Lo que nos toca en suerteNo sé si quien está leyendo estas líneas detrás de la pantalla cree en dios, alá, buda, el universo o Júpiter (el papá de Hércules). Aparentemente después de tremendo planteo existencial tendría que venir un posteo más profundo que un pozo de petróleo en Kuwait pero no, las creencias religiosas poco me importan. Con mi papá solíamos decir que dios (o la entidad superior en la que profesa su fe cada uno) tiene un cuadernito similar al registro de una maestra de grado con dos columnas: los que se portan bien y los que se portan mal. Los primeros serán bien recibidos en el edén, los segundos tendrán que hacer una serie de pruebas de destreza como en Supermatch – el programa de los ‘90- para obtener su suite en el paraíso. Este tipo de charlas teológicas de una seriedad extrema se daban en un viaje largo en la ruta o después de un par de cervezas y algún partido importante televisado. De un tiempo a estar parte también pienso que dios (o su deidad equivalente) tiene ratos de ocio en los que se toma alguna que otra bebida espirituosa y se divierte con juegos de azar como la loba o el póker. Tampoco me es difícil imaginar a la divinidad de turno con un bolillero que tiene sus bolillas con el nombre de articulaciones del cuerpo humano. Así…como en la lotería… mezcla y mezcla para sacar la bolilla, la toma en la mano y a viva voz grita “Espalda” y seguidamente el nombre y apellido un ser humano que aún permanece en el plano terrenal. Pareciera ser que la diversión de estos seres no tiene consecuencias, sin embargo, al día siguiente de haber cumplido las tres décadas, quienes permanecemos respirando y bombeando sangre desde el corazón, resultamos víctimas de la jarana. Somos hechizados con una especie de varita mágica invisible que nos asigna averías en la espalda, en las rodillas o en algún otro huesecito fundamental para nuestro funcionamiento y lamentablemente, es lo que nos toca en suerte. Otros días pienso que cuando falla el bolillero, o los lacayos están de buen humor, el ser supremo tiene un método para asignar las fallas de movilidad similar al que se usa en las clases de educación física para designar los equipos. Así, cada “colaborador” del otro plano representa a un ser de 30 de este, se ubican en fila y empiezan a decir “rodilla- espalda-tobillo- muñeca”. Adelante a la izquierda van todos los espaldas, atrás a la izquierda todos los rodillas y así sucesivamente. Aunque no haya consumido sustancias alucinógenas, ni bebido alcohol y decidí escribir todo lo importante con minúscula para evitar herir susceptibilidades, lo cierto es que (no quiere decir que todo lo otro sea mentira), los 30 representan una imposibilidad de vuelta atrás. Porque a pesar de la dieta de tortuga a base de pasto y lechuga, la actividad física moderada y la gestión del estrés, el bolillero no se hace esperar y el sorteo de la gastritis y los problemas en los riñones, tampoco.Ver más
A propósito de los amigos (de los buenos)Mientras almorzábamos nuestra dieta de tortuga a base de espinaca, atún y frutos secos, vimos como el celular se movía sobre la mesa cual cucaracha recién pisada que está en agonía. Es que hace algunos años abandonamos los tonos de llamada y decidimos usar los móviles en silencio y las computadoras con auriculares para no alterar la calma familiar. O quizás sea un mecanismo de defensa para conservar la intimidad de los comportamientos individuales dentro de tanto caos en una misma propiedad, lo importante es que es de común acuerdo. La notificación del mensaje nos sorprendió gratamente y nos pintó una sonrisa de esas que se ven raras veces. Un amigo de esos que se ven muy poco y se extrañan demasiado nos había escrito para vernos y darnos un abrazo antes de empezar a cumplir sus sueños y volar como un barrilete. Tenemos amigos que viven a distancias no tan lejanas, pero con los suficientes kilómetros de diferencia para no poder tomar una cerveza fría cada fin de semana. Otros que viven en los hemisferios opuestos y diferentes continentes. Algunos que mientras nosotros estamos cenando ellos están merendando y otros que mientras nosotros estamos desayunando, recién se están yendo a descansar. También tenemos los que viven a la vuelta de la esquina y siempre tienen la puerta abierta para ayudar, reírse un rato o compartir un trago hasta que empiecen a caer las primeras horas de la mañana. Lo curioso es que todos y cada uno es incondicional, único e igual de importante. El regreso a la casa fue silencioso, reflexivo y apenas intercambiamos palabras mientras teníamos la vista fija sobre el carril de la avenida que se reflejaba sobre el parabrisas de la camioneta. Titubeamos dos palabras sobre lo bien que nos hacía ver a los amigos llegando a sus metas y cumpliendo los sueños que se habían propuesto cuando nos conocimos siendo adolescentes y disfrutando de cosas simples como un mate y unas canciones en la guitarra para el día de la primavera. Pensamos en lo rápido que pasan los años y en como hay amistades que a pesar de todo pueden ser infinitasVer más
Cumpliendo sueñosNi cuando fui niña, ni cuando hice terapia y ni siquiera ahora que se supone soy adulta, pude encontrar la explicación de porqué sueño tanto y tan raro desde que tengo uso de razón. Y aunque llevo años buscando en internet a que se debe, la causa más acertada que encontré es que los inquietos no podemos bajar muchos cambios a la hora de descansar, por lo tanto, el cerebro queda en un estado de vigilia permanente. Algo así como si tuviera hormigas en la parte trasera que creo, vendría siendo el cerebelo. Durante varios años también hablaba de dormida o me despertaba y comenzaba a deambular por la casa en busca de agua, de pantuflas que tenía puestas o incluso para preguntar que se me había perdido. Por suerte, la edad no viene sola y el cansancio de la facultad primero y del trabajo después, me sacaron esas horribles prácticas. Volviendo a los sueños, cuando era adolescente, soñé que me venía a buscar un futbolista muy conocido que jugaba en Independiente para que sea su novia. Por ese tiempo derrochaba facha, pero los años le hicieron estragos así que agradezco que no se haya cumplido. A veces sueño con muertos, otras con gente mala. Hace poco soñé que estaba en una especie de montaña rusa por la Muralla China. Había dragones de bronce