EL FLACO, LA VIUDA Y EL LOBIZÓNUn día como hoy, 29 de mayo, nacía mi querido viejo. Y de sus tantas anécdotas de juventud en General Ortega es que nace también este cuento. Es largo y está lleno de recuerdos y nostalgias. El caso del Lobizón de Maipú salió en los diarios de esa época. Esto es una ficcionalización de aquello. EL FLACO, LA VIUDA Y EL LOBIZÓN Quién se iba a imaginar que un día el hijo del Lobizón se sentaría frente al Flaco Marquez un domingo a la tarde, y con tan extraordinario pedido. El cabello negro, la altura descomunal y los ojos, sobre todo los ojos de un ámbar profundo, le recordaban al Benito. ¡Cuando se enteraran los muchachos! Trataba de ocultar la sonrisa que se le escapaba al recordar esos tiempos. Habían pasado casi 30 años y él guardaba en su alma a aquel muchachito alto y desgarbado que había sido: inocente, simple y trabajador. El mismo que con 17 años, junto con su grupo de amigos, se había metido en un problema que casi termina con un muerto y varios presos. Corría el año 1974 y Ortega no era más que un barrio de unas pocas casas de adobe y techo de palo en medio de grandes terrenos incultivados. Las calles de tierra y piedras perfilaban las manzanas, con alguna que otra luz. La esquina de Castro Barros y Mitre era el punto indiscutido de encuentro. Apenas terminaba la jornada laboral, el Flaco Marquez, su hermano el Negro, Oscar, Niqui, el Gordo, Roberto, el Ñas Ñas y algunos otros se juntaban al pie de un pimiento a fumar y contarse sus aventuras. Pero esa noche, la de la luna llena del 2 de agosto, un mal asunto los congregaba. Se inmiscuían porque, si bien no los afectaba directamente, los rozaba de cerca. El Ñas Ñas era un sobrino lejano de la víctima y sentía la obligación moral de defender el nombre de aquella mujer. La sangre corría enérgica por las venas de aquel grupo de adolescentes enchaquetados de jean y botas tejanas recién lustradas. Rifle en bandolera – de aire comprimido – machete al cinto y las motos Puma 98 cilindradas, a punto. Una petaca de whisky robada del armario de alguna casa pasaba de mano en mano para combatir el frío del invierno entre las viñas y servía de paliativo al temor de la próxima cacería. Judith, era la viuda del viejo Ochoa, guardaba el luto todavía y los vestidos oscuros parecían avivar la belleza criolla de aquella mujer. De treinta y largos años, cargaba con el rictus obligatorio de tristeza y con más de una mirada apreciativa de los jóvenes que le trabajaban la finca. Su casa era de las pocas construcciones de ladrillo y tejas, con jardín al frente y huerta en los fondos, verja y persianas de madera, y perro de raza chiquita y ruidosa. El difunto había sido hombre de plata, dueño de un Bedford 300 y una pequeña bodega, en la cual varios de ellos habían trabajado alguna vez en los meses de cosecha. Y no era por fidelidad que ahora emprendían tamaña aventura, porque en sus tiempos el viejo pagaba poco y mal, pero lo que se rumoreaba por todo Ortega, más lo que había visto el Ñas Ñas en los fondos de la casa de Judith, eran razón suficiente para semejante emprendimiento. Hacía 6 meses que Ochoa había muerto. Una muerte pacífica. Simplemente una mañana no despertó. Y ahora su viuda estaba embarazada. Los cálculos no daban y ella hacía gala de una reputación intachable. Católica como pocas, cada domingo se la veía puntual en La Merced, hacía obras de caridad y el único lujo que se daba era un paseo por Maipú los sábados a la tarde y un helado frente a la Plaza con sus amigas del Club Social. Y de repente, una gravidez avanzada y el recato cuestionado. Para los chicos y su imaginación supersticiosa no había otra explicación: a la viuda la había violado el Lobizón. Y ante la presión de quienes le preguntaron sobre el padre de la criatura que cargaba en el vientre, ella no había dado más respuesta que un sollozo ahogado que había intentado sofocar con un pañuelo. Era entendible, la humillación que cargaba a sus espaldas por haber sido mancillada por una bestia, le impedía contar lo ocurrido. Sabido era que el licántropo local merodeaba por los campos comiendo animales y haciendo daño. A más de una dama le había hurtado las gallinas o le había marcado los brazos a moretones. Y la pobre viuda que vivía sola y ya no tenía hombre que la defendiera, había sido una víctima más. Sus campos estaban abiertos a quien quisiera traspasarlos. Las ventanas, si bien bonitas y envidiadas por todas las vecinas, eran de madera delgada y sin siquiera un perro guardián, Judith había sido bocado fácil. Todos sospechaban del Benito, el capataz. A pesar del nombre de santo era conocido el hecho de que no estaba bautizado, y aunque era hijo único, la cantidad exagerada de vello que tenía ese cristiano en el cuerpo inmenso rayaba en lo sobrenatural. Era fornido y taciturno, de ojos salvajes y seductora voz. Rondaba los 40 y no se le conocía mujer, causaba miedo y curiosidad por igual, ya que estaba en boca de todo Ortega que el Benito estaba dotado de una importante masculinidad, aunque ninguna mujer se hiciera cargo de la aseveración de los hechos. Trabajaba en la finca de la viuda, y el Ñas Ñas aseguraba haberlo visto más de una vez casi desnudo corriendo por los campos cercanos, seguramente en medio de una transformación. Era un argumento fuerte. Y esa noche, le iban a poner un balazo de sal al mentado Lobizón a modo de merecido castigo. Las manos quebradas sobre los aceleradores hacían rugir los escapes de las motos - a 40 kilómetros por hora - a campo traviesa y los gritos alborozados de los muchachos rompían la quietud de la noche. El Benito vivía en un ranchito