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José Pablo López

Escritura y literatura
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Fragmentos

Cada mañana. La puerta se abre con la sonrisa encendida cada mañana. A veces, el sol tiñe de naranja el horizonte, y otras, la lluvia esconde los colores. Atraviesa la plaza con determinación y con la misma y renovada esperanza que, de tanto usarla, ya luce algo desvencijada. Cada mañana lo acompaña el viento, que se enreda en su flequillo y juega a ser bufanda, haciéndole cosquillas en el pescuezo. El gorrión de siempre lo distrae y lo anima con su única y repetida melodía. La ciudad se despereza poquito a poco, las sombras lánguidas se entrelazan y se separan, las persianas rechinan protestando y los porteros, orondos y orgullosos, baldean las veredas. Los sonidos comienzan a manejar los ritmos y el tiempo, viejo embustero, ora entretiene a los apurados, ora inventa ansiedades a los despreocupados. Llega a la parada. Es el primero, como cada mañana. Tras él, como goteras y aún con caras de sueño, van llegando los demás pasajeros. No se saludan y, aunque apenas se miran, repiten, en automático, el ritual de cada mañana. El bullicio, bocinas y frenadas inundan todo, se cuelan, invaden. Hay quien mira, impaciente, el reloj y quien apura una última pitada. Ya casi es la hora. El semáforo le da paso y se acerca ráudo, nuestro colectivo. Están casi todos los de cada mañana. Casi todos. Casi. Odia esa palabra, tan corta como fría, tan desapacible como insobornable. El mundo podría partirse en dos y no le importaría. No le interesaría si a la noche no le sigue el día, ni si callaran todos los gorriones y todos los jilgueros en todas las plazas y de todos los bosques del mundo. El colectivo se aleja, va negociando en cada esquina prioridades ambiguas. Se interna en calles nerviosas, que lo devoran y desdibujan. Un mar de almas que no se tocan aceptan mansamente el diario ajetreo; hombres con gestos severos y mujeres de miradas ausentes. Algún llorisqueo infantil interrumpe, desde el fondo, contenidas y socarronas risas adolescentes. Viaja como ausente, imperturbable, vacío. Se agarra al pasamanos y se deja llevar con la marea. El viaje es un purgatorio, sin el paraíso de cruzar su mirada ni la cruel agonía de su indiferencia. La vida, rumor imperceptible, intenta persuadirlo, contagiarlo de alguna ilusión. Tal vez, con los últimos fragmentos que alcance a rescatar de ese día en el que navegará sin brújula, sea capaz de reconstruir una noche inmensa que lo deposite, como una promesa, en la puerta de su casa, con la sonrisa encendida, como cada mañana.
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