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La Invocación (Cuento)
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Facundo se despertó sudando y temblando. Era el segundo día que tenía fiebre y no parecía disminuir.
Los maldijo a todos. En especial se maldijo a sí mismo, por haber menospreciado las noticias que hablaban del virus.
Pero tenía que hacerlo, pensó. Desde hace veinte años, que había tomado la decisión de salirse de El Circulo. Ese grupo tan antiguo y poderoso al cual su familia había sido parte desde su fundación.
Una semana había pasado desde que la jefa de la organización Wynona Spells, le había comunicado que por favor fuera a Inglaterra. La reunión sería algo sencillo, con testigos que lo vieran firmar los contratos que lo liberarían a él de los compromisos que su familia había sostenido por tanto tiempo.
Facundo, ansioso por liberarse de cualquier cosa que lo atase al pasado, fue sin pensarlo en el primer vuelo directo a Londres. Ignorando los rumores de un virus que estaba empezando a hacer estragos en China.
—Esto no fue producto de mi descuido, ¡Estos hijos de puta me maldijeron! —gritó, apretando los puños.
Odiaba a todas las familias que pertenecían a El Circulo, en especial a los Spells.
Se levantó con dificultad y salió de la pieza. Caminó por el largo pasillo de la casona que estaba sumergida en un completo silencio.
Les había dado a todos los empleados la oportunidad de volver a sus casas, para prevenirlos de la pandemia.
Prendió el televisor. Las noticias hablaban de nuevos casos de contagio, y los primeros fallecidos. A juzgar por los informes, marcar el ciento siete era una sentencia de muerte.
¿Qué otra cosa podría hacer? Bastante suerte había tenido que, al bajar del avión, las cosas eran flexibles y le dijeron que pasara y por favor hiciera cuarentena.
Eso hizo. Lo primero fue comprar guantes y barbijo. Luego avisar a sus empleados de cómo iba a manejarse hasta controlar la situación y finalmente llegar a su casona alejada en Santa Clara Del Mar.
Facundo sabia, que algo iba mal desde que subió al avión en Londres. Pero, había algo más en su presentimiento. Y ese algo más se estaba expandiendo por su cuerpo. ¿Iba a morir? La idea le daba risa. Sería el primero en su familia, en siglos, en morir sin quererlo. No el más joven, pero si el primero en dejarse vencer por la muerte sin luchar o negociar.
Sus pasos lo llevaron al salón principal, donde tenía el teléfono fijo. Caminó hasta el viejo aparato, y levantó el tubo. Antes de marcar, posó sus ojos en el retrato familiar.
Contempló la figura de su padre. Fausto Lugones. Un hombre que había fallecido a la edad de 65 años. Frustrado, por no poder terminar el trabajo de toda su vida, sumado a la pérdida de su mujer Estefanía y su primer hijo Lucio, una noche decidió irse a dormir, para no despertar jamás.
Se quedó quieto y pensó en lo que estaba haciendo, y sintió vergüenza de el mismo. A pesar de estar en contra sobre el negocio de la familia, a pesar de sentirse orgulloso de finalmente romper los lazos con las familias europeas que componían El Circulo, sintió vergüenza por dejarse morir tan fácilmente. Su padre jamás habría permitido eso.
Las palabras fuertes de Fausto Lugones resonaron en su cabeza “Uno de los nuestros, siempre tendrá el poder de elegir como vivir y como morir”
Colgó el teléfono y se alejó hasta el patio. Había tomado una decisión.
A pesar del calor que sofocaba esa noche de a finales de marzo, la fiebre lo hacía temblar.
Caminó de manera trabajosa hasta llegar al galpón. El lugar estaba cerrado. Pero él no necesitaba de ninguna llave para abrirlo. Como si la puerta tuviera vida propia, y reconociera la presencia de su amo, se abrió al contacto de sus dedos con el picaporte.
Entró por primera vez en una década al lugar que había elegido para guardar las reliquias y los secretos familiares.
Facundo, había perdido el gusto y la confianza en las antiguas ciencias que habían hecho poderosa a su familia desde el suicidio de su hermano. Ese día, se dijo que todo ese poder estaba contaminado y que el precio a pagar por esos conocimientos, no era algo que valiera la pena.
Si su padre, tuvo alguna queja o protesta contra esta decisión, jamás lo expreso en vida, tampoco en muerte. En los papeles del testamento, todo quedaba en poder de Facundo. Eso era lo importante, ya que la familia Lugones estaba por encima de las leyes de Argentina, y sus asuntos se manejaban de manera diferente.
Facundo sabía que, al renunciar a las tradiciones familiares, se exponía a quedarse sin nada, y, sin embargo, se quedó con todo.
El lugar estaba lleno de polvo. Los empleados tenían prohibido entrar ahí. Todo estaba hecho un caos y al querer prender la luz, se dio cuenta que el foco se había quemado.
