosa bandera que Gareth Bale junto a sus compañeros de selección mostraron. Lo que el compañero Bale quiere expresar es: primero mis amigos, luego el hobby que me genera satisfacción y, por último, la empresa donde trabajo.
“Ponerse la camiseta de la empresa” es una frase que escuchamos muchos de parte de algún obsecuente superior que nos quiere motivar a que vayamos con ganas a ser explotados. Es difícil trasladar este concepto al fútbol porque, para el hincha, la camiseta de su club es el símbolo más sagrado de su vida. Sin embargo, para los futbolistas no es más que el trabajo que les paga el sueldo.
Desde la Ley Bosman en adelante, ha ido disminuyendo la cantidad de futbolistas que juegan para los clubes de los que son hinchas. Son profesionales y seres competitivos, buscarán ganar, pero sus sentimientos e intereses son diametralmente opuestos a los de los hinchas. Hacen su trabajo, como tú haces el tuyo.
El último refugio que queda del fútbol amateur, ese donde se ve al “futbolista-hincha,” son las selecciones. Allí los jugadores dejan de lado el dinero y juegan por la camiseta, por los suyos, por su barrio, su gente y por cumplir el sueño que tenían desde niños: ganar un mundial.
El chileno Eduardo Vargas o el alemán Lukas Podolski son ejemplos de jugadores que rendían mejor en sus selecciones que en sus clubes. Siempre hay un plus, como una llama interior que se enciende cuando escuchan el himno de su país. Lionel Messi hoy se le ve mucho más entusiasmado y enfocado cuando está en Argentina que en la luminosa París. Eden Hazard no se reiría al quedar afuera de una Euro como lo hizo cuando Chelsea eliminó a su Real Madrid. A pesar de las trabas que los clubes dueños de sus pases ponen para no cederlos a las fechas FIFA, su voluntad se termina imponiendo. Ese deseo de ir a jugar a la pelota con tus amigos, a pesar de que tus padres no te dejaran por tus bajas notas en la escuela.
Este será nuestro último bastión. Que la gente en San Juan pueda ver a Messi; la de Thies pueda ver a Sadio Mané o la de Edmonton a Alphonso Davies. Que nuestros ídolos estén en nuestras canchas y con nuestras camisetas y que no nos conformemos solo con verlos por la tele con elegantes ropas de trabajo. Disfrutemos del fútbol de selecciones. Disfrutemos del fútbol.
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