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Noe Fernandez

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Lo que nadie te dice a los 30: Muerte a las Planchas

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De mis 30 años y dos meses de vida, llevo 25 años y cincuenta días tratando de entender por qué para otras personas sigue siendo tan importante planchar, teniendo en cuenta que debajo del techo, entre las cuatro paredes y arriba del piso, en la jurisdicción de mi hogar la plancha es un artefacto de uso casi nulo y permanece estático desde la última vez que la usamos en 2019, sin exagerar. Para quienes habitamos esta vivienda la lista de prioridades tenía muchos otros electrodomésticos antes de una plancha, incluso si uno de ellos era un tanto inservible como una waflera que usamos solo cada muerte de obispo o cuando parece que la Reina y Mirta están por irse al más allá y se recuperan, o sea casi nunca. Las que nacimos a fines de los ochenta y principios de los noventa crecimos sin plancha, al menos en nuestras casas. O mejor dicho, crecimos con una plancha Philip de acero y cable blanco y negro que estaba abandonada en un rincón del lavadero sin uso fijo. Porque nuestras madres fueron la última generación que aprendió a planchar y lo practicó durante sus primeros años de convivencia en pareja. Teniendo en cuenta la evolución de la industria textil y la llegada de los géneros que no se planchan y los aerosoles plancha fácil, nuestras mamás fueron abandonando poco a poco el artefacto elimina arrugas para siempre de su vida. Incluso, conforme fueron convirtiéndose en mujeres de éxito que ganaron terreno en el mercado laboral, dejaron de planchar camisas y polleras tableadas de uniformes entendiendo que las arrugas no interfieren con la educación básica obligatoria y que no son proporcionales a la capacidad cognitiva de los seres humanos. También llegó el día en el que se convirtieron en superheroínas y se rebelaron contra el sistema: primero dejaron de planchar las rayas de los pantalones de vestir propios, después de los de sus maridos y directamente los dejaron arrugados para que se los planchen ellos mismos. Para mí, y seguramente para otras chicas de mi edad, resulta muy común ver a nuestras abuelas planchar desde sábanas hasta repasadores en jornadas maratónicas de domingo por la tarde, mientras escuchan Marco Antonio Solis tratando de encontrar la primavera que perdió hace más de 30 años, al señor enamorado de Santiago del Estero que decía “Santiago Querido, Santiago añorado” y Tormenta cebando mate con amor (Vamos tormenta, que nadie te cree el amor). Para las Baby Boomers, como se las conoce por ser de la generación en la que las familias tenían muchos hijos y podían alimentarlos a todos gracias a las maravillas de amasar el pan en casa y cultivar sus propios tomates, planchar es algo que no puede salir de la agenda de las actividades diarias que toda ama de casa debe realizar. El problema es que las amas de casa como se las conocía entonces ya no existen o simplemente representan el 1% de la población mundial y se encuentran lejos de las grandes metrópolis. ¿Existe alguna clara razón por las que las millennials no planchamos? Si y muchas. En primer lugar porque no nos gusta y eso no merece ninguna otra explicación, o sí. Nos parece una pérdida de tiempo estar paradas frente a una mesa horrenda de planchado que se parece a una camilla de ambulancia con patas y que encima nos queda petisa. En segundo lugar representa una pérdida de tiempo y no hay nada peor que desperdiciar el tiempo de ver la serie de Luis Miguel en Netflix que haciendo bailar a la plancha al ritmo de Suave. En tercer lugar, nos gusta ver la cara de nuestras abuelas cuando afirmamos que no se plancha la ropa y que si marinovio quiere camisas planchadas se las planche él. Felizmente, que la plancha se fuera al tacho representó no sólo una liberación para nuestras madres, sino la herencia de nuestra liberación, el estereotipo de lo que no queremos ser las millennials. Nos negamos rotundamente a sacrificar un sábado de spa, una noche con amigas en el bar y una tarde domingo tomando mate en el parque para ver a quienes nos rodean sin una arruga. Existe otro grupo, entrado en edad, que se acostumbró a planchar toallas para ponerselas en el pecho y suavizar los efectos de la gripe y el catarro, planchar sábanas para calentar la cama y trapos para mitigar los efectos de un golpe o contractura. Y aunque no le hacemos asco a esas soluciones de las abuelas preferimos las nebulizaciones, una frazada térmica y la fisioterapia o la quiropraxia. La plancha es innecesaria. Pues en términos de refranes modernos y como diría Yoda “Si una prenda mojada en la soga tiendes, una prenda planchada y seca tienes”. Además, siempre habrá un secador de pelo capaz de cumplir su función de calor sacando arrugas puntuales de último momento. La ciencia nos da la derecha. No son pocos los estudios que aseguran que planchar colabora con el calentamiento global. Una plancha no marca la diferencia, pero parafraseando a un reconocido uruguayo, muchas planchas, en muchos lugares pueden cambiar el mundo. Para quienes tenemos el alma hippie mochilera dentro de un cuerpo de adulto que se levanta todos los días a las 7 para ir a trabajar, no nos hace la diferencia una arruga más o una arruga menos. Pero sí somos felices mirando a la plancha en el lavadero, arriba de la alacena y más allá. Si querés escuchar el podcast en https://open.spotify.com/episode/5i9Dfv8H5NhXD307ScQYBC?si=-UCi8xu6Tri62ZyRvVyk9Q&dl_branch=1
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