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Una maldición silenciosa y mi mayor miedo.
No soy supersticioso, no creo en maldiciones, ni en el karma, ni en muchas de esas giladas, sin embargo, si lo pusiéramos de manera estadística pareciera aparecer un patrón que por lo menos resulta ser muy sospechoso.
Esta cuestión que parece alcanzar a uno de cada tres presos, también es uno de mis mayores miedos estando acá y ojalá nunca tenga la desdicha de sufrir semejante mal. Aunque tarde o temprano a todos nos toca vivirla, pero es algo que para nada me gustaría tener que vivirla estando en cana.
Estoy hablando de la pérdida de un ser querido estando acá. Obviamente que se te muera un ser amado nunca es algo agradable, pero estando en cana la cosa es peor. La frustración es inmensa, te sentís completamente impotente, completamente alejado de tu duelo. No podés estar con tu familia, no podés recibir su consuelo, ni consolarlos. No podés despedirte de aquella persona que ya partió, ni estar en su funeral, debe ser algo desgarradoramente horrible.
Como si fuera poco, pareciera ser que está maldición ataca aquella persona que más queremos en la vida, aquella persona que quisiéramos que sea eterna. Nuestras mamás. Ya he visto a muchos sufrir la pérdida de sus madres estando acá y la mayoría de los presos reincidentes y viejos, cuando charlamos y le digo que mi madre viene a verme, no pueden evitar mencionar a su madre que iba a todas la visitas en la condena anterior o que hace años que no reciben visitas, porque sus mamás ya no están.
Yo ya tuve que consolar, con mi torpeza, a varios compañeros que perdieron a un ser querido, desde que estaba en la taquería. Recuerdo que estando allí, uno de mis compañeros recibió una única esquela en todo ese tiempo, solo para avisarle que su primo había muerto, otro perdió a su madre, recuerdo que me había contado que su mamá era una hija de puta (esas eran las palabras que usó), que lo fajaba todos los días hasta que se escapó de su casa en el Chaco, huyó de ella y se vino a Buenos Aires cuando tenía catorce años – mi mamá era una hija de puta – decía – pero aún así era mi mamá – y no paraba de llorar.
Estando en la alcaldía la maldición siguió y otro compañero perdió a su única hermana de un repentino ACV, y mi compañero de celda cayó en depresión cuando murió una de sus sobrinas. Estando en Sierra también se repitió este patrón, una noche me desperté y escuché el llanto ahogado de uno de mis compañeros, fingí seguir estando dormido, al dia siguiente me contó que había muerto su abuelo, quien había sido como su padre, ya que al suyo lo habían asesinado cuando él todavía estaba en el vientre de su madre.
Hace poco me crucé con un compañero que había conocido estando en la comisaría, noté que estaba demasiado flaco y se lo comenté, él me dijo que había perdido mucho peso en los últimos tres meses debido a que su mamá se había muerto. Mi compañero de pabellón de la celda de al lado tuvo la misma desgracia hace unos meses también.
Es evidente que existe una gran proporción de personas que están transitando un duelo acá en Canadá; y esa proporción pareciera ser mayor que la que hay afuera. Acá en Sierra Chica hay aproximadamente tres mil presos, si tomara una cantidad igual de personas en la calle, creo yo, que la cantidad de personas que están sufriendo una pérdida sería proporcionalmente mucho menor, comparándolo con la cantidad de presos que están atravesados por un duelo. No entiendo el porqué de esta maldición, por qué al encanar aumentan las posibilidades de que se te muera un ser querido.
En caso de que se muera un familiar directo, el servicio penitenciario muestra un atisbo de humanidad y te permite asistir a su funeral. Sin embargo, según los dichos de un compañero de taquería esto es peor que no poder estar ahí. Recuerdo que me había contado que en la anterior condena fue al funeral de su madre, solo lo dejaron estar una hora, siempre amarrocado, con dos cobanis siempre agarrándole del brazo, no le permitieron acercarse a nadie, ni que nadie le hable, ni le permitieron acercarse al cajón – Hubiese preferido no ir – me decía.
Todo esto es mi mayor miedo. Acá no vivo con miedo que a mí me pase algo, sino que tengo miedo de que le pase algo a mi familia estando yo adentro – Nosotros estamos más seguros acá adentro de lo que nuestras familias lo están, estando afuera – decía un compañero de la alcaldía, y tenía razón.
Vivo con el constante miedo de que un día llame a casa y una voz llorosa me diga que algo horrible pasó, o que nadie me atienda. Me sobresalto y espero lo peor cuando me llaman en un horario poco habitual al que me suelen llamar, o cuando me dicen que tienen una mala noticia que decirme.
Me desespero cuando tardan más de lo normal en llegar a la visita, si llegarán a tener un accidente mientras vienen acá, no me lo podría perdonar. Lo mismo me ocurre cuando se van, o tienen que hacer un viaje largo.
Afortunadamente mis miedos se desvanecen cuando al fin me atienden y me dicen que no habían escuchado el celular, o cuando resulta ser que las malas noticias son pequeñeces que piensan que me las voy a tomar a mal; o que llegaron tarde porque había mucha fila para ingresar al penal, o tardaron en volver porque la General Paz estaba hasta la bolas de tráfico.
Siempre me preocupo al pedo por boludeces, que al final solo están en mi cabeza. Sin embargo, siempre existe esa ínfima posibilidad de que la maldición sea real, y ese es mi mayor miedo.
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