color verde y nubes que parecían pedacitos de algodón. A mí edad, a veces también sueño que voy al colegio, pero con uniforme y pantuflas rosas y cuando estoy por pararme en la mitad del patio vacío suena el timbre, que en realidad no es el timbre sino el despertador. Al parecer los 13 años de educación en colegio confesional no fueron gratuitos. Cuando nos íbamos de retiro espiritual al medio de la nada (nos conectábamos con los espíritus del más allá, la mayoría de las veces), nos dividían en grupos para compartir con aquellos con los que no teníamos ni una pizca de afinidad. Entonces, lo que debían ser dos días maravillosos sin clases terminaban siendo dos jornadas de sonrisas de cotillón. Claramente, mi cerebro tiene un archivo que cada tanto hace upgrade pero vuelve a esos momentos. Hace algunas noches soñé que estaba en un retiro de millennials. De la nada llegaba a un auditorio que nada tenía que envidiarles a los templos de la Rosa Mística, mientras trataba de buscar mi documentación en la enorme mochila azul (la mía de verdad) que tenía en la espalda, unas señoras cincuentonas de pollera, saco y zapatos me hacían pasar a una sala que parecía un teatro. Una vez dentro lograba divisar – un asiento sí, un asiento no, porque claramente estamos en pandemia- al menos un centenar de jóvenes de mi edad vestidos desde el formalismo hasta el linyerismo en una gama infinita de estilos. Sonaba Rihana a todo lo que da, mientras en el escenario el presentador, que era una fusión de Mau y Ricky pero del 2048, arengaba a levantar los celulares con las linternas encendidas y poner los smartwachs en una caja común para el centenar de tipos. Tras la jarana inicial, cada uno debía elegir un grupo, como en el retiro. Habían adelantado que se hablaría de las expectativas de vida de quienes no trabajan y siguen viviendo con sus padres, de las motivaciones para empezar proyectos propios, de los hijos pequeños y caprichosos que merecen ser dados en adopción y de los compañeros de trabajo que calientan pescado en el microondas de la oficina entre otras cosas. Me levanté de la silla, me cargué la mochila al hombro, pensé que mi reloj iba a desaparecer en la caja popular y que si alguien me caía mal en el grupo que me tocara no iba a poner sonrisas de cartón sino cara de traste. Cuando estaba en el pasillo rumbo al lugar de reunión grupal, sentí que alguien me empujaba de atrás, pensaba que me habían robado el celular pero sentí una llamada que en realidad era el despertador. Abrí los ojos y caí que todo era un sueñoVer más
Lo que nadie te dice a los 30: del Supermercado y otras yerbasUn día sos joven y al otro, aunque sigues siendo joven, estás con lista en mano frente a la góndola de la yerba saborizada del chino del barrio quejándote de cómo se va incrementando el precio de la canasta básica cada mes. Seguramente mientras estas líneas suenan en el altavoz o el auricular del dispositivo, tu cabeza recuerda la visita al super del último primer sábado del mes, cuando te pusiste jean, zapatillas, cargaste la bolsa ecológica y sacrificaste ese ratito de dormir más para aprovechar las ofertas de carne, enlatados y lácteos porque la heladera ya estaba vacía y pedía a gritos que la llenes. El primer recuerdo supermercadil que tengo es junto a mi mamá en un local que ya no existe. Lo que recuerdo, es mi madre agachada frente de cuclillas frente a la góndola de las lentejas tratando de buscar el paquete de franjas naranjas que por ese entonces consumía la clase media. Pero ni en los más remotos sueños sobre mi futuro, me imaginé repetir esa imagen agachada de cuclillas frente a la infinita variedad de los desodorantes y desinfectantes para pisos buscando el mejor precio. Tampoco me imaginé acopiando servilletas de papel y papel higiénico con la excusa de que siempre puede faltar. Para algunos, el paso de ser un adolescente con pocas luces y lleno de granos en la cara a un incipiente adulto sin responsabilidades, está representado por el momento de poner la pava por propia voluntad para tomar unos mates. Para otros, representa la emisión de la primera licencia de conducir. Para los menos, la primera vez que vas al médico sin tu mamá y podés decir el número de documento, mostrar el carnet de la obra social, explicar los síntomas de la gripe e ir a la farmacia a comprar los medicamentos sin ponerte nervioso. Para mí, va por otro lado. En mi escala de adultez, el día llega cuando vas al super sola y con una lista en la mano para no gastar de más. Para quienes nacimos en los noventa, es recurrente el recuerdo de carritos llenos de mercadería y productos importados en la gloriosa época del 1 a 1 cuando acompañábamos a nuestras madres al supermercado. Por esos tiempos estaba de moda que los grandes almacenes incorporaran regalos y promociones para los clientes porque todo, literal, salía dos pesos. Además, se había vuelto una tendencia poner comedores o locales de comida rápida para que la salida a hacer las compras no sea solo una ida sin gracia y desabrida para llenar la alacena sino toda una experiencia. Antes de los 2000 cuando todavía no habían proliferado las grandes cadenas de supermercados, en mi ciudad existía un hipermercado cordobés. Mis viejos iban una vez por mes a hacer las compras y luego se quedaban a comer en el fast food. A veces me llevaban y a veces yo tenía mejores planes. Recuerdo que ese comedor, muy al estilo buffet, entregaba cubiertos plásticos, de lo contrario uno podía pagar los cubiertos normales y llevarlos a la casa como un souvenir. En un claro reflejo de derroche, mis viejos coleccionaron los cubiertos de mango rojo y letras amarillas que sobreviven hasta el día de hoy. Por esos tiempos, el cerdo con salsa de no sé qué frutos rojos que servían ahí le había conquistado el corazón a mi papá. Volviendo a lo importante. Aunque haya antecedentes bien marcados, como las veces que concurrimos al super con amigos para comprar víveres y bebidas para las juntadas, solo representan eso, un antecedente porque el verdadero paso a la edad adulta es ir al supermercado sola, con una lista y sin el temor de que tu madre te deje en la fila y no tener con quien pagar. Tuve amigos que se mudaron solos muy jóvenes o que eran de otras provincias y vinieron a vivir aquí para estudiar. Para ellos, que contaban con un presupuesto mensual de