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Noe Fernandez

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Lo que nadie te dice a los 30: Quiero ser influencer como mi papá

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Sin dudas, el paso de los años representa una valoración de momentos importantes y uno de ellos es el estar frente a la televisión. Hace unos meses, con pareja estable y con papeles le dimos de baja al servicio de TV por cable de común acuerdo. En parte se trató de una decisión para colaborar con la economía familiar, pero también porque las plataformas de streaming nos conquistaron. Por estos días le pusimos dedito pulgar arriba a las cuentas en Youtube y en Instagram de un montón de seres humanos que suben contenido en esas plataformas. Algunas gusteadas fueron por voluntad propia y otra por el demoníaco algoritmo. Hay contenido copado, como esos reels que te enseñan a hacer un estante para zapatos a partir de un colador de fideos en desuso. Y también hay otros que dejan mucho que desear, como esos flyers que parecen hechos con el lápiz más finito del paint y el aerosol. Nobleza obliga: también consumimos esas horribles cosas que parecen la tía Marta bailando la Macarena en un VHS de los 90. Todo para no ver noticieros. Desde que descubrí que los youtubers ganan algunos dólares con los videos y que los que tienen muchos seguidores en Instagam hacen canjes con marcas quiero ser uno de ellos. Claramente elegiría los canjes de postres, vinos de autor, zapatillas, picadas y esos copados productos de decoración para la casa, como esa la de picar verduras que se dobla en 16 para guardar dentro del cajón. Soy un alma de gustos caros en una billetera con sueldo módico de empleado público argentino. Aunque dicen que los 30 son los nuevos 20 y estoy de acuerdo, no dejo de mirar con alguna distancia y un poco más de experiencia a quienes hoy transitan los quince o dieciséis años. Las comparaciones siempre me parecieron odiosas, sin embargo, me es inevitable pensar que cuando yo tenía la edad de los chicos que hoy en día están teniendo clases por zoom, bailan frente a una pantalla en vertical y utilizan Tik Tok, con mis amigas estábamos inventando el perreo al son del primer reaggeton, o al menos el más famoso por esos tiempos: La Gasolina, de Dady Yankee y que era pura poesía. No se dejen engañar: el trap es hijo del reggaeton (y no se como se baila). Por eso, pienso hacerme una remera que diga "no sé bailar la música de ahora" y mostrarla con orgullo cuando vaya al supermercado a hacer las compras. Volviendo al tema. Soy comunicadora, vendo mis productos en redes y por ello constantemente me cuestiono que hace que una gente siga a otra gente en las redes sociales y se forme una telaraña infinita. Eso incluye Facebook, Instagram, Tik Tok, Whatsapp y el Kun Aguero jugando en Twich. A propósito, recomiendo fuertemente googlear Twich para poder entablar una conversación con el sub 20 que nos rodea. Claramente, toda la guita invertida en manuales de Marketing no sirve para un cuerno. Los algoritmos se comportan como si hubieran estado de gira por tres noches seguidas escabiando fernet de segunda mano y nadie, absolutamente nadie sabe la verdad. Cuanto más observo a les niñes adolescentes que me rodean, más profundizo en lo que nos diferencia. Los que ahora ya estamos en edad de ser perseguidos por deberle impuestos de recaudación al Estado, aprendimos a escribir amontonados para no gastar más de un sms. La escritura digital en tiempos de los primeros celulares que cabían en un bolsillo, era la analogía de un bondi argentino a las 7 de la mañana en un lunes de junio y constituyó un lenguaje que solo los millennials entendemos. Los emojis eran de bricolage o de hágalo usted mismo, porque se hacían tipiando caracteres uno por uno y siguiendo un tutorial del estilo utilísima. Si, para quienes pasamos de la B de los celulares monofónicos y la viborita del Nokia 1100 a jugar en primera con los de luces y ringtones, nuestro concepto de influencer era bastante distinto del de ahora. Para nosotros el pibito fachero o la pibita carilinda que se paraba en la puerta de los colegios a vender viajes de egresados era Influencer. Sumaba puntos porque no pasaban los 19 años y durante la estadía era uno más mantenido por el viaje que habían pagado tus viejos:chupaba gratis, comía gratis, conocía estudiantes que estaban a puntos de ser mayores de edad y agitaba los brazos como un estúpido en los boliches para que el resto sigamos esa coreografía. También era influencer el vaguito que atendía el cyber, que sabía poner el arroba. Confieso que en mis primeros años de adolescencia renegué mucho de la cantidad de conocidos que tenía mi papá. Algunos eran del trabajo, otros de la vida y muchos más de por ahí. Me molestaba demasiado que se juntara a tomar café y a charlar con quien se le pasaba por el frente. En parte porque consideraba que los papás de mis amigas eran más reservados y en parte porque odiaba que entablara conversación sobre el clima con desconocidos. También me molestaba muchísimo que se sentara a ver pasar la vida en bancos públicos, como si no tuviera otra cosa más interesante que hacer. Padre trabajó atendiendo clientes en varias empresas financieras y eso le dió una nómina enorme de conocidos. A veces se encontraba conocidos en los lugares donde íbamos de vacaciones: lo saludaban mientras tomaba birras en la playa y hasta un desconocido gritó su nombre en Península Valdéz, un poquito más allá de donde solo llegan los pinguinos. Los que pasamos la niñez en los noventa y la adolescencia en la primera década del dos mil no crecimos con redes sociales. Caímos en esa trampa cuando llegamos a la facultad y nunca entendimos qué tan bueno fue venderle el alma a Facebook. Pasamos de Facebook a Twitter sin escala, de Twitter a Instagram como un tren bala japonés, sobrevolamos snapchat sin entender los filtros con cara de gato y perro y caímos en Tik Tok para reírnos de nosotros mismos en una clara aceptación de que ya no nos queda vergüenza que gastar. No solo nos cuesta mucho hacer esos vídeos virales de bracito arriba, bracito abajo, meneo, meneo, meneo sino que también nos cuesta coordinar la sonrisa, que no suenan las articulaciones y que los pasos coincidan con la música. No nos sale, y está bien. Cuando me hice adulta (no señora, ni mayor, ni vieja, solo adulta), mejor dicho cuando me hice adolescente con plata y trabajo estable, comencé a sembrar amigos de aquí, de allá, a cosechar conocidos, compañeros de laburo, alumnos y tanta otra gente con la que detenerme a conversar, tomar café, cerveza y salir de fiesta. Todavía no pasé la barrera de la sentada de bancos públicos para ver el desfile citadino. Sin embargo, hay días en que me siento Susana Giménez saludando a diestra y siniestra a gente que me pega el grito del otro lado de la calle. No niego ni afirmo que los influencers de redes sociales sean puro piripipi y que los canjes lleguen en tiempo y forma a destino. De lo que estoy segura es que quiero ser influencer de verdad, como mi papá. Si querés escuchar el podcast en https://open.spotify.com/episode/4SkNI862S5nwlDn1FT4Pp6?si=fouzk_vfR3CvmfXaBCzsng&dl_branch=1
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