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EL VIEJO
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Les comparto el cuento que quedó seleccionado por mi equipo para las semis del Mundial de Escritura... Y aunque no pasó a la siguiente instancia, haber sido seleccionada por un grupo de escritores increíbles, entre casi 150 cuentos más increíbles aún, para mí es un logro y un orgullo...
EL VIEJO
No podía creer lo que veían mis ojos. Toda mi vida y mis creencias se desmoronaban a medida que el video corría. Habían pasado más de veinte años y ya no quedaba quien reclamara justicia. Nadie a quien pedirle perdón, nada que hacer.
Para ese entonces yo era chico, no tenía idea de nada. Solo creía en dos cosas: Maradona era Dios, y mi abuelo estaba sentado a su derecha. Mi mamá había muerto y mi papá nos había dejado con el viejo. Él estaba en el exterior persiguiendo el sueño americano, y desde lejos nos mandaba el dinero para mantenernos a mí y a mi hermano. Los teléfonos sonaban solo para los cumpleaños y las navidades, y llegaban casi al mismo tiempo encomiendas con ropa y zapatillas. Nunca un juguete. Nunca una carta.
Fue mi nono quien nos educó, quien nos enseñó a defendernos. Quien nos quiso entrañablemente. Fue la figura paterna real que no teníamos. Era amigo, era cómplice, era un alma joven en una carcasa de muchos años. Y nosotros dos éramos sus personas favoritas en todo el universo. El viejo era nuestro ídolo. Por eso jamás dudamos de él. Por eso hicimos lo que hicimos.
Entrando a la adolescencia acomodamos el galponcito del fondo para tener nuestro propio espacio. Reparamos el motor de una heladera vieja. Llevamos la radio de la habitación, acomodamos una tele con videocasetera frente a un sillón de cuero viejísimo, al lado descansaba la filmadora que nos había llegado de regalo. Restauramos la mesita de la abuela, llenamos los estantes de vasos, reinstalamos las luces, y le pusimos baldosas nuevas al piso. Decoramos con cuadros y vinilos en desuso. Limpiábamos una vez cada uno, y si teníamos la suerte de tener una cita privada con alguna amiguita, colgábamos una tijera en la columna de la entrada, disimulada señal para resguardar la intimidad.
Mi abuelo conocía de nuestros códigos y se divertía con nuestras anécdotas. Siempre instándonos a ir más allá de las cosas que hacíamos: si charlábamos con una chica, lo siguiente era besarla. Si la besábamos, lo siguiente era tocarla. Si la tocábamos, lo siguiente era... Sabios consejos de quien considerábamos "el hombre" por excelencia.
Una tarde vino la policía. Nos hicieron salir al patio, y después de minutos que parecieron horas, mi abuelo nos permitió pasar.
-Les voy a contar lo que andan diciendo por ahí para que no se enteren por alguien más. Porque los quiero, porque los he cuidado toda la vida, y jamás les he hecho faltar nada. Porque puede que se vengan días difíciles si no hacemos algo antes. Pero ustedes y solo ustedes me podrán juzgar. Dicen que violé a una piba. A una de las chirusitas amiga de ustedes. Y carajo, prefiero que caiga la sospecha sobre mí que soy un viejo y ya tengo un pie adentro de la tumba y no sobre ustedes. Dicen que la forcé, que la llevé atrás y le hice no sé qué cosas a la piba. Imagínense. Se me cae la cara de vergüenza. No tienen pruebas pero es su palabra contra la mía. Que lo parió...
Recuerdo sus lágrimas y todavía me estremecen. Jamás lo había visto llorar. Era como ver a un Hércules derrotado.
Ni siquiera lo dudamos. Intercambiamos miradas con Joaco y no hizo falta más. Tácitamente decidimos hacer justicia por mano propia. Quemar el mundo si era necesario con tal de borrar la imagen triste del viejo.
Le hicimos la vida imposible a la pobre Mary. Al punto de hacerla dejar la escuela y de que tuviera miedo de salir. Finalmente, y después de inenarrables maldades logramos que se cambiaran de casa. La denuncia quedó en la nada. La justicia era otra en aquellos años. Mucho después supimos de un incendio que había acabado con toda la familia. Pensamos que era justicia divina, y vivimos con la satisfacción de haber limpiado el nombre del viejo, con quien compartimos doce años más hasta que murió de un infarto, tranquilo en su cama.
Qué equivocados estábamos...
La casa se había vendido. Joaco amasaba su pequeña fortuna en el exterior, y yo me apresuraba a liquidar todo para seguirlo.
Embalando las cosas de la piecita, encontré una envoltura escondida detrás de un ladrillo suelto sobre una de las repisas. Un VHS de los nuestros, quizás la filmación de uno de los cientos de bailes que armábamos.
La videocasetera andaba a la perfección, pero el televisor me devolvía una imagen que me costaba procesar: me mostraba de frente a mi abuelo, mi querido viejo, con la verga en la mano y una pistola en la otra. En el sillón, Mary sangraba y lloraba en silencio mientras se desnudaba despacio.
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