El contenido a publicar debe seguir las normas de contenido caso contrario se procederá a eliminar y suspender la cuenta.
¿Quiénes pueden ver este post?
Para crear un post para suscriptores primero debes crear un plan
Comunicación III
Cargando imagen
Es once de octubre. Pasaron doce días desde la última vez que te vi y ocho días desde el último contacto por mensaje. Te pedí vernos una vez más y no accediste, y a mis textos finales, no los contestaste.
Esperé que respondieras, pese a saber que no lo harías.
Me siento un conjunto de pixeles en disgregación y dispersión.
Hace diez días que no escucho tu voz.
No sé distinguir si te extraño o si estoy duelando mi propia desaparición, deleted like el número en aumento de mensajes eliminados cuando borré nuestra conversación en WhatsApp.
Todavía espero. Quedé en vilo por una confirmación de que soy real, de que tengo un cuerpo.
La esperanza es algo que se ejecuta aparte de mí, un proceso independiente.
Quería llevarte a esa heladería de las sierras, que es una casa rodante en medio de la nada, apenas vinieran los días de calor. Quería cruzar el Río de la Plata en ferry y desembarcar en Uruguay con vos.
No sé distinguir si este desgajamiento es consecuencia de tu mutismo o un revival histórico del dolor por no haber sido elegida.
El veintitrés de septiembre, una semana antes de la ruptura, caminamos de la mano por el jardín Bustos. Llevamos sanguchitos y un vino, y conversamos toda la tarde mientras paseábamos.
No sé distinguir en qué medida te extraño a vos y en qué medida extraño sentir las ganas de estar viva para volver a verte que me generaban tu olor, el contacto con tu piel, tu voz y el sabor de tu saliva.
Pero para poder vivir encontramos cualquier excusa.
Ahora camino, salgo en bici e ingiero solamente alimentos líquidos: proceso todo antes de que entre en mi cuerpo.
Dije que quiero bajar de peso, pero también me faltan ganas de tragar. Al estado lo conozco y no me da miedo. Creo sentir que lo aprovecho: casi me excita.
Compré un libro, aprendí un par de canciones tristes en el piano. Una enfermedad hace un par de semanas que no me permitió moverme de la cama por tres días me dejó esta debilidad persistente que puedo aprovechar para sentir que el mundo es mucho más pesado tras tu partida, por ejemplo.
No quiero, todavía, dejar de esperar. Convivo con esta tozudez de existir en estado de desilusión constante. En estado de rotura y tortura. Soy absolutamente capaz de esperar para siempre y no me apura ni la muerte.
Mientras tanto, el mundo se abre y esta levedad del cuerpo convertido en datos que nadie interpreta ofrece posibilidades de expansión y extensión inusitadas. El viento, el fuego, la sequía y la extinción de todas las cosas pasan a través de mí, como si fuera un fantasma.
Mi gato duerme al costado de la cama y estamos bien. No estoy segura de si me acuerdo de las facciones de tu cara.
Sé que, para cuando te comuniques, este amor va a estar deshecho y puedo aprovechar para duelar nuestros desencuentros futuros. No desperdiciamos nada.
Cuando todavía era adolescente me enamoré de un hombre que, hasta hace poco tiempo, insistió en reparar las secuelas de un rechazo incluso más saturado que el tuyo. Lo había visto unas semanas antes y nos habíamos besado al atardecer en la vera de algún río cordobés. Después supe por Facebook que había formalizado otra pareja.
El reclamo todavía vigente de ese y sus posteriores abandonos es el mismo que aplicaría (de darse) para tu caso y que aplica, en definitiva, para muchos otros casos en el historial de mis desamores, porque yo nunca me quiero separar y, luego, siempre soy abandonada por aquellos a quienes amo (o digo amar), aunque sus comportamientos para conmigo sean inaceptables.
–Siempre estás reclamando –me dijo–, aburre. Cosas que pasaron hace mil años. A todo lo transformás en un drama, tenés la necesidad de confrontar: querés convertir toda interacción en un intercambio en el que el otro es un hijo de puta y vos una pobre víctima. No necesito tus reclamos.
- Si te aburre, no vuelvas. Ya no me hables nunca, no fui yo la que intentó comunicarse.
En la espera eterna vibra esta sed de drama insaciable. Puedo ser la víctima, puedo sentirme miserable, puedo pensar que no me quisiste, que no aceptaste mis defectos. Puedo pensarme defectuosa, puedo corroborar que nadie me soporta por más de un par de meses. Puedo falsear escenarios en los que daba todo por vos, y vos por mí no dabas nada. Puedo volver al suelo y a las lágrimas. A la desnudez fetal de una soledad sin madre. Puedo esperar a que sea de noche y reproducir un disco de Radiohead, de Porcupine Tree, de Evanescence.
Todavía duermo con la remera que dejaste. Es un ritual espeluznante. Todas las noches me desnudo completa y me visto nada más que con tu ropa. Entonces me acuesto, apago las luces, tomo conciencia de mí y empiezo a deslizar los dedos por la prenda que está en contacto con mis cueros. Siento los pliegues de la tela como si fueran tu espalda, me represento tu constelación de lunares y provoco el llanto.
Todavía no tiré tu cepillo de dientes. Cada vez que lo miro, no puedo evitar preguntarme si habrás tirado el mío. Hay otras cosas que no: el cepillo y los productos para el pelo que me compraste, los jabones y la crema facial que usábamos los dos.
Para poder vivir encontramos cualquier excusa y coqueteamos con cualquier trama. A la salida siempre está el amigo que te da una mano, te trae chocolates, te ayuda a reorganizar planes y se ríe de lo mugriento que tenés el pelo.
Fuera de mis elucubraciones y en el mundo, todos se ocupan de mí. Mis amigos me aman y toleran. Tengo hasta un televisor. Una adulta joven, no despreciable. Un objeto por el cual es difícil sentir pena.
Ver más
Compartir
Creando imagen...
¿Estás seguro que quieres borrar este post?
Debes iniciar sesión o registrarte para comprar un plan