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José Pablo López

Escritura y literatura
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Necesito

Necesito, con urgencia, un abrazo. Y si eso no fuera posible, al menos un roce intencionado, una mirada cálida que me acerque otra vez. Cierro los ojos y me aparto del ruido mundano. Me refugio en lo poco que aún conservo de puro e inocente. En un instante regreso a ese tiempo en el que soñar era estaba permitido, en el que para volar bastaba con desearlo, en el que la felicidad tenía un nombre y llegaba con el verano. No quiero volver. Quiero quedarme aquí, en un pasado que guarda el canto alegre de mi madre y el silencio sereno de mi abuelo; un lugar con perfume de azahares, calles de adoquines gastados y de fútbol en los recreos, en el pasaje y en cada rato libre; de risas, de promesas aún envueltas y de palabras que todavía no existían. Quiero quedarme aquí, donde el futuro es apenas un horizonte difuso que empieza lejos, quizá para el lado del centro. Sin embargo, regreso. Vuelvo a este mundo que a veces me resulta ajeno, A esta colección de días en los que las horas se enlazan unas con otras. Eso y poco más. Me ahogo, me hundo, me deshago. Alzo la voz, me planto, me pongo en guardia. Cumplo los rituales aprendidos, me someto, finjo torpeza, aparento distracción. Atiendo los protocolos, me visto de traje y juego al seductor. Incluso juego a ser el payaso de ocasión. Pero tarde o temprano cierro los ojos y repito mi eterna letanía: necesito, con urgencia, un abrazo; una caricia que lo signifique todo; una mirada que me desnude el alma. Es en ese momento cuando descubro que la soledad se esconde entre el bullicio, que el amor se perdió en algún otoño, y que, en el fondo, nunca dejé de estar solo. El tiempo, tirano como siempre, nos condena a ese vaivén irreversible entre la fragilidad de sabernos finitos y la urgencia de sentirnos humanos. Y para no deshacernos en esa angustia original que nos asfixia, inventamos espejos que nos devuelven imágenes distorsionadas que aceptamos agradecidos. Y les creemos. Les entregamos nuestra confianza como si fueran verdad. Cedemos gustosos a la vanidad de ese otro yo; le creemos y nos dejamos convencer de que somos ese reflejo fantasma. Amamos y nos entregamos a ese azogue traidor que nos humilla. No intentamos rebelarnos, y ese es nuestro mayor pecado. Nos convencemos de que hallamos la paz, de que somos felices, de que tenemos lo que siempre deseamos, de que llegamos, de que pertenecemos, de que lo merecemos… y de que, por fin, somos aquello por lo que luchamos. A quienes les basta con mirarse al espejo y no dudan si se inquietan, nada tengo que decirles. No escucharían, de todos modos. Pero a los otros, a quienes necesitan un abrazo con la misma urgencia que la necesito yo, les pido —les ruego— que no dejemos de pedirlos. Que no dudemos en ofrecerlos.
