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Vanina Marquez

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EL FLACO, LA VIUDA Y EL LOBIZÓN

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Un día como hoy, 29 de mayo, nacía mi querido viejo. Y de sus tantas anécdotas de juventud en General Ortega es que nace también este cuento. Es largo y está lleno de recuerdos y nostalgias. El caso del Lobizón de Maipú salió en los diarios de esa época. Esto es una ficcionalización de aquello. EL FLACO, LA VIUDA Y EL LOBIZÓN Quién se iba a imaginar que un día el hijo del Lobizón se sentaría frente al Flaco Marquez un domingo a la tarde, y con tan extraordinario pedido. El cabello negro, la altura descomunal y los ojos, sobre todo los ojos de un ámbar profundo, le recordaban al Benito. ¡Cuando se enteraran los muchachos! Trataba de ocultar la sonrisa que se le escapaba al recordar esos tiempos. Habían pasado casi 30 años y él guardaba en su alma a aquel muchachito alto y desgarbado que había sido: inocente, simple y trabajador. El mismo que con 17 años, junto con su grupo de amigos, se había metido en un problema que casi termina con un muerto y varios presos. Corría el año 1974 y Ortega no era más que un barrio de unas pocas casas de adobe y techo de palo en medio de grandes terrenos incultivados. Las calles de tierra y piedras perfilaban las manzanas, con alguna que otra luz. La esquina de Castro Barros y Mitre era el punto indiscutido de encuentro. Apenas terminaba la jornada laboral, el Flaco Marquez, su hermano el Negro, Oscar, Niqui, el Gordo, Roberto, el Ñas Ñas y algunos otros se juntaban al pie de un pimiento a fumar y contarse sus aventuras. Pero esa noche, la de la luna llena del 2 de agosto, un mal asunto los congregaba. Se inmiscuían porque, si bien no los afectaba directamente, los rozaba de cerca. El Ñas Ñas era un sobrino lejano de la víctima y sentía la obligación moral de defender el nombre de aquella mujer. La sangre corría enérgica por las venas de aquel grupo de adolescentes enchaquetados de jean y botas tejanas recién lustradas. Rifle en bandolera – de aire comprimido – machete al cinto y las motos Puma 98 cilindradas, a punto. Una petaca de whisky robada del armario de alguna casa pasaba de mano en mano para combatir el frío del invierno entre las viñas y servía de paliativo al temor de la próxima cacería. Judith, era la viuda del viejo Ochoa, guardaba el luto todavía y los vestidos oscuros parecían avivar la belleza criolla de aquella mujer. De treinta y largos años, cargaba con el rictus obligatorio de tristeza y con más de una mirada apreciativa de los jóvenes que le trabajaban la finca. Su casa era de las pocas construcciones de ladrillo y tejas, con jardín al frente y huerta en los fondos, verja y persianas de madera, y perro de raza chiquita y ruidosa. El difunto había sido hombre de plata, dueño de un Bedford 300 y una pequeña bodega, en la cual varios de ellos habían trabajado alguna vez en los meses de cosecha. Y no era por fidelidad que ahora emprendían tamaña aventura, porque en sus tiempos el viejo pagaba poco y mal, pero lo que se rumoreaba por todo Ortega, más lo que había visto el Ñas Ñas en los fondos de la casa de Judith, eran razón suficiente para semejante emprendimiento. Hacía 6 meses que Ochoa había muerto. Una muerte pacífica. Simplemente una mañana no despertó. Y ahora su viuda estaba embarazada. Los cálculos no daban y ella hacía gala de una reputación intachable. Católica como pocas, cada domingo se la veía puntual en La Merced, hacía obras de caridad y el único lujo que se daba era un paseo por Maipú los sábados a la tarde y un helado frente a la Plaza con sus amigas del Club Social. Y de repente, una gravidez avanzada y el recato cuestionado. Para los chicos y su imaginación supersticiosa no había otra explicación: a la viuda la había violado el Lobizón. Y ante la presión de quienes le preguntaron sobre el padre de la criatura que cargaba en el vientre, ella no había dado más respuesta que un sollozo ahogado que había intentado sofocar con un pañuelo. Era entendible, la humillación que cargaba a sus espaldas por haber sido mancillada por una bestia, le impedía contar lo ocurrido. Sabido era que el licántropo local merodeaba por los campos comiendo animales y haciendo daño. A más de una dama le había hurtado las gallinas o le había marcado los brazos a moretones. Y la pobre viuda que vivía sola y ya no tenía hombre que la defendiera, había sido una víctima más. Sus campos estaban abiertos a quien quisiera traspasarlos. Las ventanas, si bien bonitas y envidiadas por todas las vecinas, eran de