supervivencia, la adultez ligada a los supermercados llegó muy pronto. Para mí que me fui bastante grande de la casa de mis viejos llegó tardíamente y para algunas amigas y conocidas que a los 30 siguen viviendo con sus progenitores y dependiendo del presupuesto de terceros, estimo, no llegará nunca. Para algunos dejar la casa materna y paterna representa la ilusión de no tener que cocinar, vivir de delivery, que la ropa se guarde sola, que el escurridor de platos se mantenga sin agua y la ropa aparezca planchada sin ningún esfuerzo. Para mí representaba comer cosas ricas a toda hora, entre ellas postres que no fueran frutas, recetas del estilo gourmet y hasta decía que todos los viernes iba a intentar aprender una receta nueva de pastelería. Para mí no hubo tal cosa, la suerte quiso que vive en un barrio del otro lado del planeta tierra donde no llega el delivery ni las aplicaciones de pedidos instantáneos, el agua sale con sarro y todos los días tengo que pasarle un trapo al escurridor de platos, los viernes comemos wok de verduras que es lo único nuevo que aprendí a cocinar y por suerte todavía me resisto a planchar. Todo eso, mientras sigo trabajando en relación de dependencia, trato de terminar un posgrado, conseguir clientes para mi consultora y vivir, lo más importante. Apenas formalizamos y decidimos venirnos a vivir del otro lado del mundo, donde literalmente no llega el GPS, con pareja estable y con papeles, no tuvimos la mejor idea que comprar en un mayorista para estar siempre provistos. Los primeros meses llenamos el carro sin cuidado como si ganáramos en dólares blue. Así, se nos vencieron más de tres paquetes de arroz, leche en polvo y unos seis paquetes de café que tuvimos que despedir sin dejo de tristeza ni culpabilidad. Con el tiempo, aprendimos que la lista es la aliada perfecta. De chica, siempre me molestó que mi mamá pierda tiempo conversando con la señora de la verdulería, pero con el tiempo también aprendí que el diálogo es clave para no traer a la casa peras machucadas, manzanas arenosas y lechugas chamuscadas. Lo que nunca, pero nunca entendí, es la necesidad de andar con carritos y aunque repito las rutinas que hacía mi madre a mi edad cuando hacía las compras, nunca, pero nunca voy a usar carrito, porque eso es de señora. Si querés escuchar el podcast en https://open.spotify.com/episode/3f0AP1p5X3ThpGLVgIytRg?si=vZXCapvwQligkalIDJHXWQ&dl_branch=1Ver más
Lo que nadie te dice a los 30: Muerte a las PlanchasDe mis 30 años y dos meses de vida, llevo 25 años y cincuenta días tratando de entender por qué para otras personas sigue siendo tan importante planchar, teniendo en cuenta que debajo del techo, entre las cuatro paredes y arriba del piso, en la jurisdicción de mi hogar la plancha es un artefacto de uso casi nulo y permanece estático desde la última vez que la usamos en 2019, sin exagerar. Para quienes habitamos esta vivienda la lista de prioridades tenía muchos otros electrodomésticos antes de una plancha, incluso si uno de ellos era un tanto inservible como una waflera que usamos solo cada muerte de obispo o cuando parece que la Reina y Mirta están por irse al más allá y se recuperan, o sea casi nunca. Las que nacimos a fines de los ochenta y principios de los noventa crecimos sin plancha, al menos en nuestras casas. O mejor dicho, crecimos con una plancha Philip de acero y cable blanco y negro que estaba abandonada en un rincón del lavadero sin uso fijo. Porque nuestras madres fueron la última generación que aprendió a planchar y lo practicó durante sus primeros años de convivencia en pareja. Teniendo en cuenta la evolución de la industria textil y la llegada de los géneros que no se planchan y los aerosoles plancha fácil, nuestras mamás fueron abandonando poco a poco el artefacto elimina arrugas para siempre de su vida. Incluso, conforme fueron convirtiéndose en mujeres de éxito que ganaron terreno en el mercado laboral, dejaron de planchar camisas y polleras tableadas de uniformes entendiendo que las arrugas no interfieren con la educación básica obligatoria y que no son proporcionales a la capacidad cognitiva de los seres humanos. También llegó el día en el que se convirtieron en superheroínas y se rebelaron contra el sistema: primero dejaron de planchar las rayas de los pantalones de vestir propios, después de los de sus maridos y directamente los dejaron arrugados para que se los planchen ellos mismos. Para mí, y seguramente para otras chicas de mi edad, resulta muy común ver a nuestras abuelas planchar desde sábanas hasta repasadores en jornadas maratónicas de domingo por la tarde, mientras escuchan Marco Antonio Solis tratando de encontrar la primavera que perdió hace más de 30 años, al señor enamorado de Santiago del Estero que decía “Santiago Querido, Santiago añorado” y Tormenta cebando mate con amor (Vamos tormenta, que nadie te cree el amor). Para las Baby Boomers, como se las conoce por ser de la generación en la que las familias tenían muchos hijos y podían alimentarlos a todos gracias a las maravillas de amasar el pan en casa y cultivar sus propios tomates, planchar es algo que no puede salir de la agenda de las actividades diarias que toda ama de casa debe realizar. El problema es que las amas de casa como se las conocía entonces ya no existen o simplemente representan el 1% de la población mundial y se encuentran lejos de las grandes metrópolis. ¿Existe alguna clara razón por las que las millennials no planchamos? Si y muchas. En primer lugar porque no nos gusta y eso no merece ninguna otra explicación, o sí. Nos parece una pérdida de tiempo estar paradas frente a una mesa horrenda de planchado que se parece a una camilla de ambulancia con patas y que encima nos queda petisa. En segundo lugar representa una pérdida de tiempo y no hay nada peor que desperdiciar el tiempo de ver la serie de Luis Miguel en Netflix que haciendo bailar a la plancha al ritmo de Suave. En tercer lugar, nos gusta ver la cara de nuestras abuelas cuando afirmamos que no se plancha la ropa y que si marinovio quiere camisas planchadas se las planche él. Felizmente, que la plancha se fuera al tacho representó no sólo una liberación para nuestras madres, sino la herencia de nuestra liberación, el estereotipo de lo que no queremos ser las millennials. Nos negamos rotundamente a sacrificar un sábado de