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Anochece que no es poco

Anochece, que no es poco y estoy solo, que no es extraño. Pero anochece y estoy solo, y eso ya es demasiado. Aún le restan al día algunas horas cansinas, de esas que no se estiran y de las que se vuelven cada vez más finas, casi trasnsparentes. Quizás tenga suerte y el cielo se vista de estrellas, para dibujar tu silueta o, al menos, a garabatear tu nombre. Pero recordaré entonces, mientras, mi dedo suba, baje siguiendo imaginarias constelaciones, que alguna vez hacía lo mismo pero sobre tu piel, desnuda, tibia y caprichosa. Tal vez la noche caiga de golpe y no me dé tiempo a pensarte, ni a mirarme en el espejo y no encontrarme. Tal vez no escuche tu voz, desde el living o la cocina, poniendo en tus labios ausentes, mi nombre que ya nada significa. O quizás, esa brisa insolente traiga consigo la tormenta de Santa Rosa, para que no se note que llueve en mis ojos, más que en mi prosa. Todavía el silencio no se ha instalado. Pasos desencantados deambulan por las veredas, cargando voces indiferentes; una tos lejana, se deshace tras un motor que arranca o un colectivo que se arrastra desganado; ladridos en casas vecinas recortan la monotonía, algún manojo de llaves tintinea ajenas bienvenidas. Nadie llamará a mi puerta, nadie correrá los cerrojos. Cuando por fin llegue la noche, ya no habrá luz en mi casa… ni en mis ojos
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Mis Buenaventuranzas

Bienaventurados los que permanecen fieles a las esperanzas más insensatas: nunca serán consumidos por la sorda fiebre del oportunismo y enfrentarán incólumes a las oscuras tormentas del desencanto. Bienaventurados los que ni ahorran ni se endeudan, porque viven en el Paraiso de cada día. Lo primero condena a una vida de estrechez temerosa de un futuro inasible y lo segundo encadena a un pasado inxorable. Bienaventurados los que son capaces de renacer cada día, olvidando ofensas de ayer y sin entregarse a promesas de mañana. Las primeras marchitan las primeras luces del alba y las segundas, te privan de los azules-anaranjados que caen con la tarde. Bienaventurados los que recuerdan de donde vienen y no se apuran por llegar a donde no pertenecen, los que echan de menos a sus padres y extrañan las risas de sus hijos. Bienaventurados los que seducen con mirada serena y se enamoran de sutiles eternidades inesperadas. Ellos son los privilegiados que sueñan, remontan vuelo y están destinados a ser recordados. Confío en que cuando se abra el Infinito y me revele sus íntimos secretos, te encuentre abriéndome los brazos, ofreciéndome tu desnudez y envolviendo mi alma atribulada en el milagro de tu cálida mirada
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Noche de Brujas

El viento frío que se alzaba en el horizonte jugaba a perderse entre los abetos del bosque, como si buscara agitar las sombras que dormían allí desde hacía siglos. Las calles vacías del pueblo se estrechaban entre casuchas de madera raídas. Tras puertas atrancadas con desesperación, cada hogar retenía el aliento; y en las ventanas de cristales rotos titilaba el temblor furtivo de almas que alguna vez confiaron en una heráldica gloriosa, hoy convertida en maldición. Todo caminante que abandona el Camino Real para cortar sendero por el Bosque Oscuro halla en aquellas ruinas el recordatorio cruel de la fragilidad humana: cómo un gobernante soberbio, seducido por rumores y espejos, puede trocar su vanidad en estandarte y su crueldad en ley. La tierra fértil de antaño se había endurecido en un páramo reseco; el cielo, antes portador de abundancia, dormitaba ahora tras nubarrones de olvido y maldiciones. Los corazones generosos de los antiguos súbditos se habían vuelto sombras harapientas que murmuraban su hartazgo en sordas letanías. Finalmente, los dioses, hastiados, volvieron sus rostros antiguos y dejaron caer la desgracia sobre aquel pueblo que los había olvidado bajo el yugo de un tirano que soñó ser dios y olvidó la fragilidad de su propia sangre. Rufus se detuvo en lo alto de la lomada. Sujetó las riendas con firmeza y sintió sobre su rostro curtido el latigazo helado de un