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LA PONDEROSA
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Los nombres que me ponían era lo de menos: el innombrable, el pusilánime, el inservible, el miserable, el anormal, el desnaturalizado. Ante los ojos del mundo yo era el típico padre abandónico, el cliché de moda. Y peor.
Y sí, me fui. No lo soporté. ¿Inmadurez? Quizás. ¿Egoísmo? Probablemente. ¿Desesperación? Definitivamente.
Me fui. Me fui y no volví. No llamé. No dejé una dirección donde ubicarme. Cambié mis correos, mis datos, renuncié a mi vida, a mis amigos, a mi país, a mi apellido, a todo. Desaparecí. Vendí lo poco que tenía, pedí plata, robé, estafé y me mudé a la otra parte del mundo. Lejos. Lo más lejos posible de la villa de mierda que me vio crecer.
En plena ciudad, La Ponderosa se levantaba como una herida infectada que supuraba mugre y gusanos, y entre tanta alimaña destacaban ellas. Las dos por igual. A esas el diablo las había juntado, y juro lo destronaron. Pero antes me hicieron la vida imposible a mí.
Una, mi madre. Severa, desalmada, cumbiera. El cigarrillo siempre en los labios, junto con la risa fuerte y el insulto. No recuerdo una mirada limpia, ni un te quiero. Apenas la palmada condescendiente en la espalda cuando le dije que iba a ser abuela.
No le conmovió que yo tuviera recién cumplidos los diecisiete, pero cuando le traje a La Oki al rancho le dio todos los abrazos que a mí me negó. Fueron uña y carne desde el día uno. Ella la acompañaba a los controles, bailaban y tomaban, cocinaban para dos, se sentaban en la vereda a decirle cosas a los pibes que pasaban, y si yo estaba presente, se reían de mí.
No sé cómo me enganchó. O sí sé y no lo quiero reconocer: por pelotudo, por perejil, porque ella era la inalcanzable, el culo de oro, y por alguna razón me dio bola y yo caí. Y de ignorante no me cuidé, porque era mi primera vez, y en algún lado escuché que con forro no era lo mismo, y yo quería sentir.
Y yo sentí, mientras cabalgaba sobre ella, que tocaba el cielo con las manos. Era tan suave, tan linda, y me miraba con esos ojazos color miel… pero la caída fue fatal. Al mes me dijo que no le venía, y robamos de una farmacia un test que me bajó a la tierra de un plomazo desde sus dos líneas violetas. Ella contenta y yo queriéndome morir.
La Popi nació prematura. No entendí bien por qué. Y con problemas que al principio no supimos reconocer.
La vestían siempre de rosa y era un placer mirarla. Era lo único lindo y puro de ese charco podrido donde vivíamos. Qué ganas de llevármela lejos. A ella solita. Me imaginaba siempre a los dos viviendo en una casita cerca de la playa, conociendo el mar juntos y que ella me llamara papá. Pero La Popi no habló nunca, tampoco se movió. Yo sabía que alma tenía, porque se le notaba en los ojitos tan dulces, pero por fuera fue siempre un bebé.
Y cuando llegó Fernandito justo un año más tarde, la casa se volvió un caos. Yo no daba más de changuear por monedas que La Oki y mi mamá gastaban en porro y cerveza. Los niños estaban limpiecitos, y no les faltaba leche, pero no conocían una carne, un guiso, una golosina. Lo que entraba, lo farreaban. Y no aguanté. Yo quería irme de la villa, no pertenecía a ese lugar, quería estudiar, ser alguien que pudiera tener un trabajo y una vida mejor. Se los dije, se rieron como siempre, me apedrearon el sueño y me fui enojado a la esquina más lejana a limpiar vidrios.
Y no volví sino hasta tres días después, de pura bronca.
Cuando llegué, estaban locas. Re puestas, drogadas vaya a saber con qué.
No había un alma en la calle, como siempre que pasa algo malo y nadie se entera ni ve nada. La casa dada vuelta y ni rastro de los niños. No estaba la ropa, ni la leche, ni los pañales. La única foto de ellos que tenía en la pared había desaparecido, con portarretratos, chinche y todo. Nada. Como si no hubiesen existido nunca. Desvanecidos.
Les pregunté por ellos y solo me miraban, en un pacto de silencio inescrutable, apenas soslayado por una sonrisa descraneada que se les escapaba por las comisuras. Corrí a la calle, grité por las ventanas, golpee puertas, fui a la policía.
Pero negro, sucio y villero, mi denuncia fue ignorada con la misma facilidad con la que la gente de bien ignoraba a La Ponderosa en general, aunque esta les estuviera pasando la lengua por los bordes de sus barrios bonitos.
Llegué a creer que estaba loco. Que el que se había pasado de falopa era yo y había imaginado que crecían dos flores bonitas en medio de la mugre de la villa.
Y La Oki y mi mamá, haciendo sus vidas como si nada. Cocinando para dos y tomando en la vereda, con la cumbia sonando a todo volumen desde la radio que se negaba a romperse por más golpes que tuviera.
Pasaron días, pasaron meses, pasó casi un año, y ni noticias de La Popi y Fernandito. Me acostumbré a no preguntar, a no mentarlos, y a seguir buscando disimuladamente. Dos niños no podían desaparecer así como así… pero sí. Y con ellos mis ganas de perderme entre los labios de mi mujer, y de escuchar a mi madre, y de sentir…
Así que me fui.
Las dejé sin un peso. Vendí hasta los tenedores y me fui para no volver. Dejando enterrados en el fondo de un cajón, oculto en mi memoria los recuerdos de mis hijos, soltando el desprecio de mi madre, los ojos de La Oki, y las calles embarradas de la villa…
Pasaron días, pasaron meses, pasaron años… hasta que sentado en mi oficina, en un tercer piso con vista a la playa, una voz con gusto a cumbia me llamó la atención desde el televisor más cercano.
Ahí estaban, Magdalena y Sonia según los periodistas, llorando la aparición sin vida del cuerpo de mi hijo después de seis años. Enterrado en un baldío cercano, había descubierto su tumba malhadada una empresa constructora. Y también estaba ella, más grande, pero siempre bebé. Milagrosamente aparecida, mirando las cámaras con desesperación, enviando un grito de ayuda mudo al mundo que la miraba con pena, mientras defenestraban el nombre de su papá: el innombrable, el pusilánime, el inservible, el miserable, el anormal, el desnaturalizado, el que se había ido sospechosamente al poco tiempo de la desaparición de Fernandito, para nunca más volver.
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