spa, una noche con amigas en el bar y una tarde domingo tomando mate en el parque para ver a quienes nos rodean sin una arruga. Existe otro grupo, entrado en edad, que se acostumbró a planchar toallas para ponerselas en el pecho y suavizar los efectos de la gripe y el catarro, planchar sábanas para calentar la cama y trapos para mitigar los efectos de un golpe o contractura. Y aunque no le hacemos asco a esas soluciones de las abuelas preferimos las nebulizaciones, una frazada térmica y la fisioterapia o la quiropraxia. La plancha es innecesaria. Pues en términos de refranes modernos y como diría Yoda “Si una prenda mojada en la soga tiendes, una prenda planchada y seca tienes”. Además, siempre habrá un secador de pelo capaz de cumplir su función de calor sacando arrugas puntuales de último momento. La ciencia nos da la derecha. No son pocos los estudios que aseguran que planchar colabora con el calentamiento global. Una plancha no marca la diferencia, pero parafraseando a un reconocido uruguayo, muchas planchas, en muchos lugares pueden cambiar el mundo. Para quienes tenemos el alma hippie mochilera dentro de un cuerpo de adulto que se levanta todos los días a las 7 para ir a trabajar, no nos hace la diferencia una arruga más o una arruga menos. Pero sí somos felices mirando a la plancha en el lavadero, arriba de la alacena y más allá. Si querés escuchar el podcast en https://open.spotify.com/episode/5i9Dfv8H5NhXD307ScQYBC?si=-UCi8xu6Tri62ZyRvVyk9Q&dl_branch=1Ver más
Lo que nadie te dice a los 30: Quiero ser influencer como mi papáSin dudas, el paso de los años representa una valoración de momentos importantes y uno de ellos es el estar frente a la televisión. Hace unos meses, con pareja estable y con papeles le dimos de baja al servicio de TV por cable de común acuerdo. En parte se trató de una decisión para colaborar con la economía familiar, pero también porque las plataformas de streaming nos conquistaron. Por estos días le pusimos dedito pulgar arriba a las cuentas en Youtube y en Instagram de un montón de seres humanos que suben contenido en esas plataformas. Algunas gusteadas fueron por voluntad propia y otra por el demoníaco algoritmo. Hay contenido copado, como esos reels que te enseñan a hacer un estante para zapatos a partir de un colador de fideos en desuso. Y también hay otros que dejan mucho que desear, como esos flyers que parecen hechos con el lápiz más finito del paint y el aerosol. Nobleza obliga: también consumimos esas horribles cosas que parecen la tía Marta bailando la Macarena en un VHS de los 90. Todo para no ver noticieros. Desde que descubrí que los youtubers ganan algunos dólares con los videos y que los que tienen muchos seguidores en Instagam hacen canjes con marcas quiero ser uno de ellos. Claramente elegiría los canjes de postres, vinos de autor, zapatillas, picadas y esos copados productos de decoración para la casa, como esa la de picar verduras que se dobla en 16 para guardar dentro del cajón. Soy un alma de gustos caros en una billetera con sueldo módico de empleado público argentino. Aunque dicen que los 30 son los nuevos 20 y estoy de acuerdo, no dejo de mirar con alguna distancia y un poco más de experiencia a quienes hoy transitan los quince o dieciséis años. Las comparaciones siempre me parecieron odiosas, sin embargo, me es inevitable pensar que cuando yo tenía la edad de los chicos que hoy en día están teniendo clases por zoom, bailan frente a una pantalla en vertical y utilizan Tik Tok, con mis amigas estábamos inventando el perreo al son del primer reaggeton, o al menos el más famoso por esos tiempos: La Gasolina, de Dady Yankee y que era pura poesía. No se dejen engañar: el trap es hijo del reggaeton (y no se como se baila). Por eso, pienso hacerme una remera que diga "no sé bailar la música de ahora" y mostrarla con orgullo cuando vaya al supermercado a hacer las compras. Volviendo al tema. Soy comunicadora, vendo mis productos en redes y por ello constantemente me cuestiono que hace que una gente siga a otra gente en las redes sociales y se forme una telaraña infinita. Eso incluye Facebook, Instagram, Tik Tok, Whatsapp y el Kun Aguero jugando en Twich. A propósito, recomiendo fuertemente googlear Twich para poder entablar una conversación con el sub 20 que nos rodea. Claramente, toda la guita invertida en manuales de Marketing no sirve para un cuerno. Los algoritmos se comportan como si hubieran estado de gira por tres noches seguidas escabiando fernet de segunda mano y nadie, absolutamente nadie sabe la verdad. Cuanto más observo a les niñes adolescentes que me rodean, más profundizo en lo que nos diferencia. Los que ahora ya estamos en edad de ser perseguidos por deberle impuestos de recaudación al Estado, aprendimos a escribir amontonados para no gastar más de un sms. La escritura digital en tiempos de los primeros celulares que cabían en un bolsillo, era la analogía de un bondi argentino a las 7 de la mañana en un lunes de junio y constituyó un lenguaje que solo los millennials entendemos. Los emojis eran de bricolage o de hágalo usted mismo, porque se hacían tipiando caracteres uno por uno y siguiendo un tutorial del estilo utilísima. Si, para quienes pasamos de la B de los celulares monofónicos y la viborita del Nokia 1100 a jugar en primera con los de luces y ringtones, nuestro concepto de influencer era bastante distinto del de ahora. Para nosotros el pibito fachero o la pibita carilinda que se paraba en la puerta de los colegios a vender viajes de egresados era Influencer. Sumaba puntos porque no pasaban los 19 años y durante la estadía era uno más mantenido por el viaje que habían pagado tus viejos:chupaba gratis, comía gratis, conocía estudiantes que estaban a puntos de ser mayores de edad y agitaba los brazos como un estúpido en los boliches para que el resto sigamos esa coreografía. También era influencer el vaguito que atendía el cyber, que sabía poner el arroba. Confieso que en mis primeros años de adolescencia renegué mucho de la cantidad de conocidos que tenía mi papá. Algunos eran del trabajo, otros de la vida y muchos más de por ahí. Me molestaba demasiado que se juntara a tomar café y a charlar con quien se le pasaba por el frente. En parte porque consideraba que los papás de mis amigas eran más reservados y en parte porque odiaba que entablara conversación