presagio. Entrecerró los ojos, inhaló lentamente y sopesó dudas y certezas. Luego, tras encomendarse al Señor de los Siete Cielos, espoleó su montura. Detrás de él, la sombra de Tharok, su dragón, se incorporó silenciosa y vigilante. Le restaba una última tarea. Un último servicio antes del Retiro. Sus huesos crujían con desagrado, la espada parecía pesar un mundo y las noches se volvían cada vez más frías… sobre todo cuando sabía que en algún lugar ardía un hogar, lo esperaba una cama tibia y Elara: paciente, amorosa y sin necesidad de perdonar lo que jamás había reprochado. El caballero avanzó por el poblado, mientras el dragón lo escoltaba desde la penumbra. Sólo los cascos del corcel quebraban el silencio atroz. A su paso quedaban miradas furtivas y murmullos temerosos, pálidos fragmentos de una esperanza que pendía de un hilo. Las enormes puertas de madera extranjera aún conservaban algo de su antigua fortaleza. Los muros, resquebrajados por décadas de desidia, resistían como podían la intemperie del destino. La luna gibosa iluminaba la escena; en la única almena todavía en pie, un guardia dormía su borrachera. —¡Eh, tú, guardia! —tronó Rufus. El soldado se desperezó con torpeza, buscando al idiota que perturbaba su letargo. Pero al abrir los ojos, la visión frente a él lo congeló. Trastabilló intentando tocar la campana… aunque ya no hacía falta. Tharok exhaló un bufido y las llamas consumieron al guardia, la almena, la campana y su ínfima vida. El caos irrumpió como una tormenta: gritos, carreras desbocadas, pánico. El amanecer reveló el burdel pestilente en que el apóstata rey Berengar había transformado la capital del mayor imperio de este lado de La Grieta. Rufus avanzó entre los restos humeantes, ignorando súplicas y lamentos de hombres corruptos y mujeres quebradas. Se detuvo ante la única torre en pie. —¡Rey Berengar! —rugió—. ¡No escondas tu cobardía en ese antro de brujas que llamas hogar! En el interior, el patético monarca aún no salía de su estupor. Su poder lo sostenían matones deformes y enceguecidos por drogas suministradas por Madame Zéfira, la bruja mayor. Zéfira no temió. Sonrió con desprecio, apartó al rey como a un trapo inservible y ascendió a la cima de la torre. Allí, ante el valle devastado, lanzó una carcajada que retumbó en las montañas. Sus ojos se encendieron de un rojo intenso y elevó sus manos al cielo del amanecer. Recitó una plegaria arcana con un murmullo cavernoso que no pertenecía al mundo de los vivos. El tiempo se detuvo. La respiración de Rufus se volvió densa; el paso de su montura quedó suspendido en el aire. Una ráfaga helada cayó sobre la comarca, cubriendo el paisaje con un velo de telarañas y sofocando los últimos gritos. El rey emergió tembloroso en la terraza; al ver a Zéfira convertida en pura Maldad, palideció y retrocedió. Ella lo empujó con un gesto mínimo y el rey trastabilló escaleras abajo. Ese instante bastó para que Rufus desapareciera ante sus ojos. La bruja escrutó el entorno con una mirada que parecía atravesar la piedra misma. Nada se movía. Pero el caballero seguía allí: las runas lo habían acogido una vez más y lo ocultaban de la magia negra que nacía en las profundidades del Pozo de Morvak. Y si un encantamiento de esa magnitud operaba en este lado de La Grieta, sólo era posible porque una de las poderosas Hijas del Ocaso había prestado su voz al cónclave, quebrantando las Leyes Antiguas. Zéfira comprendió que el destino le era adverso. Con el rostro transfigurado y una muesca agria se cubrió con su capa iridiscente y una explosión blanca lo envolvió todo. El mundo retrocedió un instante. Volvió el humo, los gritos, la torre. Berengar salió tambaleante con una túnica andrajosa, los ojos suplicantes y la dignidad deshecha. Era la imagen cruda de quien despierta tras décadas de hechicería, dispuesto a aceptar la vergüenza sin la esperanza de recibir el perdón de los dioses a los que traicionó. Rufus no estaba allí para juzgar. Espoleó su montura y dejó atrás el reino en ruinas que debía reconstruirse. Debía encontrar a Tharok, afectado por la magia de la bruja. Y, sobre todo, debía saldar su deuda con las Tejedoras de las Runas. Y cuanto antes, mejor.