Maldijo en voz alta y cerró los ojos. Pensó en lo que necesitaría, creando en su mente las imágenes de los objetos que tenía que buscar, eso los atraería a el.
Recorrió el lugar y sacó en el siguiente orden: un cuchillo curvo, un libro de cuero gastado, tres frascos y luego los coloco en un bolso. Finalmente, sacó otro bolso lleno de velas.
Salió al patio y respiró el aire fresco. Dejó ambos bolsos en el suelo, porque le pesaban mucho. Descansó un segundo jadeando, y luego tomó el bolso con las velas.
Caminó hasta la parte del patio donde el terreno era llano y clavó las velas en la tierra con cierta prolijidad. Luego las prendió una por una. Al terminar, fue a buscar el segundo bolso. Abrió el libro y buscó los símbolos para invocar al Tercero.
Al ver la figura dibujada en el libro, se le aceleró el corazón. La última vez que había contemplado esa imagen, su hermano aún vivía. Y era a pedido de su hermano, que ambos habían trabajado para invocarlo. Se sacó ese recuerdo de la cabeza, si iba a hacer el ritual, su voluntad tenía que ser fuerte, o quien sabe lo que podría pasarle.
Trazó sobre el suelo con el cuchillo el sello número tres, el que había llamado el en su juventud.
Un círculo y las letras del nombre del tercer espíritu, en el orden de las agujas del reloj.
Otro circulo alrededor del nombre y dentro de este, el sello.
Un sello que se componía de cuatro círculos, tres cuadrados unidos por unas líneas verticales y los estandartes de tres triángulos invertidos.
Podía trazarlo, a pesar de la fiebre, porque lo que estaba haciendo era algo que jamás podía olvidar, algo que estaba arraigado en él.
El sello estuvo listo pronto; el esfuerzo, aunque fue mínimo, lo había agotado.
Solamente faltaba el triángulo el lugar donde iba a presentarse el tercero.
Miró el sello y supo que estaba todo encaminado. La luna brillaba en lo alto.
Agarró uno de los frascos y desparramó su contenido en forma de triángulo.
Mercurio, el favorito de los espíritus del bajo mundo.
Tomó los otros dos frascos y los vació por las líneas que había hecho en la tierra.
Sangre y oro, el tributo más preciado para los que cruzaban el otro plano.
Faltaba estar vestido de blanco, pero eso en este momento era imposible, así que se desnudó a pesar del frio, quedándose en ropa interior, lo único que tenia de color blanco.
Entró en el estado de focalización, a pesar de la fiebre que golpeaba su cuerpo y se arrodilló dentro, levantando el cuchillo sobre su cabeza, recitando las palabras de invocación.
Luego, esperó. Sabía que había funcionado, porque su cuerpo dejó de temblar, sabía que hasta que terminara la conexión, El Tercero no lo dejaría sufrir. A pesar de que los pasos, no tenían sonido, lo escuchó llegar. Había tomado la forma humana de una hermosa mujer. ¿Habría tomado esa forma la noche en que estuvo con su hermano?
En el triángulo, los pies descalzos no tocaban el suelo y flotaba. El cuerpo era pálido, y los ojos de un color rojo carmesí. A pesar de su belleza, el olor que emitía era repulsivo. El Tercero sonreía, mirando la escena, siempre estaba satisfecho cuando la invocación se realizaba como correspondía.
Facundo le ordenó obediencia. El demonio dejó caer parte de su sangre negra sobre el triángulo.
—Facundo —dijo el demonio con una voz suave—. Que mal estás.
—Lo sé.
—Vas a morir. ¿Por eso estoy acá?
—No voy a morir. Vos no vas a permitirlo.
—¿En serio? Pensé que te habías retirado. Pensé que …
—Silencio demonio.
El tercero hizo un gesto de disgusto, intentó levantar una de sus manos, pero Facundo bajó el cuchillo apuntándolo.
—No te olvides quien soy. El último de los Lugones. O preferís mi otro apellido, el apellido de mis ancestros.
—No—dijo el demonio mirándolo con desdén—. Sabes lo que sentimos por ese nombre.
—¡Entonces, habla cuando pida que hables!
El demonio asintió.
—¿Quién me maldijo?
—Nadie. No es una maldición lo que esta acabando con tu vida, es un nuevo tipo de peste.
—¿Quién trajo esta peste al mundo?
—Los humanos—respondió el demonio—. Al igual que todas las pestes.
—¿Fue uno de ellos? ¿Lo hicieron para castigarme?
—No. Pero la anciana sabía lo que estaba ocurriendo, sabia el potencial de la peste, y esperaba que enfermaras, esperaba que murieras. Nadie abandona El Circulo.
—¿Podés curarme?
—Claro que puedo curarte. Pero tiene su precio. Todo tiene su precio.
