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Vanina Marquez

Arte
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Invitame un Cafecito

Samādhi

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Jamás había ido a una clase de yoga. Ni siquiera le llamaba la atención. Pero intentaría cualquier cosa con tal de salir de su casa dos horas a la semana y olvidarse de su caos cotidiano. Por eso cuando le llegó la invitación, no lo dudó. Se anotó, se apresuró a agendarlo en el calendario que colgaba de la pared de la cocina, lo remarcó en verde y se dispuso a esperar los cuatro días que faltaban. El lugar era de un blanco armonioso, con un espejo inmenso en el fondo que le daba amplitud. El piso claro, las luces tenues, el aroma a mirra y lavanda que acompañaba el sonido de una cascada de agua, completaban su carácter onírico. La clase empezó y odió su cuerpo, la falta de flexibilidad de esos últimos 23 años sin ejercitar más que la maternidad y las labores de la casa. Le dolían los pies, las articulaciones, se sentía un monstruo en medio de esas personas envidiablemente ágiles y que reflejaban en sus facciones relajadas un estado de felicidad que ella desconocía. Siguió imitando las posturas, tratando de silenciar su mente. En algún momento, un par de lágrimas se le escaparon. Estaba tan cansada, tan aburrida de su vida monótona y sin sobresaltos. Había conseguido todo lo que quería: el esposo ideal, los hijos, la casa, el auto, las vacaciones dos veces al año y una buena obra social. Le parecía egoísta querer más cuando otros tenían mucho menos. Sin embargo, se sentía tan vacía. Hacía años que una oscuridad en su interior le carcomía la paz. Al final, ¿tanto para qué? Si los hijos finalmente se irían, su marido seguiría siendo tan insoportablemente perfecto, y su vida tan plana y aburrida... Lo peor es que no tenía ganas ni energía para cambiar lo que le venía molestando hacía años. El tedio había enterrado sus sueños de felicidad. Solo deseaba a veces, para luego sentirse culpable, desaparecer... Una hora y media después, la clase fue bajando de intensidad hasta llegar a la postura final: savasana, la del cadáver. Logró que el suelo bajo su cuerpo drenara todo su peso, consciente y mentalmente presente se dispuso a aprovechar al máximo esos últimos minutos. Sintió el silencio, se dejó llevar por los sonidos del ambiente, de su propia respiración, de los latidos de su sangre en las venas... Y sin querer, se fue... Lejos, muy lejos... A un estado de consciencia superior e increíble. Se sintió liviana, etérea, libre de cadenas, feliz. Fue una con el universo que la habitaba y la rodeaba a la vez. Voló a galaxias lejanas, fue creadora de mundos, diosa de multitudes, adorada, fue temible y venerada, dueña del tiempo y del espacio. Sobre todo fue ella. Lejos del caos de su mente. Fue alma. Fue espíritu. Fue aire. Fue paz infinita... Sus compañeras se sonrieron al principio, a veces costaba salir del letargo de la última postura. Trataron de llamarla suavemente al principio, sin animarse a tocarla. Al cabo de una hora, la desesperación quebrantaba la armonía del salón, la zamarreaban, le mojaban la cara, alguna que otra cachetada le dieron. Nada parecía traerla de vuelta. Llamaron al 911 y a su marido. La llenaron de cables, le hicieron estudios. Físicamente estaba bien. Era su mente la que no se decidía a despertar. Y así yació por siempre, ajena a la realidad, con una expresión pacífica en el rostro que casi parecía de felicidad, sumida en su mente: Samādhi* *Samādhi es un estado de conciencia de ‘meditación’, ‘contemplación’ o ‘recogimiento’ en la que el meditante siente que alcanza la unidad con lo divino
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