con su madre, al que solo se llegaba recorriendo senderos medio escondidos entre las arboledas de duraznos que ellos bien conocían. Frenaron las Pumas provocando un remolino de tierra seca alrededor de la humilde casita. Con gritos imperativos e ingeniosos insultos relativos a su sobrenaturalidad, retaban a la bestia a salir a enfrentarlos. Ellos eran siete, pero él era un Lobizón. Salió Doña Dora, en batón, alpargatas con medias y una mañanita de lana sobre los hombros, con cara de haber estado durmiendo. Al verla, pequeña e inofensiva, los muchachos bajaron el tono de voz y preguntaron civilizadamente por el susodicho. La Doña no sabía, su hijo ya era un hombre grande y no daba cuenta de sus entradas y salidas. Probablemente anduviera en busca de vino y peleas. Tal era su “carácter de mierda”, en palabras de la viejita. Arrancaron y dieron media vuelta. Al regreso, más tranquilos, condujeron por los alrededores de la finca de la viuda. Vieron las luces prendidas y en el silencio del campo se oía la música que salía del tocadiscos. Dejaron las motos a un lado y se acercaron sigilosamente por los fondos. Dyango llenaba de romance los ambientes de la casa con su voz sedosa. Y ahí estaba la viuda en brazos del Lobizón, en un trance lleno de sensualidad, ofreciendo el cuello a las fauces del varón que parecía estar en medio de la transformación: con el torso desnudo e hirsuto, el miembro apretándole en los pantalones y jadeando profusamente. La escena era cautivante y los muchachos apenas pestañeaban, tal era el poder del hechizo del que eran prisioneros. El Flaco entendió todo y pareció despertar de repente tirando sin querer una de las macetas que adornaban la ventana. El perrito, que dormitaba en la alfombra de un salto alcanzó el origen del sonido y con ladridos estridentes alertó a los muchachos y al Lobizón. Se alejaron unos metros y armados de valor con la adrenalina del momento, increparon a la bestia a salir. El Negro, impetuoso como era, dio un par de disparos al aire mientras se encaraba a la puerta aun cerrada de la casa de la viuda. Salió el Benito, con su porte de montaña y tez oscura, hacha en mano y la mirada más extraordinaria que nunca. La furia que parecía despedir todo su cuerpo dejó a los muchachos helados y con el aliento contenido. Al grito de “¿Qué mierda quieren?” la luna salió de atrás de las nubes invernales, iluminando la escena de tintes de un plateado dramático, despertando el instinto aletargado por el miedo de los chicos. ¡“Morite Lobizóóóóóóón!” fue el grito de guerra del Ñas Ñas antes de salir corriendo a taclear, con sus escasos 60 kilos, a la mole que tenía enfrente. La sorpresa de tan visceral ataque lo dejó paralizado al Benito, que cayó de espaldas con el hacha olvidada en la mano. El Gordo, Roberto y el Oscar lo siguieron, revoleando golpes a diestra y siniestra, mientras el atacado trataba de sacarse de encima al Ñas Ñas, que tras la embestida, había quedado con el brazo atrapado entre el piso y el lomo peludo del Lobizón. El Flaco miraba azorado la escena, sin saber cómo reaccionar, Niqui se descostillaba de la risa, mientras el Negro se aprestaba a disparar. El sonido del rifle al cargarse y el salto del Flaco frente a la cabeza del Benito fueron simultáneos. Y no fue tanto el disparo al pecho, sino el filo del hacha rebanándole la pierna lo que lo hizo aullar de dolor, mientras sentía como la sangre caliente le pegoteaba el pantalón. El corte parecía grave, y en medio de la confusión de los muchachos, el Lobizón hizo uso de su fantástica fuerza para romperle la nariz al Negro de una trompada. “¿Qué Lobizón ni qué ocho cuartos?” vociferaba empujando a los chicos fuera de las tierras de la viuda. Ayudado por los demás, el Flaco se subió a la moto y se disponían a marchar cuando el “¡Te vamos a denunciar violador hijo e’puta!” del Negro encendió nuevamente la rabia del acusado. En dos trancazos alcanzó el Bedford del finado Ochoa y salió tras las motos con deseos asesinos. El Flaco palidecía, el Negro mascullaba insultos por lo bajo, Niqui ya no reía, y los demás iban en concentrado silencio escapando por senderos ocultos de las ruedas del camión que los perseguía. A lo lejos, la bocina de una locomotora anunciaba el recorrido de las 3 de la madrugada. “Hay que llegar al Hospital” pensaba el Flaco con la cabeza embotada por la pérdida de sangre. “Hay que llegar al Hospital”. Salieron de los campos hacia Mitre a toda la velocidad que las Pumas permitían. Desde el oeste, acercándose peligrosamente, el Bedford asomaba su nariz redondeada. Mientras que al este reverberaba el vozarrón del tren. Se aproximaban a la intersección que definiría el desenlace de tan desmedida contienda: si traspasaban las vías dejando al Lobizón detenido por la concatenación de vagones del ferrocarril, se liberarían de las garras del monstruo, y estarían a salvo para una próxima batalla. Las motos recalentaban motores, los gritos de aliento, de mutuo apoyo sustentaban el presagio de un exitoso cruce. Los durmientes atestiguaron el paso de los chicos, segundos antes de que el gigante de metal los hiciera crujir bajo su peso. Pero al alcanzar el otro lado, el Flaco se desvaneció por fin, cayendo de costado bajo la moto. El Negro, que lo seguía cerrando la caravana, alcanzó a girar antes de golpearlo con la rueda y dio el grito de alarma a los demás. Desmayado sobre las piedras de la calle, el Flaco estaba casi transparente. Y los chicos aún no lograban hacerlo reaccionar cuando el rugido del Bedford sobre sus cabezas les dejó el alma de plomo. Las fauces del Benito tras el volante destilaban hiel, por el