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Todo a su tiempo

El libro verde En Friedenheimer Straße, Munich, una mañana fría de septiembre de 1998, el andén estaba casi vacío. El otoño alemán avanzaba como una exhalación helada, y Facundo, entonces un niño inquieto y curioso, caminaba unos pasos adelante, como declarando su independencia sin saberlo. Padres primerizos lo seguían de cerca, con esa mezcla de orgullo y miedo que los delata. Aquella mañana otoñal, tras dejar atrás el hotel, avanzamos por la avenida larga, solemne, flanqueada por dorados ginkgo biloba que filtraban las primeras luces del día. Íbamos rumbo a la Universidad, cumpliendo la rutina que nos sostenía desde hacía semanas. El final del viaje empezaba a insinuarse y una dulce nostalgia temprana ya empezaba a teñir nuestros pasos. La estación permanecía indiferente y solo alguna ventisca rebelde parecía recibirlos. De pronto, el cartel luminoso que señalaba en tiempo real, el horario exacto en que llegaba, cada día nuestro U-Bahn, siempre impecable, anunció algo insólito: “Retraso de 15 minutos.” En Alemania, aquello era casi una burla. Hasta el atraso era exacto en aquella tierra. Era su primera vez en Europa, pero ya sabían que los trenes alemanes parecían fabricados por relojeros infalibles y aquella demora tenía algo de anuncio misterioso. Él buscó un lugar para esperar y eligió un banco donde descansaba un librito verde, como abandonado a propósito. Lo tomó, intrigado. Apenas abrió la portada, una palabra conocida brilló como un guiño del destino: “Schönstatt.” Un estremecimiento leve le recorrió la espalda: algo no está bien. No imaginaba entonces que ese librito era el hilo inicial de un milagro que uniría su vida con la del padre de un modo nuevo. El padre Su padre siempre había sido un hombre bueno, de carácter jovial y conversación fácil. Aunque siempre fue creyente y practicante, su fe era serena, sin estridencias y solo fue con los años, y con la jubilación, que se había vuelto más devoto y había intensificado su participación de la vida parroquial. Se volvió un feligrés meticuloso, lector asiduo del Evangelio, hombre de mirada baja y gesto recogido. Su fervor despertó sonrisas en casa y murmullos en el barrio; era tema ligero en la carnicería de Don Lito y en la verdulería de la esquina. Pero como no hacía mal a nadie —y porque, como decía mi madre, “si no llega a santo, al menos va derecho”— lo acompañábamos sin demasiadas preguntas. Entre sus nuevas tareas, había tomado la costumbre de llevar, casa por casa, un pequeño relicario de madera con la imagen del santo o la Virgen en los días en que se le festejaba en el Santoral. Las familias lo recibían por devoción, por compromiso o simplemente porque él insistía con una dulzura difícil de rechazar. Y mi padre administraba aquella misión con la rigurosidad de un archivero: fechas, horarios, direcciones, rezos prometidos. Un día llegó a casa con una virgen desconocida —para ellos y para el barrio entero—: la Virgen de Schönstatt. “Es muy milagrosa”, dijo él, con esa fe limpia que rozaba la ingenuidad. Hubo risas suaves, cotorreos inofensivos y dudas familiares. Pero lo dejaron ser. Total, ¿a quién podía hacerle mal una fe tan amable? El viaje La vida, caprichosa e impredecible como siempre y mientras su padre profundizaba su actividad evangélica, llevó a su hijo a Múnich: un mes de trabajo en la universidad, acompañado por su mujer y su hijo. Todo era nuevo, desafiante, cálido y frío al mismo tiempo. Las cartas tardaban semanas; las llamadas eran un lujo. Extrañar era parte del paisaje. Y en medio de esa vida improvisada, apareció el libro verde. Y con él, las señales ¿Qué probabilidades había de que un tren alemán se demorara? ¿De que alguien olvidara un libro sobre la Virgen de Schönstatt justo allí? ¿De que él lo encontrara