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Noe Fernandez

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Aprender y desaprender

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“Somos la última generación que supo escribir bien los acentos”, le dije a mi amiga comunicadora, sin un punto ni coma de más ni de menos en el chat de WhatsApp, mientras trabajábamos: ella en lo suyo y yo en lo mío. Después le dije “tengo que escribir un libro que se llame así” y la idea me quedó resonando mucho más allá del mate de la media mañana que siempre acompaña mis tareas. ¿Vivo de escribir? Si. ¿Soy escritora? No. Soy periodista y escribo desde el 2009 cada día de mi vida. Quizás el comentario surgió por las ganas de retomar esas primeras cuarenta páginas de la historia que estaba escribiendo y abandoné cuando mi papá pasó 40 días internado antes de partir. O quizás sea la ansiedad por meter todo en la tesis de posgrado con páginas y páginas de blablá. Pensé que lo mío había sido el comentario de las odiables personas que piensan que todo tiempo pasado fue mejor, pero no. Cuando tenía diez años tuve que aprender que la palabra solo llevaba acento cuando era sinónimo de solamente y a los 25 lo tuve que desaprender. Lo mismo me pasó con la CH en el abecedario y algunas reglas ortográficas más. Los que nacimos entre el 85 y el 91 o 92 tuvimos que aprender y desaprender todo el tiempo, adaptándonos al cambio: del walkman al discman, del discman al mp4, del mp4 a la música en pen drive y del pen drive a la música en spotify. ¡Fuaaa, que adaptación al cambio que tenemos! Tanto así que en poco tiempo pasamos de las cartitas de amor con lluvias de corazones a sms con textos escritos en clave y hasta stickers con perritos y flores para expresar amor. Que la palabra solo ya no lleve acento en ninguna de sus formas es solo un detalle que tuvimos que aprender la generación que bailó los primeros regeatones y que le sigue poniendo el acento a los sueños, a los viajes, al amor por los perrijos y a las plantas de menta en el balcón.
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