agravio de esos mocosos que no eran más que un reflejo de la antipatía que todos le tenían por ser hijo de madre soltera. Todos menos Judith. Podía pasarles por encima con el camión, al fin y al cabo se decía que era un Lobizón, un desalmado. Podía dejarlos en el medio de la noche helada, con el amigo moribundo y dar media vuelta, de regreso a los brazos de la viuda. Podía… y quería. Pero ya se había prometido en casamiento. No tendría su hijo un padre con la conciencia sucia. Así que se bajó de un salto, levantó al Flaco y lo subió al asiento del acompañante, mientras los otros se encaramaban en la caja en medio de vítores y abrazos de alivio. Escuchó desde adelante un “¡Grandeeee Lobizón!” en medio de carcajadas, que casi lo hace sonreír. El Flaco tenía recuerdos prestados de los días que siguieron: la anestesia, la cirugía, la internación. La policía que había sido alertada de disturbios por uno de los vecinos dos días después, la reprimenda a los chicos, la disculpa forzada al Benito, a su madre y a Judith. La promesa de comportarse y el pago de unos pocos pesos para reparar los daños ocasionados en el jardín. Al tiempo se supo que la viuda contrajo segundas nupcias y que tuvo un hijo varón. Y luego le perdieron el rastro. La mirada de los chicos se volvió a la incipiente Maipú, con sus veredas floridas en la Plaza y las muchachas dando sus paseos. El Flaco conoció a Lili una de esas tardes y se olvidó de las cacerías de seres mitológicos por el campo. El Negro entró al Servicio Militar. Ñas Ñas y los otros también encontraron sus caminos. A pesar de los muchos años, la amistad los congregaba sin falta un sábado al mes en la finca de Castro Barros y Mitre. Asado, vino, truco y los recuerdos. Tantos recuerdos. Un espacio para las risas, para volver a ser niños. Alguna que otra vez salieron a disparar, ya con rifles de verdad. Oscar conservaba la Puma, que era codiciada por varios coleccionistas. Se habían comprado entre todos un combinado y escuchaban la música que los remontaba a aquellas épocas: la de los bailes, la de los lentos. Un sábado al mes volvían a ser adolescentes. Y para el que vendría, el Flaco les tendría preparada una sorpresa: El Lobizón aparecería entre ellos una vez más. Esta vez para quedarse. Después de todo, le había salvado la vida. Y ahora eran adultos, hombres de familia sin prejuicios ni supersticiones, y el destino quiso que además fueran consuegros.Ver más
SamādhiJamás había ido a una clase de yoga. Ni siquiera le llamaba la atención. Pero intentaría cualquier cosa con tal de salir de su casa dos horas a la semana y olvidarse de su caos cotidiano. Por eso cuando le llegó la invitación, no lo dudó. Se anotó, se apresuró a agendarlo en el calendario que colgaba de la pared de la cocina, lo remarcó en verde y se dispuso a esperar los cuatro días que faltaban. El lugar era de un blanco armonioso, con un espejo inmenso en el fondo que le daba amplitud. El piso claro, las luces tenues, el aroma a mirra y lavanda que acompañaba el sonido de una cascada de agua, completaban su carácter onírico. La clase empezó y odió su cuerpo, la falta de flexibilidad de esos últimos 23 años sin ejercitar más que la maternidad y las labores de la casa. Le dolían los pies, las articulaciones, se sentía un monstruo en medio de esas personas envidiablemente ágiles y que reflejaban en sus facciones relajadas un estado de felicidad que ella desconocía. Siguió imitando las posturas, tratando de silenciar su mente. En algún momento, un par de lágrimas se le escaparon. Estaba tan cansada, tan aburrida de su vida monótona y sin sobresaltos. Había conseguido todo lo que quería: el esposo ideal, los hijos, la casa, el auto, las vacaciones dos veces al año y una buena obra social. Le parecía egoísta querer más cuando otros tenían mucho menos. Sin embargo, se sentía tan vacía. Hacía años que una oscuridad en su interior le carcomía la paz. Al final, ¿tanto para qué? Si los hijos finalmente se irían, su marido seguiría siendo tan insoportablemente perfecto, y su vida tan plana y aburrida... Lo peor es que no tenía ganas ni energía para cambiar lo que le venía molestando hacía años. El tedio había enterrado sus sueños de felicidad. Solo deseaba a veces, para luego sentirse culpable, desaparecer... Una hora y media después, la clase fue bajando de intensidad hasta llegar a la postura final: savasana, la del cadáver. Logró que el suelo bajo su cuerpo drenara todo su peso, consciente y mentalmente presente se dispuso a aprovechar al máximo esos últimos minutos. Sintió el silencio, se dejó llevar por los sonidos del ambiente, de su propia respiración, de los latidos de su sangre en las venas... Y sin querer, se fue... Lejos, muy lejos... A un estado de consciencia superior e increíble. Se sintió liviana, etérea, libre de cadenas, feliz. Fue una con el universo que la habitaba y la rodeaba a la vez. Voló a galaxias lejanas, fue creadora de mundos, diosa de multitudes, adorada, fue temible y venerada, dueña del tiempo y del espacio. Sobre todo fue ella. Lejos del caos de su mente. Fue alma. Fue espíritu. Fue aire. Fue paz infinita... Sus compañeras se sonrieron al principio, a veces costaba salir del letargo de la última postura. Trataron de llamarla suavemente al principio, sin animarse a tocarla. Al cabo de una hora, la desesperación quebrantaba la armonía del salón, la zamarreaban, le mojaban la cara, alguna que otra cachetada le dieron. Nada parecía traerla de vuelta. Llamaron al 911 y a su marido. La llenaron de cables, le hicieron estudios. Físicamente estaba bien. Era su mente la que no se decidía a despertar. Y así yació por siempre, ajena a la realidad, con una expresión pacífica en el rostro que casi parecía de felicidad, sumida en su mente: Samādhi* *Samādhi es un estado de conciencia de ‘meditación’, ‘contemplación’ o ‘recogimiento’ en la que el meditante siente que alcanza la unidad con lo divinoVer más