antes de que otro lo recogiera? Las coincidencias se apilaban como piedritas sobre su alma. Preguntó en la universidad. Nadie conocía ese nombre: ni el profesor Miller, ni su secretaria, ni los estudiantes. Como un buen detective, empezó su búsqueda llamando a los teléfonos que figuraban en el librito, rogando que su inglés y su suerte fueran suficiente. Casi milagrosamente, la primera voz que le respondió fue portuguesa; la segunda, chilena. Entre acentos del mundo y un guiño del Destino, encontró la dirección: Vallendar, a quinientos kilómetros. El santuario Viajó cinco horas en tren. A las diez de la mañana golpeó la puerta del pequeño santuario. La hermana Lucía lo recibió con la sonrisa de quien había estado esperándolo. Le mostró jardines, oficinas, cuartos, le contó historias. Le contó que los bombardeos de la Segunda Guerra habían arrasado la zona, excepto ese pequeño rincón donde la Virgen parecía custodiar un pedazo de mundo. Finalmente, lo dejó solo bajo un roble, frente a la capilla donde el padre Kentenich había sellado, con un grupo de jóvenes, la primera “alianza de amor”. Y allí, al fin, lloró. Lloró por las veces que no entendió a su padre. Por las burlas inocentes pero reales. Por la soberbia disfrazada de racionalidad. Por todo lo que se comprende tarde. Las lágrimas le lavaron los ojos y le dejaron ver, por primera vez, que su padre había construido una fe a su modo, con la torpeza y la hermosura de los hombres sencillos. Y no había estado junto a él. Recogió unas bellotas caídas del roble. Serían su ofrenda, su perdón, su abrazo demorado. El regreso Cuando volvió a la Argentina le entregó a su padre las bellotas y la historia. El rostro de su padre se iluminó con la sonrisa de quien recibe un regalo imposible. Desde entonces y hasta su muerte, el padre conservó, en su mesa de luz ese pequeño retablo: la imagen de la Virgen, un rosario traído de Alemania y las bellotas que habían viajado medio mundo para cerrar un círculo. Hoy, lo guarda el hijo. Y cada vez que lo abre, siente la mano tibia de su padre apoyada en el hombro, como si siguiera diciendo —con la misma serenidad de siempre— que los milagros existen, pero llegan cuando uno está dispuesto a mirarlos.
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Con fiebre, tos y en cama

Tu mirada es pura alquimia. Basta con que me mires, de ese modo tan tuyo, para que un tipo común como yo, ordinario y contingente, sea capaz de saberse único, necesario, continente. Esa mirada de alquimista, que lo ilumina todo y me acaricia el alma, convierte en Vida y en sueños, esos viejos deseos que intuía dormidos. Esos ojos tuyos, que juegan a la indiferencia, sin saber o sabiendo que hacen crecer en mí, como una madreselva desbocada, la cruel incerteza de no saber si fuimos dos y no uno, los que por un instante, nos tomamos de la mano. Tu mirada es pura alquimia. Basta con que me mires, con ese modo tan tuyo, para que pierda lo poco que aún conservo de calma, para que me convenzas que soy algo más que solo humano y no apenas uno más del rebaño. Tu mirada de alquimista me rescata sin esfuerzo, me libera con cadenas aferradas a tu piel y me encierra en un mundo de sueños que quizás soñamos y promesas que esperan ser cumplidas. Basta con que me mires a los ojos, con ese modo tan tuyo, para transformar el tiempo en ilusión, para llevarme de paseo al Paraíso prohibido y a la tentación del Infierno. Tu mirada de alquimista me lleva, por un ratito, a recorrer nuevos caminos que, sospecho, redescubriremos juntos. Juntos volveremos a donde nunca fuimos y ambos sellaremos secretos con besos furtivos, tanto tiempo contenidos. Tu mirada de alquimista me invita… sabes que me invitas: no pueden esos ojos tuyos ignorar lo que me pasa cuando me miras y seguir con tu vida, como si nada, como si nunca, como si siempre.
