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Necesito
Necesito, con urgencia, un abrazo. Y si eso no fuera posible, al menos un roce intencionado, una mirada cálida que me acerque otra vez. Cierro los ojos y me aparto del ruido mundano. Me refugio en lo poco que aún conservo de puro e inocente. En un instante regreso a ese tiempo en el que soñar era estaba permitido, en el que para volar bastaba con desearlo, en el que la felicidad tenía un nombre y llegaba con el verano.
No quiero volver. Quiero quedarme aquí, en un pasado que guarda el canto alegre de mi madre y el silencio sereno de mi abuelo; un lugar con perfume de azahares, calles de adoquines gastados y de fútbol en los recreos, en el pasaje y en cada rato libre; de risas, de promesas aún envueltas y de palabras que todavía no existían. Quiero quedarme aquí, donde el futuro es apenas un horizonte difuso que empieza lejos, quizá para el lado del centro.
Sin embargo, regreso. Vuelvo a este mundo que a veces me resulta ajeno, A esta colección de días en los que las horas se enlazan unas con otras. Eso y poco más. Me ahogo, me hundo, me deshago. Alzo la voz, me planto, me pongo en guardia. Cumplo los rituales aprendidos, me someto, finjo torpeza, aparento distracción. Atiendo los protocolos, me visto de traje y juego al seductor. Incluso juego a ser el payaso de ocasión.
Pero tarde o temprano cierro los ojos y repito mi eterna letanía: necesito, con urgencia, un abrazo; una caricia que lo signifique todo; una mirada que me desnude el alma. Es en ese momento cuando descubro que la soledad se esconde entre el bullicio, que el amor se perdió en algún otoño, y que, en el fondo, nunca dejé de estar solo.
El tiempo, tirano como siempre, nos condena a ese vaivén irreversible entre la fragilidad de sabernos finitos y la urgencia de sentirnos humanos. Y para no deshacernos en esa angustia original que nos asfixia, inventamos espejos que nos devuelven imágenes distorsionadas que aceptamos agradecidos. Y les creemos. Les entregamos nuestra confianza como si fueran verdad.
Cedemos gustosos a la vanidad de ese otro yo; le creemos y nos dejamos convencer de que somos ese reflejo fantasma. Amamos y nos entregamos a ese azogue traidor que nos humilla. No intentamos rebelarnos, y ese es nuestro mayor pecado. Nos convencemos de que hallamos la paz, de que somos felices, de que tenemos lo que siempre deseamos, de que llegamos, de que pertenecemos, de que lo merecemos… y de que, por fin, somos aquello por lo que luchamos.
A quienes les basta con mirarse al espejo y no dudan si se inquietan, nada tengo que decirles. No escucharían, de todos modos.
Pero a los otros, a quienes necesitan un abrazo con la misma urgencia que la necesito yo, les pido —les ruego— que no dejemos de pedirlos.
Que no dudemos en ofrecerlos.
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