DOS DE ABRIL—¿Qué pasó?— me pregunta mi hijo sin despegar los ojos de las imágenes en blanco y negro que desfilaban en el televisor. Tomé un mate despacito para bajar el nudo en la garganta que inevitablemente me cortó el aliento— ¿Por qué ríen? ¿Por qué lloran? ¿Dónde están? ¿Esas son flores? Él tiene cuatro años, la misma edad que tenía yo cuando los vi pasar en caravanas frente a la plaza de mi barrio. Subida en los hombros de mi papá los aplaudíamos y vitoreábamos. Ellos reían y también lloraban. Y yo me hacía las mismas preguntas. Más tarde comprendí que en la nieve no crecían las flores, no eran pétalos los que dejaban atrás, era sangre: la propia y la de los hermanos. Reían por no llorar, lloraban porque no se podía hacer más. Los habían mandado 74 días a un infierno que quemaba por lo frío, y si no, por los disparos. Pero que de cualquier forma ardía. ¿Qué pasó? ¿Cómo le cuento el horror, las mentiras que nos contaron, la masacre de la que fueron víctimas miles de nuestros chicos? ¿Cómo explicarle que nuestro vecino no volvió a ser el mismo desde que su hijo se fue y no volvió? ¿Y que los que volvieron nunca estuvieron aquí del todo? ¿Cómo hablarle de la corrupción que envolvía una guerra infame sin que me atacara la vergüenza? ¿Cómo le digo que los dibujos, los chocolates y las frazadas que enviábamos a las islas para nuestros soldados quedaron olvidados en escritorios de peces gordos que se enriquecían en oficinas templadas, mientras los pibes allá morían de frío? ¿Qué se le dice a un niño que quiere saber, que siente en el pecho todavía el orgullo de ser parte de un país inmenso, cómo mantener viva la Patria en ese corazón sin mentir? —¿Qué pasó? Que desde 1982 tenemos un montón de héroes, muchos nos cuidan desde lejos, otros viven todavía entre nosotros. Eso pasó. Lloran y ríen porque eso es lo que los hace grandes, porque a pesar del miedo pelearon hasta el último aliento por vos, por mí y por todos. Son valientes como pocos, eran tan fuertes que dejaron flores a su paso, en algunas hasta crecieron cruces que se alzan en tierras lejanas como eterno recordatorio de que por ahí pasaron gigantes. Y está prohibido olvidar.Ver más
EL REENCUENTROYo intuía que era una trampa. Algo en mi interior me lo advertía pero no quise escuchar. El viaje tan lejos. Todo pago. Justo cuando yo no tenía un peso. Su amabilidad excesiva. El fogón al lado del lago. Las promesas de un nuevo comienzo. Esa frase que me sonó irreal: "yo te perdono hasta lo que no sé". Y otra que había leído por ahí: "no se vuelve con un ex"... Y ahora me encuentro sola. No está. Tampoco su mochila. No sé a qué hora se fue. No lo escuché. Solo la carpa y yo. En medio de este campo ignoto, frente a un espejo de agua que refleja mí ingenua credulidad. No sé para donde ir. Desespero. No hay señal. No sé dónde estoy. No sé qué hacer. Venía paliando mi soledad a duras penas con un trabajo horrible y ni una sola amistad. Una plana concatenación de días tristes y noches solitarias. Una existencia desabrida, una crisis emocional eterna. Empiezo a escuchar ruidos de animales que no sé que si son reales. El frío me carcome las entrañas. El viento tambalea mis pies y mí cordura. Lloro. Vomito. Grito. Aúllo al sol que se asoma despacio. Me desangro en llanto. Basta. Hasta acá llegué. Demasiadas lágrimas en los pocos años que tengo. Nada más por qué vivir. Mí última esperanza me dejó atrás, como quien abandona a un mal sueño. El lago parece tan apacible. Y recuerdo los finales de Alfonsina Storni, Safo y Woolf mientras las piedras heladas se me clavan en las plantas de los pies. No sé nadar, así que no va a ser difícil dejarse llevar. Mí último pensamiento se lo dedico a él: ojalá te pudras, cabrón. Quince minutos más tarde arriba el enamorado, con un ramo de flores silvestres, café y chocolates. Las mejillas rojas por la caminata y un collar en el bolsillo envuelto para regalo, con un ágata del mismo color que el agua.Ver más
FAMILIAEn su día, vuelvo a compartir un cuentito hecho para mis pequeñas criaturas: Alfonso, Aika y Cora. ------------------------------------------------------------------- _Cuéntenos lo que sabe señora. Su nombre no figurará en ningún registro. Es totalmente anónimo. Y puede solicitarle al juez la protección especial para testigos y una reducción de su condena. _No hace falta, detective. No les tengo miedo. Pero ustedes deberían. Todos deberían. _¿Quiénes son? _Son una organización sin nombre. Una logia. Una fraternidad. Lo cierto es que jamás el mundo conoció personas así. No parecen humanos. Son tres. Y su único objetivo es sembrar el terror adónde van, no reconocen autoridad alguna. Buscan la libertad absoluta de acción y eso es lo que los hace terribles e impredecibles. El dinero, es secundario. Lo consiguen solo para poder abastecer sus reservas de armamento y tecnología. Fonsi es el mayor: es un especialista en sistemas y robótica. Inventor. Científico. Tiene varios títulos universitarios. Es un prodigio. Una mente privilegiada. Tuvo una infancia complicada, pero no violenta. Fue muy sobreprotegido. Sociópata. Impulsivo. Violento bajo presión. Peligroso. Aiko es el cerebro. Con un coeficiente intelectual superior, es la encargada de la logística. Metódica. Calculadora. Es la mente maestra. Lo más parecido a un líder que tienen, sin embargo