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Fragmentos

Cada mañana. La puerta se abre con la sonrisa encendida cada mañana. A veces, el sol tiñe de naranja el horizonte, y otras, la lluvia esconde los colores. Atraviesa la plaza con determinación y con la misma y renovada esperanza que, de tanto usarla, ya luce algo desvencijada. Cada mañana lo acompaña el viento, que se enreda en su flequillo y juega a ser bufanda, haciéndole cosquillas en el pescuezo. El gorrión de siempre lo distrae y lo anima con su única y repetida melodía. La ciudad se despereza poquito a poco, las sombras lánguidas se entrelazan y se separan, las persianas rechinan protestando y los porteros, orondos y orgullosos, baldean las veredas. Los sonidos comienzan a manejar los ritmos y el tiempo, viejo embustero, ora entretiene a los apurados, ora inventa ansiedades a los despreocupados. Llega a la parada. Es el primero, como cada mañana. Tras él, como goteras y aún con caras de sueño, van llegando los demás pasajeros. No se saludan y, aunque apenas se miran, repiten, en automático, el ritual de cada mañana. El bullicio, bocinas y frenadas inundan todo, se cuelan, invaden. Hay quien mira, impaciente, el reloj y quien apura una última pitada. Ya casi es la hora. El semáforo le da paso y se acerca ráudo, nuestro colectivo. Están casi todos los de cada mañana. Casi todos. Casi. Odia esa palabra, tan corta como fría, tan desapacible como insobornable. El mundo podría partirse en dos y no le importaría. No le interesaría si a la noche no le sigue el día, ni si callaran todos los gorriones y todos los jilgueros en todas las plazas y de todos los bosques del mundo. El colectivo se aleja, va negociando en cada esquina prioridades ambiguas. Se interna en calles nerviosas, que lo devoran y desdibujan. Un mar de almas que no se tocan aceptan mansamente el diario ajetreo; hombres con gestos severos y mujeres de miradas ausentes. Algún llorisqueo infantil interrumpe, desde el fondo, contenidas y socarronas risas adolescentes. Viaja como ausente, imperturbable, vacío. Se agarra al pasamanos y se deja llevar con la marea. El viaje es un purgatorio, sin el paraíso de cruzar su mirada ni la cruel agonía de su indiferencia. La vida, rumor imperceptible, intenta persuadirlo, contagiarlo de alguna ilusión. Tal vez, con los últimos fragmentos que alcance a rescatar de ese día en el que navegará sin brújula, sea capaz de reconstruir una noche inmensa que lo deposite, como una promesa, en la puerta de su casa, con la sonrisa encendida, como cada mañana.
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Sospechas y certezas

Sospecho que es la lluvia, o tal vez un elfo ocioso y aburrido, la que aprovecha la opaca luminosidad de un cielo encapotado para sembrar un aroma tristón a distancias y ausencias. Lo cierto es que ráfagas de nostalgia se cuelan por rendijas invisibles y anidan en suspiros que reciclan esperanzas. Alguna brisa fugaz, de esas que siempre prometen volver, enrieda los pensamientos y confunde los sentidos, entretejiendo rebeldía y dignidad con amargas certezas de fracasos pasados y no pocas decepciones. Una voz sin tonos, lánguida y desprovista de eco, nos rescata, sin embargo, entre silencios y pausas de un destino que parece inevitable, irreversible y definitivo: "Aguarda, firme que amaine el vendaval, mantente firme y aguanta, estoico, la desventura. No se cosechan fresas en invierno ni naranjas en verano. Lo cierto es que hoy, como tantas veces te pienso y, como tantas veces, quisiera no pensarte. Y es que habitamos la misma geografía y, sin embargo, fatigamos Universos diferentes: en el mío te busco y te extraño desde siempre, en el tuyo no existo ni me miras. De un golpe, cierras la puerta que nunca estuvo abierta y yo inicio una nueva espera, interminable, estéril, inevitable. Aguardo, cada mañana, cautivo de aquel segundo en que tu piel se escurrió, desganada, entre mis dedos ansiosos. Y apago la luz, cada fin de jornada, esperando que regreses a buscar lo que, desde ese día, te pertenece. Quedo de pie, vulnerable, auténtico y perseverante, hasta la próxima vez, que buscaré decirte, sin palabras, lo que callo, por cobarde. Me refugio en la perseverancia que sospecho absurda, y preservo tu mirada indiferente, como única luz en una noche oscura, de silencios profundos y ausencias tangibles como martillazos. Desde antes del tiempo y hasta el final de los días, cierro los ojos y confío: es mi modo de tornear el destino, ese en el que de algún modo, compartimos. Ya amacece, una vez más y una vez más, desearía no pensarte...