sobre el clima con desconocidos. También me molestaba muchísimo que se sentara a ver pasar la vida en bancos públicos, como si no tuviera otra cosa más interesante que hacer. Padre trabajó atendiendo clientes en varias empresas financieras y eso le dió una nómina enorme de conocidos. A veces se encontraba conocidos en los lugares donde íbamos de vacaciones: lo saludaban mientras tomaba birras en la playa y hasta un desconocido gritó su nombre en Península Valdéz, un poquito más allá de donde solo llegan los pinguinos. Los que pasamos la niñez en los noventa y la adolescencia en la primera década del dos mil no crecimos con redes sociales. Caímos en esa trampa cuando llegamos a la facultad y nunca entendimos qué tan bueno fue venderle el alma a Facebook. Pasamos de Facebook a Twitter sin escala, de Twitter a Instagram como un tren bala japonés, sobrevolamos snapchat sin entender los filtros con cara de gato y perro y caímos en Tik Tok para reírnos de nosotros mismos en una clara aceptación de que ya no nos queda vergüenza que gastar. No solo nos cuesta mucho hacer esos vídeos virales de bracito arriba, bracito abajo, meneo, meneo, meneo sino que también nos cuesta coordinar la sonrisa, que no suenan las articulaciones y que los pasos coincidan con la música. No nos sale, y está bien. Cuando me hice adulta (no señora, ni mayor, ni vieja, solo adulta), mejor dicho cuando me hice adolescente con plata y trabajo estable, comencé a sembrar amigos de aquí, de allá, a cosechar conocidos, compañeros de laburo, alumnos y tanta otra gente con la que detenerme a conversar, tomar café, cerveza y salir de fiesta. Todavía no pasé la barrera de la sentada de bancos públicos para ver el desfile citadino. Sin embargo, hay días en que me siento Susana Giménez saludando a diestra y siniestra a gente que me pega el grito del otro lado de la calle. No niego ni afirmo que los influencers de redes sociales sean puro piripipi y que los canjes lleguen en tiempo y forma a destino. De lo que estoy segura es que quiero ser influencer de verdad, como mi papá. Si querés escuchar el podcast en https://open.spotify.com/episode/4SkNI862S5nwlDn1FT4Pp6?si=fouzk_vfR3CvmfXaBCzsng&dl_branch=1Ver más
Lo que nadie te dice a los 30: Que me van a hablar de moda a míSiempre me cuestioné la etimología de la palabra límite y su concepto. Incluso cuando una profesora de la secundaria, que fumaba como una chimenea y usaba camisas similares a una cortina de baño de bajo costo, lo explicaba con total claridad. No es tanto porque me gusta romperlos sino porque considero que la vida y el universo nos van planteando barreras que hay que superar. Algo así como las pruebas que Mario tiene que hacer en el Nintendo para poder llegar a la princesa. Cuando sos adolescente queres superar la barrera de los 18 para poder pasar a los boliches, cuando tenés 18 queres vencer la de los 20 para que tus viejos se relajen, te den un poco más de libertad y te presten el auto sin miedo a que se los choques. Cuando tenés 29 definitivamente la de los 30 es un antes y un después que no te brinda ni un poquitito de seguridad, especialmente, si todavía tenés comportamientos adolescentes y tenés perro o gato en vez de hijos. Es algo parecido al circus charlie, ese videojuego noventoso donde una nena arriba de un animal con trazos poco nítidos saltaba dentro de un aro de fuego. Podía salir bien o podía salir muy mal. La moda infantil de los noventa también fue algo similar al Circus Charlie. Fuimos a los cumpleaños con vestidos de sisa tirante, moños enormes y cuellos a la base que casi llegaban al ahorcamiento. Sin olvidar las medias blancas con puntilla que nada tenían que envidiarle al mantel de cuando venían invitados a la casa. Y zapatos. Si, ¡zapatos!. Mientras tanto, en la televisión, Xuxa mostraba sus piernas en polleras cortas, botas bucaneras y fantásticos y apretados vestuarios de colores metálicos. Flavia y las Tres Marías no se quedaban atrás. Paralelamente,, nuestras madres se esforzaban por qué nuestros looks casuales de todos los días tengan algún crop top que en ese momento eran conocidos como puperas, claramente, porque se veía el pupo, o hablando con propiedad, el ombligo. ¿Está claro que fuimos la generación que transitó sus primeros años sin pelotero? Creo que sí. Conforme fueron popularizándose, las progenitoras comenzaron a militar por cumpleaños pro pantalones y pro botitas y sandalias bajas que privilegiaran la comodidad en los toboganes inflables. Lo que siguió no pudo ser peor. Mientras Britney y Cristina Aguilera conquistaban el mundo de la música, las pre adolescentes nos enamoramos del tiro bajo y las dos colitas arriba de los ojos, un peinado que ya está en desuso y que nos hacía parecer Gilda después de haber cantado en cuatro bailantas. Usamos pañuelos de colores como las series yankees pero porque estaba de moda Bandana. Hoy, a la distancia, pienso que sus ropas de shows parecían trapos viejos reciclados de un contenedor. También quisimos vestirnos como Floricienta, con polleras arribas de calzas pero por suerte eso duró poco. Aprovechamos ese tiempo para invertir en faldas puntiagudas de gasa que caían debajo de la rodilla, en colores pasteles, zapatos stilettos con pulsera y corsets bien apretados para asistir a las fiestas de 15. Sin embargo, perdimos la poca pizca de dignidad que nos quedaba cuando se abrió una grieta muy grande en Argentina. A algunas se nos ocurrió taparnos un ojo con el flequillo, usar zapatillas flúo, chupines de colores y bailar en todos lados al ritmo de Ale Sergi y alguna que otra música de afuera, con una actitud como si hubieramos consumido estupefacientes.. A otras se les dio por la ropa negra, cinco remeras superpuestas y la música de Evanescense. Si, fuimos flogers y fuimos emos y sentamos precedente para las generaciones que nos siguieron. Sin duda fuimos, somos y seremos la generación más permeable a los cambios de la industria textil. Nuestras madres, principales culpables de nuestro eclecticismo vanguardista, lo comprenden. Nuestras abuelas no. El sub 90 que me conoce no sabe de qué trabajo. En realidad saben que estudié en la facultad, que me hicieron una fiesta de recibimiento de algo, que tengo un trabajo en relación de dependencia y hago algunas otras cosas sueltas con una socia. Ni siquiera hacen el esfuerzo por