no lo es. Mata a sangre fría, no tiene escrúpulos para la traición, aunque es leal a los suyos como ninguna. Es ambiciosa. Roza en la megalomanía. Infiltrarse en las esferas de poder fue su idea. Lleva años planeándolo. Quería ver qué tan alto podía llegar. Y llegó a la cima. Ahora tienen en su poder un conocimiento invaluable. Coraline, o el colibrí, como la conocen es la menor. Quizás la más peligrosa de los tres. Es encantadora. Bellísima y carismática. Una experta en manipulación. Un fantasma. No tiene huellas, no existe acta de nacimiento, documento ni acta donde figure su nombre. Esta totalmente afuera del sistema, por eso fue capaz de ganarse la confianza (y estoy segura que el corazón también) de la cabeza de la organización. Psicópata. Goza con el sufrimiento ajeno, pero no de cualquiera. Tiene altos estándares morales (los tres los tienen) sus víctimas son siempre personas con algo que pagar. Y lo que hicieron. Parece ficción. Pero es verdad. Me consta. Se posicionaron por encima de los titiriteros que nos manejan a voluntad. No me explico cómo, pero lo lograron. El destino de todos está en sus manos ahora. Lo único que resta preguntarse es qué clase de líderes van a ser. Tienen el potencial para ser magnánimos o para desatar el caos mundial. _Lo que nos cuenta concuerda con los perfiles que estábamos proyectando de estos criminales. Parece conocerlos a fondo... _Por supuesto que los conozco, son mis hijos. Me pidieron que lo distrajera mientras instalan las bombas con las que van a sacarme de acá. No se apure, detective. Ya está hecho. Ahorre víctimas. Usted los ha visto de cerca. Sabe que no hay fallas en su operar. Evacue el edificio. Deje el paso libre. Es un hombre inteligente. No intente negociar con terroristas. Son una manada de lobos totalmente descontrolada. Una aplanadora. Déjeme ir. Ya no hay nada que hacer...Ver más
LA PONDEROSALos nombres que me ponían era lo de menos: el innombrable, el pusilánime, el inservible, el miserable, el anormal, el desnaturalizado. Ante los ojos del mundo yo era el típico padre abandónico, el cliché de moda. Y peor. Y sí, me fui. No lo soporté. ¿Inmadurez? Quizás. ¿Egoísmo? Probablemente. ¿Desesperación? Definitivamente. Me fui. Me fui y no volví. No llamé. No dejé una dirección donde ubicarme. Cambié mis correos, mis datos, renuncié a mi vida, a mis amigos, a mi país, a mi apellido, a todo. Desaparecí. Vendí lo poco que tenía, pedí plata, robé, estafé y me mudé a la otra parte del mundo. Lejos. Lo más lejos posible de la villa de mierda que me vio crecer. En plena ciudad, La Ponderosa se levantaba como una herida infectada que supuraba mugre y gusanos, y entre tanta alimaña destacaban ellas. Las dos por igual. A esas el diablo las había juntado, y juro lo destronaron. Pero antes me hicieron la vida imposible a mí. Una, mi madre. Severa, desalmada, cumbiera. El cigarrillo siempre en los labios, junto con la risa fuerte y el insulto. No recuerdo una mirada limpia, ni un te quiero. Apenas la palmada condescendiente en la espalda cuando le dije que iba a ser abuela. No le conmovió que yo tuviera recién cumplidos los diecisiete, pero cuando le traje a La Oki al rancho le dio todos los abrazos que a mí me negó. Fueron uña y carne desde el día uno. Ella la acompañaba a los controles, bailaban y tomaban, cocinaban para dos, se sentaban en la vereda a decirle cosas a los pibes que pasaban, y si yo estaba presente, se reían de mí. No sé cómo me enganchó. O sí sé y no lo quiero reconocer: por pelotudo, por perejil, porque ella era la inalcanzable, el culo de oro, y por alguna razón me dio bola y yo caí. Y de ignorante no me cuidé, porque era mi primera vez, y en algún lado escuché que con forro no era lo mismo, y yo quería sentir. Y yo sentí, mientras cabalgaba sobre ella, que tocaba el cielo con las manos. Era tan suave, tan linda, y me miraba con esos ojazos color miel… pero la caída fue fatal. Al mes me dijo que no le venía, y robamos de una farmacia un test que me bajó a la tierra de un plomazo desde sus dos líneas violetas. Ella contenta y yo queriéndome morir. La Popi nació prematura. No entendí bien por qué. Y con problemas que al principio no supimos reconocer. La vestían siempre de rosa y era un placer mirarla. Era lo único lindo y puro de ese charco podrido donde vivíamos. Qué ganas de llevármela lejos. A ella solita. Me imaginaba siempre a los dos viviendo en una casita cerca de la playa, conociendo el mar juntos y que ella me llamara papá. Pero La Popi no habló nunca, tampoco se movió. Yo sabía que alma tenía, porque se le notaba en los ojitos tan dulces, pero por fuera fue siempre un bebé. Y cuando llegó Fernandito justo un año más tarde, la casa se volvió un caos. Yo no daba más de changuear por monedas que La Oki y mi mamá gastaban en porro y cerveza. Los niños estaban limpiecitos, y no les faltaba leche, pero no conocían una carne, un guiso, una golosina. Lo que entraba, lo farreaban. Y no aguanté. Yo quería irme de la villa, no pertenecía a ese lugar, quería estudiar, ser alguien que pudiera tener un trabajo y una vida mejor. Se los dije, se rieron como siempre, me apedrearon el sueño y me fui enojado a la esquina más lejana a limpiar vidrios. Y no volví sino hasta tres días después, de pura bronca. Cuando llegué, estaban locas. Re puestas, drogadas vaya a saber con qué. No había un alma en la calle, como siempre que pasa algo malo y nadie se entera ni ve nada. La casa dada vuelta y ni rastro de los niños. No estaba la ropa, ni la leche, ni los pañales. La única foto de ellos que tenía en la pared había desaparecido, con portarretratos, chinche y