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Vocación de escribidor

Una siesta calurosa, a la sombra de la añosa palta en la finca de mis abuelos, leyendo una antología de cuentos, es uno de mis recuerdos más queridos. Los guardo ya en tonos de sepia, de una niñez tan feliz que aún hoy me rescata cuando la realidad se empeña en recordarme que la vida es otra cosa, más seria, más complicada, más tortuosa. Y quizás ese recuerdo, al que se unen otros como cuentas de un rosario, en los que estoy siempre con un libro en las manos, escapando a mundos imposibles, viajando a pasados desconocidos y futuros imprevisibles, viviendo vidas prestadas y perdiéndome en metáforas que me trasformaron definitivamente en lo que sea que soy hoy en día. Una educación humanista fue la arcilla que comenzó a moldear (y aún lo hace) los genios de los Verne, Chejov, Cortázar, Borges, Asimov, Clarke. Le siguieron tantos otros, tantísimos más que construyeron con el tiempo, alrededor de mi universo, una plétora de mundos, con personajes tan complejos como reconocibles, revestidos de múltiples sentimientos tan cercanos y que me fueron llevando por caminos imprevistos. Todo esto terminó por despertar en mí una necesidad imperiosa de volcar en palabras trozos de mi propia vida, de disfrazar en relatos esa parte secreta de mi alma, que me ahogaba en las solitarias e interminables noches de veranos adolescentes. Historias guardadas bajo siete llaves y que, gracias a algún dios precavido y previsor, hace tiempo que están irrecuperablemente perdidas. Y así, poco a poco fui construyendo un pasatiempo en el que escarbaba en mi memoria, sazonaba con experiencias nuevas y - es preciso confesar – rescataba ideas que había leído por ahí. Poco a poco fui construyendo personajes y situaciones que tenían menos de mi yo cotidiano, aunque siempre están -y estarán- impregnados de mi yo esencial. O eso espero... Del miedo inicial de que alguien pudiera leer mis desvaríos de escritor -escribidor sería más preciso en mi caso- y condenarme por pretencioso e inepto, pasé, sin solución de continuidad, a la certeza de que en realidad escribía para mí y no para contentar a nadie más. De ahí faltaba solo un paso para volcar mi “vocación literaria destinada al ostracismo” a un blog donde cualquier desprevenido pudiera tener, al alcance de su mano -de su vista, en realidad- un pedazo de mi sustancia. Luego avancé un intrépido paso más y, escudándome en este aislamiento obligatorio y con la excusa de haber realizado un taller sobre escritura on line, tomé de rehenes a un grupo de amigos distraídos y les compartí mis “manuscritos”. Ya sea porque les gustó o porque son precisamente mis amigos, vi que tuvieron buena acogida y me alentaron a seguir en la brecha (elijo la primera opción, claro). Y para colmo, para inflamar más aún mi ego (que tiene cierta tendencia a hacerlo, admito) una amiga, editora de una revista on-line, me incluyó entre los “colaboradores” en una sección destinada a la cultura. Muy amiga, claramente, dicen mis detractores. En definitiva, acá estoy, tomando prestadas algunas horas a mi profesión y compartiendo la pasión con este pasatiempo que no tiene otra finalidad que la de permitirme expresar en el papel aquellas improntas que quedan marcadas en mi alma. Huellas de cada uno de los sueños, anhelos y milagros que conmueven mis cotidianas realidades, para darle significado a la magia que me acompaña y le da algún sentido a mi fatigar de cada mañana.
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