entender o preguntar especificaciones técnicas del maravilloso mundo de la comunicación. No las juzgo. Para una generación cuya mejor red social fue el almacén de don Roberto en la otra cuadra de su casa y cuya mayoría de miembros utiliza el teléfono fijo, es difícil comprender cómo la gente puede hacer todo desde un aparatito que entra en el bolsillo. Este grupo conformado por tías y abuelas y que es contemporáneo a Mirta, a la Reina Isabel, a Carlitos Balá y quién sabe a cuántos más que ya se murieron, difícilmente escuchen este podcast. En primer lugar porque no saben qué es y en segundo, porque siempre que no les guste alguna palabra de las que siguen a continuación, la pila del audífono puede fallar. Todavía no logro determinar los fundamentos de su pensamiento. No sé si se trata de creencias religiosas, de conservadurismo etario o simplemente tiempo de sobra para observar con detenimiento los movimientos de los demás. Lo cierto es que les molesta que las mujeres usen ropa corta y se les vea un centímetro de piel entre los pantalones y la prenda de arriba. También las transparencias. El agravante es que mostrar un centímetro de piel entre la prenda inferior y la superior está prohibido (en su mundo, claro) para mayores de 28 años. Más aún, resulta pecaminoso y reviste el carácter de purgatorial si la modelo tiene pareja estable con papeles o sin ellos. En la escala de peligros, merece la horca si la modelo tiene hijos. Pero el cuento no termina aquí. Al parecer, cuando este grupo era joven, no existían los trastornos alimentarios ni la aceptación de los hermosos cuerpos femeninos tal y como son. Porque en esta lista de prohibiciones las gorditas que somos felices con nuestro cuerpo no podemos mostrar los brazos, los rollitos y mucho menos usar pantalones apretados. Tampoco se puede usar bikini y los shorts tienen que ser bermudas. Por ley, todas las prendas superiores deben estar a la altura de la cadera. Sin embargo, recuerdo las fotos de algún álbum familiar donde treintañeras (casadas y con hijos, claro) lucían vestidos por arriba de las rodillas y de breteles finitos. En ese caso, ya deberían estar en el infierno. A riesgo de no echar demasiada leña al fuego, para mí la verdadera grieta está entre quienes militamos el body positive y esta pandilla que consume analgésicos varios y antinflamatorios y que solo sabe darle la razón a las grandes cadenas de ropa. Las polleras son minifaldas, las musculosas dejan ver los breteles y las remeras se usan a la cintura. Aunque resulte bastante dogmático, no hay otro camino posible. En una especie de código preestablecido está claro que hay algunas cosas que no vamos a negociar: el delineado oscuro en los ojos, el rojo pasión en la boca, el glitter a diestra y siniestra, los brillos, los flúos, las mochilas, las riñoneras, las zapatillas, los borcegos, los aros grandes, los pantalones de colores, los estampados de helados y donas, las camperas inflables que parecen una sucesión de chorizos amontonados, las minifaldas y las remeras del Rey León, ni aunque seamos gordas, ni aunque seamos flacas, ni ahora, ni cuando tengamos más de cien años. 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Lo que nadie te dice a los 30: El antes y después que te empiezan a decir señoraEstá científicamente comprobado que seis de cada diez mujeres que pasaron los 25 años no asumen la edad que tienen. Aunque hasta el momento este dato no fue publicado en ningún paper o documento científico avalado por organismos de educación internacionales, es algo así como la cura del ojeo, del empacho o el levantamiento de la paletilla cuando está caída: creer o reventar. También es el puntapié inicial para una investigación que podría iniciar hoy y quien sabe Dios cuándo va a terminar. De igual manera, está avalada la completa normalidad de salir corriendo con prisa al escuchar la palabra “señora”. La imagen es recurrente: cuando se escucha la palabra señora, la víctima da pasos firmes y rápidos, casi al trote, rumbo a un lugar desconocido y con el semblante transformado. Camina, camina y camina hasta perderse en un punto fijo y olvidar el momento vergonzoso por el que acaba de pasar. Sin embargo, el olvido es momentáneo. Pues lo recordará esa noche al dormir, en la ducha, probablemente al día siguiente y cada vez que vuelvan a llamarla así . Definitivamente todas seremos señoras alguna vez, pero no queremos serlo tan pronto. Hay un punto de inflexión en la vida de toda joven y es ese momento en el que te dicen señora por primera vez. La edad es variable pero depende de muchos factores. Mientras se viste uniforme escolar es muy difícil ser víctima de un llamado de este tipo, al igual que los dos años posteriores a la finalización de los estudios obligatorios. El problema viene cuando los apuntes, los exámenes y el trabajo empiezan a hacer estragos en la línea debajo de los ojos, los 22 pasan a parecer 29 y los 29 pasan a parecer 38, en una especie de círculo infinito que no tiene fin. La situación se ve agravada cuando la vida diaria nos obliga a vestirnos como “señoras” para el trabajo. Así, un pantalón de vestir, zapatos y carteras pasan a sumar diez años cada uno, mientras que un jean, zapatillas y una mochila son los complementos siempre jóvenes. Ni que hablar para las chicas que no somos tan favorecidas físicamente. Sí, las mismas que en el colegio de mujeres solas hacíamos de árboles, soldados o caballeros por nuestra estatura superior a la media, somos las primeras en caer en esta trampa y a más corta edad aparentar ser un poco más grandes. Seguramente, de todas las que en diez años o un poco más estaremos en el grupo de las de cuatro décadas, más de la mitad tenemos un vago recuerdo de la vez que la llamaron señora: en el colectivo, un grupo de niños jugando a la pelota que dijo “dejen pasar a la señora”, el técnico que fue a instalar el aire acondicionado al departamento o un almacenero que preguntó ¿Señora que anda buscando?”, los ejemplos sobran. Entrando en la psicología se podría decir que esto no se trata de una falta de aceptación, o de casos no aislados del síndrome de Peter Pan y la negación a crecer de quienes lo padecen. Por el contrario, es una especie de revisión genética - sociológica que viene de muchas generaciones atrás. Quienes estamos en el hermoso limbo que va desde el cuarto