madera delgada y sin siquiera un perro guardián, Judith había sido bocado fácil. Todos sospechaban del Benito, el capataz. A pesar del nombre de santo era conocido el hecho de que no estaba bautizado, y aunque era hijo único, la cantidad exagerada de vello que tenía ese cristiano en el cuerpo inmenso rayaba en lo sobrenatural. Era fornido y taciturno, de ojos salvajes y seductora voz. Rondaba los 40 y no se le conocía mujer, causaba miedo y curiosidad por igual, ya que estaba en boca de todo Ortega que el Benito estaba dotado de una importante masculinidad, aunque ninguna mujer se hiciera cargo de la aseveración de los hechos. Trabajaba en la finca de la viuda, y el Ñas Ñas aseguraba haberlo visto más de una vez casi desnudo corriendo por los campos cercanos, seguramente en medio de una transformación. Era un argumento fuerte. Y esa noche, le iban a poner un balazo de sal al mentado Lobizón a modo de merecido castigo. Las manos quebradas sobre los aceleradores hacían rugir los escapes de las motos - a 40 kilómetros por hora - a campo traviesa y los gritos alborozados de los muchachos rompían la quietud de la noche. El Benito vivía en un ranchito con su madre, al que solo se llegaba recorriendo senderos medio escondidos entre las arboledas de duraznos que ellos bien conocían. Frenaron las Pumas provocando un remolino de tierra seca alrededor de la humilde casita. Con gritos imperativos e ingeniosos insultos relativos a su sobrenaturalidad, retaban a la bestia a salir a enfrentarlos. Ellos eran siete, pero él era un Lobizón. Salió Doña Dora, en batón, alpargatas con medias y una mañanita de lana sobre los hombros, con cara de haber estado durmiendo. Al verla, pequeña e inofensiva, los muchachos bajaron el tono de voz y preguntaron civilizadamente por el susodicho. La Doña no sabía, su hijo ya era un hombre grande y no daba cuenta de sus entradas y salidas. Probablemente anduviera en busca de vino y peleas. Tal era su “carácter de mierda”, en palabras de la viejita. Arrancaron y dieron media vuelta. Al regreso, más tranquilos, condujeron por los alrededores de la finca de la viuda. Vieron las luces prendidas y en el silencio del campo se oía la música que salía del tocadiscos. Dejaron las motos a un lado y se acercaron sigilosamente por los fondos. Dyango llenaba de romance los ambientes de la casa con su voz sedosa. Y ahí estaba la viuda en brazos del Lobizón, en un trance lleno de sensualidad, ofreciendo el cuello a las fauces del varón que parecía estar en medio de la transformación: con el torso desnudo e hirsuto, el miembro apretándole en los pantalones y jadeando profusamente. La escena era cautivante y los muchachos apenas pestañeaban, tal era el poder del hechizo del que eran prisioneros. El Flaco entendió todo y pareció despertar de repente tirando sin querer una de las macetas que adornaban la ventana. El perrito, que dormitaba en la alfombra de un salto alcanzó el origen del sonido y con ladridos estridentes alertó a los muchachos y al Lobizón. Se alejaron unos metros y armados de valor con la adrenalina del momento, increparon a la bestia a salir. El Negro, impetuoso como era, dio un par de disparos al aire mientras se encaraba a la puerta aun cerrada de la casa de la viuda. Salió el Benito, con su porte de montaña y tez oscura, hacha en mano y la mirada más extraordinaria que nunca. La furia que parecía despedir todo su cuerpo dejó a los muchachos helados y con el aliento contenido. Al grito de “¿Qué mierda quieren?” la luna salió de atrás de las nubes invernales, iluminando la escena de tintes de un plateado dramático, despertando el instinto aletargado por el miedo de los chicos. ¡“Morite Lobizóóóóóóón!” fue el grito de guerra del Ñas Ñas antes de salir corriendo a taclear, con sus escasos 60 kilos, a la mole que tenía enfrente. La sorpresa de tan visceral ataque lo dejó paralizado al Benito, que cayó de espaldas con el hacha olvidada en la mano. El Gordo, Roberto y el Oscar lo siguieron, revoleando golpes a diestra y siniestra, mientras el atacado trataba de sacarse de encima al Ñas Ñas, que tras la embestida, había quedado con el brazo atrapado entre el piso y el lomo peludo del Lobizón. El Flaco miraba azorado la escena, sin saber cómo reaccionar, Niqui se descostillaba de la risa, mientras el Negro se aprestaba a disparar. El sonido del rifle al cargarse y el salto del Flaco frente a la cabeza del Benito fueron simultáneos. Y no fue tanto el disparo al pecho, sino el filo del hacha rebanándole la pierna lo que lo hizo aullar de dolor, mientras sentía como la sangre caliente le pegoteaba el pantalón. El corte parecía grave, y en