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Noe Fernandez

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Lo que nadie te dice a los 30: El antes y después que te empiezan a decir señora

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Está científicamente comprobado que seis de cada diez mujeres que pasaron los 25 años no asumen la edad que tienen. Aunque hasta el momento este dato no fue publicado en ningún paper o documento científico avalado por organismos de educación internacionales, es algo así como la cura del ojeo, del empacho o el levantamiento de la paletilla cuando está caída: creer o reventar. También es el puntapié inicial para una investigación que podría iniciar hoy y quien sabe Dios cuándo va a terminar. De igual manera, está avalada la completa normalidad de salir corriendo con prisa al escuchar la palabra “señora”. La imagen es recurrente: cuando se escucha la palabra señora, la víctima da pasos firmes y rápidos, casi al trote, rumbo a un lugar desconocido y con el semblante transformado. Camina, camina y camina hasta perderse en un punto fijo y olvidar el momento vergonzoso por el que acaba de pasar. Sin embargo, el olvido es momentáneo. Pues lo recordará esa noche al dormir, en la ducha, probablemente al día siguiente y cada vez que vuelvan a llamarla así . Definitivamente todas seremos señoras alguna vez, pero no queremos serlo tan pronto. Hay un punto de inflexión en la vida de toda joven y es ese momento en el que te dicen señora por primera vez. La edad es variable pero depende de muchos factores. Mientras se viste uniforme escolar es muy difícil ser víctima de un llamado de este tipo, al igual que los dos años posteriores a la finalización de los estudios obligatorios. El problema viene cuando los apuntes, los exámenes y el trabajo empiezan a hacer estragos en la línea debajo de los ojos, los 22 pasan a parecer 29 y los 29 pasan a parecer 38, en una especie de círculo infinito que no tiene fin. La situación se ve agravada cuando la vida diaria nos obliga a vestirnos como “señoras” para el trabajo. Así, un pantalón de vestir, zapatos y carteras pasan a sumar diez años cada uno, mientras que un jean, zapatillas y una mochila son los complementos siempre jóvenes. Ni que hablar para las chicas que no somos tan favorecidas físicamente. Sí, las mismas que en el colegio de mujeres solas hacíamos de árboles, soldados o caballeros por nuestra estatura superior a la media, somos las primeras en caer en esta trampa y a más corta edad aparentar ser un poco más grandes. Seguramente, de todas las que en diez años o un poco más estaremos en el grupo de las de cuatro décadas, más de la mitad tenemos un vago recuerdo de la vez que la llamaron señora: en el colectivo, un grupo de niños jugando a la pelota que dijo “dejen pasar a la señora”, el técnico que fue a instalar el aire acondicionado al departamento o un almacenero que preguntó ¿Señora que anda buscando?”, los ejemplos sobran. Entrando en la psicología se podría decir que esto no se trata de una falta de aceptación, o de casos no aislados del síndrome de Peter Pan y la negación a crecer de quienes lo padecen. Por el contrario, es una especie de revisión genética - sociológica que viene de muchas generaciones atrás. Quienes estamos en el hermoso limbo que va desde el cuarto de siglo hasta los treinta, somos hijas de mujeres que a nuestra edad estaban casadas, tenían dos o más hijos, el pelo salvaje, pantalones de tiro alto hasta el cuello y camisas con mangas que no tenían nada que envidiarle a los vestidos de la Cenicienta o Rapunzel. Nuestras madres fueron la generación que lavó pañales de tela ( y no precisamente por apoyar causas ecológicas), supuestamente aprendió corte y confección, trató de dejar de firmar los recibos de sueldo con el apellido de casada y nos crió con la ayuda de abuelas, tías y jardines maternales de tiempo casi completo. Lo del corte y confección es un tema aparte. Según el último sondeo realizado por la Unión de madres de los noventa, el 50 por ciento de las que solo aprendieron a coser botones a lo largo de un ciclo lectivo, en la actualidad pagan el cambio de cierre de pantalones a una trabajadora especializada. El otro 50 por ciento abandonó promediando la mitad del año escolar. También somos nietas de señoras que a nuestra edad aprendían recetas de cocina con Doña Petrona, esperaban al marido con la ropa lavada, la cena lista y los más de tres hijos bañados y perfumados mientras ellas le daban un último repaso a la limpieza de la casa. Hubo excepciones y también somos nietas de las primeras ingenieras, doctoras y sociólogas que querían apedrear en la esquina por pensar y por estudiar. Porque antes solo se podía ser modista, cocinera o maestra. Es inevitable pensar que a nuestra edad nuestras madres eran incipientes señoras que vistieron nuestros embarazos con enteritos y jumpers faltos de gracia, que planchaban la ropa escuchando Arjona en la radio, que bailaron ABBA y que se hicieron amigas de la mamá que tenía auto para que la ida al colegio sea más fácil. A nuestra edad, el 90 por ciento de nuestras abuelas eran señoronas que asistían todos los sábados a la peluquería para atarse los ruleros con presupuesto del marido y permanecían una semana sin lavarse la cabeza para que el peinado aguante hasta la próxima visita al estilista. Era mal visto usar zapatillas y las mallas del verano les cubrían toda la nalga. A nuestra edad una jovenzuela sin pareja ni aprietes en el zaguán era una solterona y se iba a quedar para vestir santos ¿No había otro premio más divertido y en efectivo? Según la RAE, la señora es una “persona de cierta edad” y da como ejemplo ”una señora y dos jóvenes”. Está claro que somos una de las dos jóvenes ¿Cierto?. Pero, hay algo a tener en cuenta es que la situación señorial se agrava cuando el almacenero, el técnico y los niños del ejemplo ya citado anteriormente evocan la palabra “Doña”. Es ahí el verdadero antes y después. En mi cerebro las mujeres nos convertimos en señoras a los 38 y no tengo una explicación lógica para eso. Lo que sí sé es que esa conversión no nos inhabilita para salir a bailar con otras señoras amigas, para tomar vino y cerveza en los bares, ni para hacer viajes de señoras solteras aunque estemos casadas, con hijos, perros y gatos. Tampoco nos obliga a firmar con apellidos ajenos ni a cambiar las zapatillas y mochilas por esos zuecos horribles de señora que dejan medio talón afuera. Por mi parte soy una agradecida porque aunque estoy acariciando los 30 y me han pasado trenes, camiones, aviones y tractores por encima en estos diez años de hacer comunicación, la genética me favoreció tanto que con mis amigas parecemos un grupo de quinceañeras y además, la gente me sigue diciendo “señorita periodista”. Si querés escuchar el podcast en https://open.spotify.com/episode/2euitAqpOH6Z5Jtg2vFajU?si=VDkU_kFLTmybLHyTReEvRw&dl_branch=1
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