—¿Cuál es el precio por esto?
—Un alma.
¿Solo un alma? El precio le parecía demasiado poco, demasiado sencillo. A su hermano, por mucho menos, le había pedido más. Era cumplir esas demandas, lo que lo había llevado a quitarse la vida.
—¿Cuál alma?
—Quiero el alma de Wynona Spells.
—¿Qué? —preguntó sorprendido.
—Si —respondió el demonio con una sonrisa de satisfacción.
Wynona Spells. Le encantaría poder decirle que sí, le encantaría tener un motivo para matar a esa vieja anciana, pero hacerlo significaría declararle la guerra a El Círculo. Y las consecuencias podrían ser temibles.
El tercero, sabia, que podía haber dicho cien, mil o diez mil, que eventualmente él diría que sí. Conocía a su familia desde siglos antes de que Facundo naciera. Cuando el apellido familiar era Blacksmith y no Lugones. La supervivencia estaba instaurada en su sangre. Pero, pedir el alma de la persona, que en este momento era líder del circulo, era algo importante. Demasiado importante, para un demonio.
Apretó el cuchillo y enfocó su energía. El Tercero abrió los ojos y luego hizo una mueca de dolor.
—¿Quién te compró demonio? ¡Habla ahora, o sufrirás la desobediencia!
—No te temo humano—dijo El Tercero e intentó salir del triángulo donde había sido invocado.
Sabía que no podría hacer nada contra el demonio. Estaba fuera de práctica. Pero aun podía hacer algo. Podía entregarse, cumplir lo que su padre le había encomendado cuando era un adolescente y ser la vasija para el retorno del primero de su sangre.
Compartiría su cuerpo y su mente con el espíritu de su ancestro y eso era algo que Facundo no quería para su vida, le parecía un precio muy alto a pagar. Pero ahora, sin su familia, y la muerte tan cerca de él, se dio cuenta que ya no tenía nada que perder.
Se cortó la mano izquierda con el cuchillo en forma de cruz invertida, mientras susurraba de memoria el hechizo de invitación. La sangre emanó de su mano, primero de color rojo, y después de color negro. Su pelo, se erizó y sus ojos se transformaron en dos luces de color blanco.
—¡Haces mal en no temerme condenado! —dijo, con una voz antigua y poderosa.
—¡Fue Wynona! —dijo el demonio, asustado, porque reconocía la voz que salía del cuerpo de Leopoldo, y tanto el como todos los demonios del infierno temían al primero de los Blacksmith.
—Te libero de tu contrato con esa infame mujer —dijo, lanzando su sangre dentro del círculo del demonio.
—Gracias, gracias mi señor Blacksmith.
—Ahora escúchame bien, si no querés sufrir de nuevo el hierro y el martillo. Curaras mi cuerpo de esta peste, y te marcharas lejos, al antiguo continente y una vez ahí, reclamaras el cuerpo de Wynona Spells. Lo harás diciendo que todo fue una trampa, y luego te marcharas de nuevo al inframundo.
—Si mi señor—dijo el demonio y se inclinó con temor ante Facundo.
Salió del trance, consciente de lo que había pasado, y entonces recitó en voz alta y completa la fórmula de la despedida. El demonio desapareció en silencio, pero en su partida lanzo una ráfaga que apagó todas las velas.
Facundo se quedó contemplando el lugar. Había visto y escuchado todo, desde un rincón de su mente, como si estuviera espiando desde una ventana. Estaba sorprendido, nunca había visto un demonio actuar así. La dicha duró poco, sintió vergüenza por lo que hizo. Se sentía sucio, y agobiado por el calor que inundaba la noche. Guardó todo nuevamente en el viejo almacén familiar. Y se metió en la casa.
Se dio una ducha larga y relajante, pensando en lo que vendría.
Sabía que, aunque el demonio obedecería, y la anciana perecería, y ella tan mezquina de sus asuntos, haría que su muerte sea una incógnita para sus compañeros, lo que había hecho traería consecuencias.
Salió de la ducha y se miró al espejo. El reflejo le devolvió la imagen de su rostro, idéntica. Nada había cambiado por el momento.
Finalmente se acostó. Sentía que el cuerpo vibraba, una sensación que había olvidado casi por completo. Se preparó mentalmente para los sueños que lo atormentarían esa noche, e intentó dormirse. Antes de caer en el sueño, escucho una voz que se reía.
Era una risa fría y despiadada.
A la mañana siguiente, se levantó y caminó hasta el salón principal. Prendió la televisión y veía las políticas que estaban tomando los gobiernos para impedir la pandemia, hablaban de la importancia de la cuarentena, de que nadie saliera.
—Pobres —dijo una voz desde lo más profundo de su mente—. Si tan solo supieran lo que tengo planeado, no estarían perdiendo el tiempo encerrándose en sus casas.
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