todo. Nada. Como si no hubiesen existido nunca. Desvanecidos. Les pregunté por ellos y solo me miraban, en un pacto de silencio inescrutable, apenas soslayado por una sonrisa descraneada que se les escapaba por las comisuras. Corrí a la calle, grité por las ventanas, golpee puertas, fui a la policía. Pero negro, sucio y villero, mi denuncia fue ignorada con la misma facilidad con la que la gente de bien ignoraba a La Ponderosa en general, aunque esta les estuviera pasando la lengua por los bordes de sus barrios bonitos. Llegué a creer que estaba loco. Que el que se había pasado de falopa era yo y había imaginado que crecían dos flores bonitas en medio de la mugre de la villa. Y La Oki y mi mamá, haciendo sus vidas como si nada. Cocinando para dos y tomando en la vereda, con la cumbia sonando a todo volumen desde la radio que se negaba a romperse por más golpes que tuviera. Pasaron días, pasaron meses, pasó casi un año, y ni noticias de La Popi y Fernandito. Me acostumbré a no preguntar, a no mentarlos, y a seguir buscando disimuladamente. Dos niños no podían desaparecer así como así… pero sí. Y con ellos mis ganas de perderme entre los labios de mi mujer, y de escuchar a mi madre, y de sentir… Así que me fui. Las dejé sin un peso. Vendí hasta los tenedores y me fui para no volver. Dejando enterrados en el fondo de un cajón, oculto en mi memoria los recuerdos de mis hijos, soltando el desprecio de mi madre, los ojos de La Oki, y las calles embarradas de la villa… Pasaron días, pasaron meses, pasaron años… hasta que sentado en mi oficina, en un tercer piso con vista a la playa, una voz con gusto a cumbia me llamó la atención desde el televisor más cercano. Ahí estaban, Magdalena y Sonia según los periodistas, llorando la aparición sin vida del cuerpo de mi hijo después de seis años. Enterrado en un baldío cercano, había descubierto su tumba malhadada una empresa constructora. Y también estaba ella, más grande, pero siempre bebé. Milagrosamente aparecida, mirando las cámaras con desesperación, enviando un grito de ayuda mudo al mundo que la miraba con pena, mientras defenestraban el nombre de su papá: el innombrable, el pusilánime, el inservible, el miserable, el anormal, el desnaturalizado, el que se había ido sospechosamente al poco tiempo de la desaparición de Fernandito, para nunca más volver.Ver más
EX NOVIAEX NOVIA _ No entiendo por qué se les hace tan difícil quererme bien. No pido mucho: amor y respeto. Lo normal. Después de todo ¿quién no quiere un poco de normalidad en su vida? Pero no. No se atreven. O son cobardes o son inmaduros, o una fatal mezcla de ambas cosas. Y la que resulta lastimada soy siempre yo... ¿acaso creen que no siento nada? Me duele el desamor y la indiferencia. No soporto la traición. Me violentan las mentiras. Soy joven, soy hermosa e independiente. No tengo familia a quien rendirle cuentas. Soy sumamente encantadora e inteligente. Tengo mis mañas, como cualquier mujer y busco lo que la mayoría de ellas: un hombre, un compañero, alguien que se quede, que se entregue por completo. Luego de un tiempo todos cambian y sólo quedan vestigios de lo que eran al principio. Yo decido quedarme con lo bueno. Elijo ser así y me hago cargo. Prefiero darle un cierre a las historias y preservar para siempre los recuerdos... De Luis me gustaba la altura. 1.90 de pura sensualidad y fuerza. Pero no tenía los pies en la tierra y quiso huir con una compañera de la Universidad. Nahuel era cantante. La voz más dulce que he escuchado. Me cantaba al oído y el mundo entero dejaba de girar. Pero otras veces explotaba de celos y de esa boca tierna salían las palabras más duras e hirientes que te puedas imaginar. El ingeniero Núñez era una máquina sexual. Fuego absoluto en 18 cm que me hacían perder la razón. Con la misma intensidad me llevaba al cielo o me bajaba al infierno. A veces demasiado. No lo soportaba y tuve que dejarlo ir. Y vos, Alejandro... dueño de esos ojos tan verdes, tan claros, tan bellos. Si solo los hubieras usado para mirarme a mi, no estarías ahora en este aprieto. Te amé, como a todos ellos. Ahora sólo me quedará el recuerdo de tu mirada... -dijo ella mientras acercaba el bisturí al rostro demudado de terror de quien fuera su novio. Desde la repisa, en frascos con formol, los trofeos de sus ex eran mudos testigos de la nueva adquisición a la colección de la más buscada asesina serial de San José. _ Elijo ser así. Y me hago cargo.Ver más
EL VIEJOLes comparto el cuento que quedó seleccionado por mi equipo para las semis del Mundial de Escritura... Y aunque no pasó a la siguiente instancia, haber sido seleccionada por un grupo de escritores increíbles, entre casi 150 cuentos más increíbles aún, para mí es un logro y un orgullo... EL VIEJO No podía creer lo que veían mis ojos. Toda mi vida y mis creencias se desmoronaban a medida que el video corría. Habían pasado más de veinte años y ya no quedaba quien reclamara justicia. Nadie a quien pedirle perdón, nada que hacer. Para ese entonces yo era chico, no tenía idea de nada. Solo creía en dos cosas: Maradona era Dios, y mi abuelo estaba sentado a su derecha. Mi mamá había muerto y mi papá nos había dejado con el viejo. Él estaba en el exterior persiguiendo el sueño americano, y desde lejos nos mandaba el dinero para mantenernos a mí y a mi hermano. Los teléfonos sonaban solo para los cumpleaños y las navidades, y llegaban casi al mismo tiempo encomiendas con ropa y zapatillas. Nunca un juguete. Nunca una carta. Fue mi nono quien nos educó, quien nos enseñó a defendernos. Quien nos quiso entrañablemente. Fue la figura paterna real que no teníamos. Era