de siglo hasta los treinta, somos hijas de mujeres que a nuestra edad estaban casadas, tenían dos o más hijos, el pelo salvaje, pantalones de tiro alto hasta el cuello y camisas con mangas que no tenían nada que envidiarle a los vestidos de la Cenicienta o Rapunzel. Nuestras madres fueron la generación que lavó pañales de tela ( y no precisamente por apoyar causas ecológicas), supuestamente aprendió corte y confección, trató de dejar de firmar los recibos de sueldo con el apellido de casada y nos crió con la ayuda de abuelas, tías y jardines maternales de tiempo casi completo. Lo del corte y confección es un tema aparte. Según el último sondeo realizado por la Unión de madres de los noventa, el 50 por ciento de las que solo aprendieron a coser botones a lo largo de un ciclo lectivo, en la actualidad pagan el cambio de cierre de pantalones a una trabajadora especializada. El otro 50 por ciento abandonó promediando la mitad del año escolar. También somos nietas de señoras que a nuestra edad aprendían recetas de cocina con Doña Petrona, esperaban al marido con la ropa lavada, la cena lista y los más de tres hijos bañados y perfumados mientras ellas le daban un último repaso a la limpieza de la casa. Hubo excepciones y también somos nietas de las primeras ingenieras, doctoras y sociólogas que querían apedrear en la esquina por pensar y por estudiar. Porque antes solo se podía ser modista, cocinera o maestra. Es inevitable pensar que a nuestra edad nuestras madres eran incipientes señoras que vistieron nuestros embarazos con enteritos y jumpers faltos de gracia, que planchaban la ropa escuchando Arjona en la radio, que bailaron ABBA y que se hicieron amigas de la mamá que tenía auto para que la ida al colegio sea más fácil. A nuestra edad, el 90 por ciento de nuestras abuelas eran señoronas que asistían todos los sábados a la peluquería para atarse los ruleros con presupuesto del marido y permanecían una semana sin lavarse la cabeza para que el peinado aguante hasta la próxima visita al estilista. Era mal visto usar zapatillas y las mallas del verano les cubrían toda la nalga. A nuestra edad una jovenzuela sin pareja ni aprietes en el zaguán era una solterona y se iba a quedar para vestir santos ¿No había otro premio más divertido y en efectivo? Según la RAE, la señora es una “persona de cierta edad” y da como ejemplo ”una señora y dos jóvenes”. Está claro que somos una de las dos jóvenes ¿Cierto?. Pero, hay algo a tener en cuenta es que la situación señorial se agrava cuando el almacenero, el técnico y los niños del ejemplo ya citado anteriormente evocan la palabra “Doña”. Es ahí el verdadero antes y después. En mi cerebro las mujeres nos convertimos en señoras a los 38 y no tengo una explicación lógica para eso. Lo que sí sé es que esa conversión no nos inhabilita para salir a bailar con otras señoras amigas, para tomar vino y cerveza en los bares, ni para hacer viajes de señoras solteras aunque estemos casadas, con hijos, perros y gatos. Tampoco nos obliga a firmar con apellidos ajenos ni a cambiar las zapatillas y mochilas por esos zuecos horribles de señora que dejan medio talón afuera. Por mi parte soy una agradecida porque aunque estoy acariciando los 30 y me han pasado trenes, camiones, aviones y tractores por encima en estos diez años de hacer comunicación, la genética me favoreció tanto que con mis amigas parecemos un grupo de quinceañeras y además, la gente me sigue diciendo “señorita periodista”. Si querés escuchar el podcast en https://open.spotify.com/episode/2euitAqpOH6Z5Jtg2vFajU?si=VDkU_kFLTmybLHyTReEvRw&dl_branch=1Ver más
Lo que nadie te dice a los 30: ¡Vivan los pijamas!No estoy segura de que todas las treintañeras piensen igual que yo, sin embargo me gusta exponer mis ideas más ocultas en público por las dudas alguna de todas ellas se sienta identificada. Aunque pienso mantenerme siempre joven de espíritu y disiento de recurrir a las cirugías estéticas para ello, también acepto la finitud del ser humano. Por lo tanto, no me es difícil imaginarme a los 70 años (si llego, claro) sentada frente al dispositivo tecnológico de moda de ese momento, tomando un vaso de whisky a las 10 de la mañana y tecleando un resumen de lo que hice en una especie de resumen de mis memorias pero con un toque más millennial. En esas páginas claramente dejaré asentados mis argumentos de porqué la ducha es el mejor lugar para reflexionar y llorar después de una decepción, defenestraré a las frutas como postre y hablaré sobre la importancia de los pijamas en la vida de todo ser humano. A vuelo de pájaro, no encuentro una explicación lógica para entender porqué me gustan tanto los pijamas. Sin embargo, puedo encontrar la respuesta en mi información genética. No sé si sucede algo parecido en las otras familias de todo el territorio nacional, pero en la mía, andar de pijama durante todo el día es completamente legal e incluso una costumbre que se hereda de generación en generación. Para los miembros de mi clan no es raro intercambiar pijamas durante cumpleaños y celebraciones religiosas y esperar al menos una de estas prendas en la lista de obsequios. No resulta raro entonces ver que los amaneceres de las reuniones familiares son la representación subdesarrollada de la escena de película estadounidense donde toda la familia está alrededor del hogar, pero sin hogar y con mate y termo bajo el brazo. Nos resulta mucho menos extraño trabajar de pijama y pantuflas, una moda impuesta durante los tiempos posmodernos de home office. No tengo recuerdo del primer pijama que tuve, pero probablemente haya sido un regalo de madre o de abuela, porque en mi familia la abuela siempre te regala el primer pijama. Si, así de simple: somos pijamas sobre personas y pantuflas debajo de personas. Si hay algo que felizmente no heredamos a lo largo de los años es la costumbre tan amada y tan odiada de usar ojotas con medias en épocas gélidas. Eso, nos merecería no tener derecho a los bienes heredables. Para quienes militamos en el uso del pijama desde la panza de nuestras madres -también seres militantes del pijama, no hay límites-. Podemos ir de pijama al almacén, a pasear al perro, e incluso salir en el auto sin bajarnos del vehículo con pijama. Además, siempre hubo y habrá un abrigo largo que pueda disimular los elásticos flojos y pantalones caídos. Para