medio de la confusión de los muchachos, el Lobizón hizo uso de su fantástica fuerza para romperle la nariz al Negro de una trompada. “¿Qué Lobizón ni qué ocho cuartos?” vociferaba empujando a los chicos fuera de las tierras de la viuda. Ayudado por los demás, el Flaco se subió a la moto y se disponían a marchar cuando el “¡Te vamos a denunciar violador hijo e’puta!” del Negro encendió nuevamente la rabia del acusado. En dos trancazos alcanzó el Bedford del finado Ochoa y salió tras las motos con deseos asesinos. El Flaco palidecía, el Negro mascullaba insultos por lo bajo, Niqui ya no reía, y los demás iban en concentrado silencio escapando por senderos ocultos de las ruedas del camión que los perseguía. A lo lejos, la bocina de una locomotora anunciaba el recorrido de las 3 de la madrugada. “Hay que llegar al Hospital” pensaba el Flaco con la cabeza embotada por la pérdida de sangre. “Hay que llegar al Hospital”. Salieron de los campos hacia Mitre a toda la velocidad que las Pumas permitían. Desde el oeste, acercándose peligrosamente, el Bedford asomaba su nariz redondeada. Mientras que al este reverberaba el vozarrón del tren. Se aproximaban a la intersección que definiría el desenlace de tan desmedida contienda: si traspasaban las vías dejando al Lobizón detenido por la concatenación de vagones del ferrocarril, se liberarían de las garras del monstruo, y estarían a salvo para una próxima batalla. Las motos recalentaban motores, los gritos de aliento, de mutuo apoyo sustentaban el presagio de un exitoso cruce. Los durmientes atestiguaron el paso de los chicos, segundos antes de que el gigante de metal los hiciera crujir bajo su peso. Pero al alcanzar el otro lado, el Flaco se desvaneció por fin, cayendo de costado bajo la moto. El Negro, que lo seguía cerrando la caravana, alcanzó a girar antes de golpearlo con la rueda y dio el grito de alarma a los demás. Desmayado sobre las piedras de la calle, el Flaco estaba casi transparente. Y los chicos aún no lograban hacerlo reaccionar cuando el rugido del Bedford sobre sus cabezas les dejó el alma de plomo. Las fauces del Benito tras el volante destilaban hiel, por el agravio de esos mocosos que no eran más que un reflejo de la antipatía que todos le tenían por ser hijo de madre soltera. Todos menos Judith. Podía pasarles por encima con el camión, al fin y al cabo se decía que era un Lobizón, un desalmado. Podía dejarlos en el medio de la noche helada, con el amigo moribundo y dar media vuelta, de regreso a los brazos de la viuda. Podía… y quería. Pero ya se había prometido en casamiento. No tendría su hijo un padre con la conciencia sucia. Así que se bajó de un salto, levantó al Flaco y lo subió al asiento del acompañante, mientras los otros se encaramaban en la caja en medio de vítores y abrazos de alivio. Escuchó desde adelante un “¡Grandeeee Lobizón!” en medio de carcajadas, que casi lo hace sonreír. El Flaco tenía recuerdos prestados de los días que siguieron: la anestesia, la cirugía, la internación. La policía que había sido alertada de disturbios por uno de los vecinos dos días después, la reprimenda a los chicos, la disculpa forzada al Benito, a su madre y a Judith. La promesa de comportarse y el pago de unos pocos pesos para reparar los daños ocasionados en el jardín. Al tiempo se supo que la viuda contrajo segundas nupcias y que tuvo un hijo varón. Y luego le perdieron el rastro. La mirada de los chicos se volvió a la incipiente Maipú, con sus veredas floridas en la Plaza y las muchachas dando sus paseos. El Flaco conoció a Lili una de esas tardes y se olvidó de las cacerías de seres mitológicos por el campo. El Negro entró al Servicio Militar. Ñas Ñas y los otros también encontraron sus caminos. A pesar de los muchos años, la amistad los congregaba sin falta un sábado al mes en la finca de Castro Barros y Mitre. Asado, vino, truco y los recuerdos. Tantos recuerdos. Un espacio para las risas, para volver a ser niños. Alguna que otra vez salieron a disparar, ya con rifles de verdad. Oscar conservaba la Puma, que era codiciada por varios coleccionistas. Se habían comprado entre todos un combinado y escuchaban la música que los remontaba a aquellas épocas: la de los bailes, la de los lentos. Un sábado al mes volvían a ser adolescentes. Y para el que vendría, el Flaco les tendría preparada una sorpresa: El Lobizón aparecería entre ellos una vez más. Esta vez para quedarse. Después de todo, le había salvado la vida. Y ahora eran adultos, hombres de familia sin prejuicios ni supersticiones, y el destino quiso que además fueran consuegros.
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