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José Pablo López

Escritura y literatura
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Noche de Brujas

El viento frío que se alzaba en el horizonte jugaba a perderse entre los abetos del bosque, como si buscara agitar las sombras que dormían allí desde hacía siglos. Las calles vacías del pueblo se estrechaban entre casuchas de madera raídas. Tras puertas atrancadas con desesperación, cada hogar retenía el aliento; y en las ventanas de cristales rotos titilaba el temblor furtivo de almas que alguna vez confiaron en una heráldica gloriosa, hoy convertida en maldición. Todo caminante que abandona el Camino Real para cortar sendero por el Bosque Oscuro halla en aquellas ruinas el recordatorio cruel de la fragilidad humana: cómo un gobernante soberbio, seducido por rumores y espejos, puede trocar su vanidad en estandarte y su crueldad en ley. La tierra fértil de antaño se había endurecido en un páramo reseco; el cielo, antes portador de abundancia, dormitaba ahora tras nubarrones de olvido y maldiciones. Los corazones generosos de los antiguos súbditos se habían vuelto sombras harapientas que murmuraban su hartazgo en sordas letanías. Finalmente, los dioses, hastiados, volvieron sus rostros antiguos y dejaron caer la desgracia sobre aquel pueblo que los había olvidado bajo el yugo de un tirano que soñó ser dios y olvidó la fragilidad de su propia sangre. Rufus se detuvo en lo alto de la lomada. Sujetó las riendas con firmeza y sintió sobre su rostro curtido el latigazo helado de un presagio. Entrecerró los ojos, inhaló lentamente y sopesó dudas y certezas. Luego, tras encomendarse al Señor de los Siete Cielos, espoleó su montura. Detrás de él, la sombra de Tharok, su dragón, se incorporó silenciosa y vigilante. Le restaba una última tarea. Un último servicio antes del Retiro. Sus huesos crujían con desagrado, la espada parecía pesar un mundo y las noches se volvían cada vez más frías… sobre todo cuando sabía que en algún lugar ardía un hogar, lo esperaba una cama tibia y Elara: paciente, amorosa y sin necesidad de perdonar lo que jamás había reprochado. El caballero avanzó por el poblado, mientras el dragón lo escoltaba desde la penumbra. Sólo los cascos del corcel quebraban el silencio atroz. A su paso quedaban miradas furtivas y murmullos temerosos, pálidos fragmentos de una esperanza que pendía de un hilo. Las enormes puertas de madera extranjera aún conservaban algo de su antigua fortaleza. Los muros, resquebrajados por décadas de desidia, resistían como podían la intemperie del destino. La luna gibosa iluminaba la escena; en la única almena todavía en pie, un guardia dormía su borrachera. —¡Eh, tú, guardia! —tronó Rufus. El soldado se desperezó con torpeza, buscando al idiota que perturbaba su letargo. Pero al abrir los ojos, la visión frente a él lo congeló. Trastabilló intentando tocar la campana… aunque ya no hacía falta. Tharok exhaló un bufido y las llamas consumieron al guardia, la almena, la campana y su ínfima vida. El caos irrumpió como una tormenta: gritos, carreras desbocadas, pánico. El amanecer reveló el burdel pestilente en que el apóstata rey Berengar había transformado la capital del mayor imperio de este lado de La Grieta. Rufus avanzó entre los restos humeantes, ignorando súplicas y lamentos de hombres corruptos y mujeres quebradas. Se detuvo ante la única torre en pie. —¡Rey Berengar! —rugió—. ¡No escondas tu cobardía en ese antro de brujas que llamas hogar! En el interior, el patético monarca aún no salía de su estupor. Su poder lo sostenían matones deformes y enceguecidos por drogas suministradas por Madame Zéfira, la bruja mayor. Zéfira no temió. Sonrió con desprecio, apartó al rey como a un trapo inservible y ascendió a la cima de la torre. Allí, ante el valle devastado, lanzó una carcajada que retumbó en las montañas. Sus ojos se encendieron de un rojo intenso y elevó sus manos al cielo del amanecer. Recitó una plegaria arcana con un murmullo cavernoso que no pertenecía al mundo de los vivos. El tiempo se detuvo. La respiración de Rufus se volvió densa; el paso de su montura quedó suspendido en el aire. Una ráfaga helada cayó sobre la comarca, cubriendo el paisaje con un velo de telarañas y sofocando los últimos gritos. El rey emergió tembloroso en la terraza; al ver a Zéfira convertida en pura Maldad, palideció y retrocedió. Ella lo empujó con un gesto mínimo y el rey trastabilló escaleras abajo. Ese instante bastó para que Rufus desapareciera ante sus ojos. La bruja escrutó el entorno con una mirada que parecía atravesar la piedra misma. Nada se movía. Pero el caballero seguía allí: las runas lo habían acogido una vez más y lo ocultaban de la magia negra que nacía en las profundidades del Pozo de Morvak. Y si un encantamiento de esa magnitud operaba en este lado de La Grieta, sólo era posible porque una de las poderosas Hijas del Ocaso había prestado su voz al cónclave, quebrantando las Leyes Antiguas. Zéfira comprendió que el destino le era adverso. Con el rostro transfigurado y una muesca agria se cubrió con su capa iridiscente y una explosión blanca lo envolvió todo. El mundo retrocedió un instante. Volvió el humo, los gritos, la torre. Berengar salió tambaleante con una túnica andrajosa, los ojos suplicantes y la dignidad deshecha. Era la imagen cruda de quien despierta tras décadas de hechicería, dispuesto a aceptar la vergüenza sin la esperanza de recibir el perdón de los dioses a los que traicionó. Rufus no estaba allí para juzgar. Espoleó su montura y dejó atrás el reino en ruinas que debía reconstruirse. Debía encontrar a Tharok, afectado por la magia de la bruja. Y, sobre todo, debía saldar su deuda con las Tejedoras de las Runas. Y cuanto antes, mejor.
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