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José Pablo López

Escritura y literatura
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Todo a su tiempo

El libro verde En Friedenheimer Straße, Munich, una mañana fría de septiembre de 1998, el andén estaba casi vacío. El otoño alemán avanzaba como una exhalación helada, y Facundo, entonces un niño inquieto y curioso, caminaba unos pasos adelante, como declarando su independencia sin saberlo. Padres primerizos lo seguían de cerca, con esa mezcla de orgullo y miedo que los delata. Aquella mañana otoñal, tras dejar atrás el hotel, avanzamos por la avenida larga, solemne, flanqueada por dorados ginkgo biloba que filtraban las primeras luces del día. Íbamos rumbo a la Universidad, cumpliendo la rutina que nos sostenía desde hacía semanas. El final del viaje empezaba a insinuarse y una dulce nostalgia temprana ya empezaba a teñir nuestros pasos. La estación permanecía indiferente y solo alguna ventisca rebelde parecía recibirlos. De pronto, el cartel luminoso que señalaba en tiempo real, el horario exacto en que llegaba, cada día nuestro U-Bahn, siempre impecable, anunció algo insólito: “Retraso de 15 minutos.” En Alemania, aquello era casi una burla. Hasta el atraso era exacto en aquella tierra. Era su primera vez en Europa, pero ya sabían que los trenes alemanes parecían fabricados por relojeros infalibles y aquella demora tenía algo de anuncio misterioso. Él buscó un lugar para esperar y eligió un banco donde descansaba un librito verde, como abandonado a propósito. Lo tomó, intrigado. Apenas abrió la portada, una palabra conocida brilló como un guiño del destino: “Schönstatt.” Un estremecimiento leve le recorrió la espalda: algo no está bien. No imaginaba entonces que ese librito era el hilo inicial de un milagro que uniría su vida con la del padre de un modo nuevo. El padre Su padre siempre había sido un hombre bueno, de carácter jovial y conversación fácil. Aunque siempre fue creyente y practicante, su fe era serena, sin estridencias y solo fue con los años, y con la jubilación, que se había vuelto más devoto y había intensificado su participación de la vida parroquial. Se volvió un feligrés meticuloso, lector asiduo del Evangelio, hombre de mirada baja y gesto recogido. Su fervor despertó sonrisas en casa y murmullos en el barrio; era tema ligero en la carnicería de Don Lito y en la verdulería de la esquina. Pero como no hacía mal a nadie —y porque, como decía mi madre, “si no llega a santo, al menos va derecho”— lo acompañábamos sin demasiadas preguntas. Entre sus nuevas tareas, había tomado la costumbre de llevar, casa por casa, un pequeño relicario de madera con la imagen del santo o la Virgen en los días en que se le festejaba en el Santoral. Las familias lo recibían por devoción, por compromiso o simplemente porque él insistía con una dulzura difícil de rechazar. Y mi padre administraba aquella misión con la rigurosidad de un archivero: fechas, horarios, direcciones, rezos prometidos. Un día llegó a casa con una virgen desconocida —para ellos y para el barrio entero—: la Virgen de Schönstatt. “Es muy milagrosa”, dijo él, con esa fe limpia que rozaba la ingenuidad. Hubo risas suaves, cotorreos inofensivos y dudas familiares. Pero lo dejaron ser. Total, ¿a quién podía hacerle mal una fe tan amable? El viaje La vida, caprichosa e impredecible como siempre y mientras su padre profundizaba su actividad evangélica, llevó a su hijo a Múnich: un mes de trabajo en la universidad, acompañado por su mujer y su hijo. Todo era nuevo, desafiante, cálido y frío al mismo tiempo. Las cartas tardaban semanas; las llamadas eran un lujo. Extrañar era parte del paisaje. Y en medio de esa vida improvisada, apareció el libro verde. Y con él, las señales ¿Qué probabilidades había de que un tren alemán se demorara? ¿De que alguien olvidara un libro sobre la Virgen de Schönstatt justo allí? ¿De que él lo encontrara antes de que otro lo recogiera? Las coincidencias se apilaban como piedritas sobre su alma. Preguntó en la universidad. Nadie conocía ese nombre: ni el profesor Miller, ni su secretaria, ni los estudiantes. Como un buen detective, empezó su búsqueda llamando a los teléfonos que figuraban en el librito, rogando que su inglés y su suerte fueran suficiente. Casi milagrosamente, la primera voz que le respondió fue portuguesa; la segunda, chilena. Entre acentos del mundo y un guiño del Destino, encontró la dirección: Vallendar, a quinientos kilómetros. El santuario Viajó cinco horas en tren. A las diez de la mañana golpeó la puerta del pequeño santuario. La hermana Lucía lo recibió con la sonrisa de quien había estado esperándolo. Le mostró jardines, oficinas, cuartos, le contó historias. Le contó que los bombardeos de la Segunda Guerra habían arrasado la zona, excepto ese pequeño rincón donde la Virgen parecía custodiar un pedazo de mundo. Finalmente, lo dejó solo bajo un roble, frente a la capilla donde el padre Kentenich había sellado, con un grupo de jóvenes, la primera “alianza de amor”. Y allí, al fin, lloró. Lloró por las veces que no entendió a su padre. Por las burlas inocentes pero reales. Por la soberbia disfrazada de racionalidad. Por todo lo que se comprende tarde. Las lágrimas le lavaron los ojos y le dejaron ver, por primera vez, que su padre había construido una fe a su modo, con la torpeza y la hermosura de los hombres sencillos. Y no había estado junto a él. Recogió unas bellotas caídas del roble. Serían su ofrenda, su perdón, su abrazo demorado. El regreso Cuando volvió a la Argentina le entregó a su padre las bellotas y la historia. El rostro de su padre se iluminó con la sonrisa de quien recibe un regalo imposible. Desde entonces y hasta su muerte, el padre conservó, en su mesa de luz ese pequeño retablo: la imagen de la Virgen, un rosario traído de Alemania y las bellotas que habían viajado medio mundo para cerrar un círculo. Hoy, lo guarda el hijo. Y cada vez que lo abre, siente la mano tibia de su padre apoyada en el hombro, como si siguiera diciendo —con la misma serenidad de siempre— que los milagros existen, pero llegan cuando uno está dispuesto a mirarlos.
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