amigo, era cómplice, era un alma joven en una carcasa de muchos años. Y nosotros dos éramos sus personas favoritas en todo el universo. El viejo era nuestro ídolo. Por eso jamás dudamos de él. Por eso hicimos lo que hicimos. Entrando a la adolescencia acomodamos el galponcito del fondo para tener nuestro propio espacio. Reparamos el motor de una heladera vieja. Llevamos la radio de la habitación, acomodamos una tele con videocasetera frente a un sillón de cuero viejísimo, al lado descansaba la filmadora que nos había llegado de regalo. Restauramos la mesita de la abuela, llenamos los estantes de vasos, reinstalamos las luces, y le pusimos baldosas nuevas al piso. Decoramos con cuadros y vinilos en desuso. Limpiábamos una vez cada uno, y si teníamos la suerte de tener una cita privada con alguna amiguita, colgábamos una tijera en la columna de la entrada, disimulada señal para resguardar la intimidad. Mi abuelo conocía de nuestros códigos y se divertía con nuestras anécdotas. Siempre instándonos a ir más allá de las cosas que hacíamos: si charlábamos con una chica, lo siguiente era besarla. Si la besábamos, lo siguiente era tocarla. Si la tocábamos, lo siguiente era... Sabios consejos de quien considerábamos "el hombre" por excelencia. Una tarde vino la policía. Nos hicieron salir al patio, y después de minutos que parecieron horas, mi abuelo nos permitió pasar. -Les voy a contar lo que andan diciendo por ahí para que no se enteren por alguien más. Porque los quiero, porque los he cuidado toda la vida, y jamás les he hecho faltar nada. Porque puede que se vengan días difíciles si no hacemos algo antes. Pero ustedes y solo ustedes me podrán juzgar. Dicen que violé a una piba. A una de las chirusitas amiga de ustedes. Y carajo, prefiero que caiga la sospecha sobre mí que soy un viejo y ya tengo un pie adentro de la tumba y no sobre ustedes. Dicen que la forcé, que la llevé atrás y le hice no sé qué cosas a la piba. Imagínense. Se me cae la cara de vergüenza. No tienen pruebas pero es su palabra contra la mía. Que lo parió... Recuerdo sus lágrimas y todavía me estremecen. Jamás lo había visto llorar. Era como ver a un Hércules derrotado. Ni siquiera lo dudamos. Intercambiamos miradas con Joaco y no hizo falta más. Tácitamente decidimos hacer justicia por mano propia. Quemar el mundo si era necesario con tal de borrar la imagen triste del viejo. Le hicimos la vida imposible a la pobre Mary. Al punto de hacerla dejar la escuela y de que tuviera miedo de salir. Finalmente, y después de inenarrables maldades logramos que se cambiaran de casa. La denuncia quedó en la nada. La justicia era otra en aquellos años. Mucho después supimos de un incendio que había acabado con toda la familia. Pensamos que era justicia divina, y vivimos con la satisfacción de haber limpiado el nombre del viejo, con quien compartimos doce años más hasta que murió de un infarto, tranquilo en su cama. Qué equivocados estábamos... La casa se había vendido. Joaco amasaba su pequeña fortuna en el exterior, y yo me apresuraba a liquidar todo para seguirlo. Embalando las cosas de la piecita, encontré una envoltura escondida detrás de un ladrillo suelto sobre una de las repisas. Un VHS de los nuestros, quizás la filmación de uno de los cientos de bailes que armábamos. La videocasetera andaba a la perfección, pero el televisor me devolvía una imagen que me costaba procesar: me mostraba de frente a mi abuelo, mi querido viejo, con la verga en la mano y una pistola en la otra. En el sillón, Mary sangraba y lloraba en silencio mientras se desnudaba despacio.Ver más
EL TRATONico está sentado en el banco con la vista perdida en un punto fijo adelante de él. Está cansado y se le nota. Ha llorado y se le nota. Cada tanto suspira. Cada tanto una lágrima resbala por sus mejillas enflaquecidas. Murmura palabras inentendibles y se balancea levemente de atrás hacia adelante. - Ahí está otra vez. Ha venido todos los días desde hace meses. - Yo creo que debería buscarse algo útil que hacer. - No seas así, se ve a kilómetros que está mal. - Cómo la mayoría de las personas... - Todos hemos pasado por esos estados, vos también. - ¡Por supuesto! Y lloré, y renegué, y caí pero todos me vieron resurgir. - ¿Nos está hablando? - No. Habla solo. - ¿Y si nos acercamos? - ¿Para qué? Siempre dice lo mismo. - Pero... - Ya sabes que es lo que quiere. Y no, no nos vamos a dejar manipular. - Me conmueve tanto... - Tu corazón es enorme, pero yo lo conozco. - Me parte el alma... - A vos todos te parten el alma, deja de joder. Si vas a escuchar a todos los que como él, quieren lo mismo, se nos arruina el negocio. - Es uno solo... - Es uno solo... hoy. Mañana va a ser otro, y pasado dos. Y así no se puede María. - Cómo podes ser tan rígido... - Nos conocemos desde hace mucho. Sinceramente me extraña que me juzgues así. Y me ofende un poco también. - No, tampoco es para que te ofendas. Es justamente por la confianza que nos tenemos que puedo decirte estas cosas. - Soy taxativo. Ya lo sabes. - Lo sé… - No fui flexible ni con tu hijo… - Me acuerdo… - Y no me pongas esa cara, alguien aquí debe ser inconmovible para que las cosas funcionen. - Está bien, si entiendo. - Siempre me toca ser el malo. Pero nadie se pone en mi lugar. - No te victimices. Te encanta ser el malo de la película. En el fondo disfrutas que al final, todos se postren a tus pies. - Es que me da bronca, Mari. Tienen tanto potencial, y piensan que viniendo acá con lágrimas en los ojos, todo se les va a solucionar. Como si tuviéramos poderes mágicos. No se dan cuenta de que el poder está en ellos. - Son diferentes a