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Lo que nadie te dice a los 30: ¡Vivan los pijamas!
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No estoy segura de que todas las treintañeras piensen igual que yo, sin embargo me gusta exponer mis ideas más ocultas en público por las dudas alguna de todas ellas se sienta identificada. Aunque pienso mantenerme siempre joven de espíritu y disiento de recurrir a las cirugías estéticas para ello, también acepto la finitud del ser humano. Por lo tanto, no me es difícil imaginarme a los 70 años (si llego, claro) sentada frente al dispositivo tecnológico de moda de ese momento, tomando un vaso de whisky a las 10 de la mañana y tecleando un resumen de lo que hice en una especie de resumen de mis memorias pero con un toque más millennial. En esas páginas claramente dejaré asentados mis argumentos de porqué la ducha es el mejor lugar para reflexionar y llorar después de una decepción, defenestraré a las frutas como postre y hablaré sobre la importancia de los pijamas en la vida de todo ser humano.
A vuelo de pájaro, no encuentro una explicación lógica para entender porqué me gustan tanto los pijamas. Sin embargo, puedo encontrar la respuesta en mi información genética. No sé si sucede algo parecido en las otras familias de todo el territorio nacional, pero en la mía, andar de pijama durante todo el día es completamente legal e incluso una costumbre que se hereda de generación en generación. Para los miembros de mi clan no es raro intercambiar pijamas durante cumpleaños y celebraciones religiosas y esperar al menos una de estas prendas en la lista de obsequios. No resulta raro entonces ver que los amaneceres de las reuniones familiares son la representación subdesarrollada de la escena de película estadounidense donde toda la familia está alrededor del hogar, pero sin hogar y con mate y termo bajo el brazo. Nos resulta mucho menos extraño trabajar de pijama y pantuflas, una moda impuesta durante los tiempos posmodernos de home office.
No tengo recuerdo del primer pijama que tuve, pero probablemente haya sido un regalo de madre o de abuela, porque en mi familia la abuela siempre te regala el primer pijama. Si, así de simple: somos pijamas sobre personas y pantuflas debajo de personas. Si hay algo que felizmente no heredamos a lo largo de los años es la costumbre tan amada y tan odiada de usar ojotas con medias en épocas gélidas. Eso, nos merecería no tener derecho a los bienes heredables.
Para quienes militamos en el uso del pijama desde la panza de nuestras madres -también seres militantes del pijama, no hay límites-. Podemos ir de pijama al almacén, a pasear al perro, e incluso salir en el auto sin bajarnos del vehículo con pijama. Además, siempre hubo y habrá un abrigo largo que pueda disimular los elásticos flojos y pantalones caídos. Para nosotras, el pijama debería ser normalizado como prenda de calle: debería hacer pijamas de telas simples para la cotidianeidad y otros de telas brillosas para las fiestas. Mi idea no es nueva, pues ya hubo una época donde los pantalones de pijama fueron el último alarido de la moda de alta costura, pero esos años quedaron atrás.
Para algunas cosas tengo memoria tardía y una de ellas es la ropa. El primer pijama que recuerdo era de una tela que parecía raso pero no lo era, color naranja pastel con unos ratones que querían ser Mickey pero no llegaban ni a ratas de feria. Desde ese día, enterré para siempre las telas brillosas en mi vida. Cuando cumplí nueve o diez, alguien me regaló un camión rosa. El camisón era hermoso, pero a mí me pareció sumamente desagradable. El rosa no solo me parece un color de estereotipo, sino que también me resulta sumamente depresivo. En cuanto a los camisones, tengo muchas otras cosas para decir.
En mi imaginario el podio de las mejores prendas para dormir está encabezado por los pijamas, le siguen las remeras y pantalones viejos y agujereados que dan un dejo de entrecasa y el último lugar lo ocupan los camisones. Quizás, porque no puedo evitar pensar que el paso de pijama con pantalón es una etapa de transición hacia una actitud más madura ante la vida. En mi abanico de conocidas, hay mujeres que un día tomaron la decisión de no usar más pijama por diversos motivos, y otras que usan un día pijama, otro día camisón, para volver al pijama en el tercero, en una especie de intercambio infinito de prendas hasta que definitivamente abandonan el pijama y se quedan con el camisón. En ambos casos, el enamoramiento del camisón me parece un abandono del último esbozo de juventud.
No sé si se trata de algo personal, pero la imagen de mis abuelas usando camisón y la de mis amigas después de parir, usando la misma prenda, me representan un cambio de actitud más madura que todavía no puedo asumir.
Creo que no se trata de preferencias personales, o tal vez sí. Pero hay otro antes y después. No es raro ver a mujeres que sobrepasaron la barrera de los 26 o 27 dejando atrás los hermosos pantalones de algodón con motivos infantiles de hongos y caracoles para dar paso en su vida a las flores grandes, de color azul y tonos pasteles que simulan tapizados europeos ¡Que desperdicio de juventud por vivir!
La Real Academia Española define los pijamas como “prenda para dormir, generalmente compuesta de pantalón y chaqueta”. Ahí, es ahí, en la segunda parte de esa oración donde está el verdadero peligro. Cuando la camiseta de algodón es reemplazada por una chaqueta abotonada de raso en tonos neutros y botones forrados, la portante del pijama merece ser llamada señora en un indefendible paso a la edad adulta.
Las pantuflas también merecen militantes de un lado y del otro de la grieta. Mientras que en la izquierda estamos quienes seguiremos usando garras de yeti o animales mullidos en los pies hasta el fin de nuestros días en una clara falta de voluntad para asumir que ya pertenecemos a grupos etarios de riesgo, del otro están quienes de a poco van adaptándose a las pantuflas de toalla color gris, rosa o celeste con puntilla de florecitas blancas y un agujero en el empeine para que las uñas de los dedos pintados de blanco perla puedan respirar. Sí, esas mismas que se estiran tanto que después de unos meses parecen como una ventana donde los dedos gordos salen a sonreír.
Dicen que lo que se hereda no se roba o lo que no se roba se hereda o algo así. No cabe duda que los pijamas, camisones y pantuflas generan sentimientos encontrados entre quienes nacimos en los años convulsionados donde se caían la Unión Soviética y el muro de Berlín. Pero hay algo que todas heredamos de nuestros antepasados y que forma parte de nuestra información genética: cuando el termómetro baja algunos grados nos convertimos en mujeres de batas tomar. He aquí la cuestión: quienes suman más cifras en el DNI se inclinan por los tonos pasteles, pero quienes tenemos el corazón siempre joven, nos volcamos por los colores del arcoiris, capuchas y cuernos de unicornio.
A pesar de las diferencias, seguramente coincidiremos en que a esta edad, no hay nada más lindo que volver a casa, ponerse pijama, pantuflas, pijama o camisón, pantuflas, una bata, abrir un vino y dormir.
Si querés escuchar el podcast: https://open.spotify.com/episode/1f6dxBJKx0sosffUq6k28b?si=COU-LA-wTnSrHNBrrAhKTw&dl_branch=1
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