nosotras, el pijama debería ser normalizado como prenda de calle: debería hacer pijamas de telas simples para la cotidianeidad y otros de telas brillosas para las fiestas. Mi idea no es nueva, pues ya hubo una época donde los pantalones de pijama fueron el último alarido de la moda de alta costura, pero esos años quedaron atrás. Para algunas cosas tengo memoria tardía y una de ellas es la ropa. El primer pijama que recuerdo era de una tela que parecía raso pero no lo era, color naranja pastel con unos ratones que querían ser Mickey pero no llegaban ni a ratas de feria. Desde ese día, enterré para siempre las telas brillosas en mi vida. Cuando cumplí nueve o diez, alguien me regaló un camión rosa. El camisón era hermoso, pero a mí me pareció sumamente desagradable. El rosa no solo me parece un color de estereotipo, sino que también me resulta sumamente depresivo. En cuanto a los camisones, tengo muchas otras cosas para decir. En mi imaginario el podio de las mejores prendas para dormir está encabezado por los pijamas, le siguen las remeras y pantalones viejos y agujereados que dan un dejo de entrecasa y el último lugar lo ocupan los camisones. Quizás, porque no puedo evitar pensar que el paso de pijama con pantalón es una etapa de transición hacia una actitud más madura ante la vida. En mi abanico de conocidas, hay mujeres que un día tomaron la decisión de no usar más pijama por diversos motivos, y otras que usan un día pijama, otro día camisón, para volver al pijama en el tercero, en una especie de intercambio infinito de prendas hasta que definitivamente abandonan el pijama y se quedan con el camisón. En ambos casos, el enamoramiento del camisón me parece un abandono del último esbozo de juventud. No sé si se trata de algo personal, pero la imagen de mis abuelas usando camisón y la de mis amigas después de parir, usando la misma prenda, me representan un cambio de actitud más madura que todavía no puedo asumir. Creo que no se trata de preferencias personales, o tal vez sí. Pero hay otro antes y después. No es raro ver a mujeres que sobrepasaron la barrera de los 26 o 27 dejando atrás los hermosos pantalones de algodón con motivos infantiles de hongos y caracoles para dar paso en su vida a las flores grandes, de color azul y tonos pasteles que simulan tapizados europeos ¡Que desperdicio de juventud por vivir! La Real Academia Española define los pijamas como “prenda para dormir, generalmente compuesta de pantalón y chaqueta”. Ahí, es ahí, en la segunda parte de esa oración donde está el verdadero peligro. Cuando la camiseta de algodón es reemplazada por una chaqueta abotonada de raso en tonos neutros y botones forrados, la portante del pijama merece ser llamada señora en un indefendible paso a la edad adulta. Las pantuflas también merecen militantes de un lado y del otro de la grieta. Mientras que en la izquierda estamos quienes seguiremos usando garras de yeti o animales mullidos en los pies hasta el fin de nuestros días en una clara falta de voluntad para asumir que ya pertenecemos a grupos etarios de riesgo, del otro están quienes de a poco van adaptándose a las pantuflas de toalla color gris, rosa o celeste con puntilla de florecitas blancas y un agujero en el empeine para que las uñas de los dedos pintados de blanco perla puedan respirar. Sí, esas mismas que se estiran tanto que después de unos meses parecen como una ventana donde los dedos gordos salen a sonreír. Dicen que lo que se hereda no se roba o lo que no se roba se hereda o algo así. No cabe duda que los pijamas, camisones y pantuflas generan sentimientos encontrados entre quienes nacimos en los años convulsionados donde se caían la Unión Soviética y el muro de Berlín. Pero hay algo que todas heredamos de nuestros antepasados y que forma parte de nuestra información genética: cuando el termómetro baja algunos grados nos convertimos en mujeres de batas tomar. He aquí la cuestión: quienes suman más cifras en el DNI se inclinan por los tonos pasteles, pero quienes tenemos el corazón siempre joven, nos volcamos por los colores del arcoiris, capuchas y cuernos de unicornio. A pesar de las diferencias, seguramente coincidiremos en que a esta edad, no hay nada más lindo que volver a casa, ponerse pijama, pantuflas, pijama o camisón, pantuflas, una bata, abrir un vino y dormir. Si querés escuchar el podcast: https://open.spotify.com/episode/1f6dxBJKx0sosffUq6k28b?si=COU-LA-wTnSrHNBrrAhKTw&dl_branch=1Ver más
Aprender y desaprender“Somos la última generación que supo escribir bien los acentos”, le dije a mi amiga comunicadora, sin un punto ni coma de más ni de menos en el chat de WhatsApp, mientras trabajábamos: ella en lo suyo y yo en lo mío. Después le dije “tengo que escribir un libro que se llame así” y la idea me quedó resonando mucho más allá del mate de la media mañana que siempre acompaña mis tareas. ¿Vivo de escribir? Si. ¿Soy escritora? No. Soy periodista y escribo desde el 2009 cada día de mi vida. Quizás el comentario surgió por las ganas de retomar esas primeras cuarenta páginas de la historia que estaba escribiendo y abandoné cuando mi papá pasó 40 días internado antes de partir. O quizás sea la ansiedad por meter todo en la tesis de posgrado con páginas y páginas de blablá. Pensé que lo mío había sido el comentario de las odiables personas que piensan que todo tiempo pasado fue mejor, pero no. Cuando tenía diez años tuve que aprender que la palabra solo llevaba acento cuando era sinónimo de solamente y a los 25 lo tuve que desaprender. Lo mismo me pasó con la CH en el abecedario y algunas reglas ortográficas más. Los que nacimos entre el 85 y el 91 o 92 tuvimos que aprender y desaprender todo el tiempo, adaptándonos al cambio: del walkman al discman, del discman al mp4, del mp4 a la música en pen drive y del pen drive a la música en spotify. ¡Fuaaa, que adaptación al cambio que tenemos! Tanto así que en poco tiempo pasamos de las cartitas de amor con lluvias de corazones a sms con textos escritos en clave y hasta stickers con perritos y flores para expresar amor. Que la palabra solo ya no lleve acento en ninguna de sus formas es solo un detalle que tuvimos que aprender la generación que bailó los primeros regeatones y que le sigue poniendo el acento a los sueños, a los viajes, al amor por los perrijos y a las plantas de menta en el balcón.Ver más