nosotros, negro. Nosotros vemos las cosas de otra forma, y también nos costó lo nuestro. - No se puede. No lo voy a hacer. - Me recuerda mucho a mi hijo. La misma complexión, el mismo color de pelo… - ¡Ay por favor! Acá podría venir un marciano, y vos le encontrarías semejanzas también con él. - Bueno, tampoco tan así. Nico es especial. - No, no lo es. Es uno más. Tenés que aprender a separar tus sentimientos del trabajo. - Es difícil. - Para mí no. Yo no los veo como humanos, no les pongo nombre, ni me interesa su historia. Todos tienen un turno, y un número asignado. Cuando les toca, los busco. No hay lola. Alguno que otro se me puede escapar, no soy perfecto, lo reconozco. Pero nadie podrá decir nunca que no cumplo bien con mis funciones. - Nadie está diciendo eso. Estás susceptible hoy... - Me haces mal. Me haces sentir culpa. Por no seguirte la corriente. Pero si lo hago, después voy a sentirme mal por fallarme a mí mismo. De cualquier forma, salgo perdiendo yo. - Tenés razón. Discúlpame. No es mi intención ponerte en un compromiso. Es que no lo puedo evitar. Lo veo tan frágil, tan inocente, tan incomprendido. - Quiere morir, María. No sabe lo que está pidiendo. Es de los que se arrepienten a último momento, lo sé. - Quizás no… - Hacemos así, y quedamos los dos contentos: Déjalo morir, que vea la luz, que vea el flash de toda su vida pasar frente a sus ojos. Démosle un susto, pero que vuelva. Que tenga un atisbo del más allá. Pero que después espere su turno. - Con eso va a ser suficiente. Gracias. Al final, sos un gran amigo. - Y vos una gran manipuladora. Que no se te haga costumbre. Andá, dale la señal que tanto espera. Y que lo atropelle un auto al salir de la iglesia. Va y vuelve. Quedamos todos contentos.Ver más
LOCAEn el marco del Mundial de Escritura, hoy la consigna era de todo menos inspiradora. Pero algo salió, llegué al objetivo, y quedó divertido... Así que, lean! Y no se olviden de invitarme un cafecito ;) ................................................................................................................................................................. Lorena frena de golpe el auto, haciendo chillar las ruedas contra el asfalto, estaciona casi sobre la vereda y baja hecha furia, golpeando la puerta. Revolea con fuerza una bolsa de papel y toca insistentemente el timbre de un edificio. Entra a grandes zancadas y pasa al consultorio sin golpear. —¡Acá tenés tus libros del orto! —¿Que paso Lore? Cálmate por favor... —Cómo Superar a tu Ex Aunque Compartan el Lugar de Trabajo. Pero que se vaya a la mierda tu autor favorito, ¡¡morite Dacrem!! No sirve para nada tu discurso edulcorado de psicología barata. De qué me sirve el libro, me querés decir. Si el cabrón no solo es mi jefe, sino que además llevó a trabajar a su amante ¿entendés? A la turra por la que me dejó. La que vive en la que era mi casa, y la que se quedó con mis perros. Y encima le da un puesto superior al mío, así que además de querer asesinarla, tengo que hacerle el café. Y no, no puedo renunciar porque si no, no puedo pagar el alquiler del mono ambiente espantoso que conseguí. Y acá tenés el otro, Recuperar el Amor Propio con Veinte Kilos de Más. Es una mentira, no voy a bajar de peso, no quiero hacer dieta, si me quiero comer cuatro milanesas por almuerzo, me las voy a comer y que se vayan todos a la concha de su madre. No me gusta ejercitar, no voy a salir a correr, ni a entrenar habiendo comido un sándwich de huevo con germinaciones que saben a bosta de caballo. Quiero morirme llorando en el sillón con un balde de helado encima mientras veo comedias románticas que me hagan llorar más todavía, porque mi vida no es como en las películas. Porque mi ex no va a volver a quererme y porque tú terapia de mierda es inservible. —Lore, sentate. Contame que pasó... —No me quiero sentar. Y no me digas Lore, que no soy tu amiga. Desde ahora me llamas Licenciada Lorena Martínez. —Pero vos no sos Licenciada… —Me importa un pito. Cómo voy a trabajar mi amor propio si ni vos me respetas. Sos una hija de puta, cómo me vas a recomendar estos libros. Si antes me quería matar, ahora además quiero matarte a vos también. Porque hay que ser muy poco profesional para darme lecturas que me generen sentimientos suicidas. Yo estoy vulnerable y vos me apuñalas por la espalda. —No era obligatorio que los leyeras. Si viste que te hacían mal, ¿por qué los terminaste? — Pero ¿Sos tarada o te haces? ¿No me dijiste vos qué tengo tendencia a ser complaciente? ¿Qué no puedo decir que no? ¡Noticia de último momento! Con todos soy así, no exclusivamente con el cerdo infiel de mi ex. Con mi vieja también, que me controla hasta las veces que voy al baño, y vive en México. Y con mi hermano, que me vive endeudando cada vez que me pide la tarjeta… —No se la prestes… —Claaaaaaro… como no se me ocurrió. La verdad que sos brillante. ¿Vos te olvidaste por qué vine acá en un principio? Porque el imbécil metió en mi casa a ese gato apachurrangado… —Esa no es una palabra Lore. —¡Ahora sí es! Me la metió a la casa con el cuento de que era la prima, y yo le dije que estaba bien. Y después los encontré besándose, y me dijo que era un malentendido, y yo le creí. Y después cuando los encontré en la cama, me pidió perdón y me dijo que me necesitaba, y yo lo perdoné. Básicamente vine por la pelotudez crónica que sufro a que me ayudaras. Y lo hiciste. Lo confronté. Me mudé… —Te echó… —Vos te estas ganando una piña, loca. Como sea, me fui. No me he pegado un tiro, no he matado a nadie todavía… ¿pero esto? Cómo Perdonar a tus Enemigos Haciéndoles Favores… esto es demasiado. Renuncio.Ver más