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Yaro

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Invitame un Cafecito

Acá el que no hace guita, es porque no quiere

La alarma y yo, una pareja inseparable. La chica al lado mío seguía durmiendo, creo que me dijo algo cuando me levanté para apagar el estridente sonido del celular. No quería posponer el aviso horario, me abstuve aunque estaba muerto de sueño, pero como al tener compañía quería ser diligente. Quería que Camila (o Micaela), se vaya rápido. Le di de comer algo al Poggi, y de paso tragué unos amargos. Esencial para salir a enfrentar a la civilización. La doncella, muy campante, me dijo que le pidiera un Uber, a lo cual accedí de inmediato. No soy un forro, es por ello, que le ofrecí mates y unos bizcochos de segunda marca que a mi me encantan. Una negativa y mueca de lástima fue su respuesta. De camino a laburo, en pleno 60 rumbo a Tigre, me cayó un mensaje de Javier. Mi ex compañero de andanzas. Digo “ex”, porque en algún momento habíamos recorrido la noche porteña y más de una vez nos acompañamos en alguna contienda romántica, llena de amor efímero, donde uno de los dos, o ambos, creíamos haber encontrado el amor de nuestras vidas entre parlantes, luces raras y chicas que creíamos inalcanzables. En fin, el mensaje era claro, en unos días iba a estar por la “Ciudad de la furia”, quería despejarse de las sierras cordobesas. Que locura por favor, ¿Por qué querría hacer eso? Entre facturas, remitos, órdenes de compra y gritos de mi jefa, se me pasó la jornada instantáneamente. Volviendo a casa con una Brahama en mano, planeaba a donde podíamos ir con Javier, para rememorar un poco las viejas épocas. Él ya tenía familia allá en Córdoba, ya no estaba para estos trotes, yo tampoco. Paja y aburrimiento, mis motivos. Mis ideas eran algo tranqui, barcito con birra artesanal y papas con alguna cosa encima que decida el lugar de turno. Sonó el portero electrónico un jueves tipo 20 hs., yo ya sabía quién era, pero igualmente pregunté. “Soy yo, Amalia la morenita que te quiere chupar todo, todito…”, fue la respuesta a mi pregunta y a la duda de si había cambiado algo este tiempo que no nos vimos. Javier estaba afuera con su bolsito y un look más formal, o quizás hasta me pareció que tenía pinta de boludón. Mientras Poggi lo olfateaba con respeto, Javier acomodaba su bolso y se sentaba, pucho de por medio, en el sillón. “El viaje ni me preguntes, decí que iba una morocha al lado con dos pares de tetas que parecían pelotas Spalding”. “Si queres le digo al “cicatrica” y mañana vamos de gira, pero tranqui que no quiero andar tomando Alikal y…”. “No, no, no, olvidate, yo estoy en otra…además empecé a invertir…” A continuación, Javi arrancó sin mediar palabra, con una mini clase de cripto monedas, tenía los ojos como dos tanques australianos para escuchar y aprender; “osea yo compro a un valor en dólares unas monedas que están sólo en ese mercado, pero no es como comprar dolares o euros, son digitales, están ahí en la nube tenés de la que se te ocurra, con nombres rarísimo, es todo seguro eh y después vas viendo cómo se comporta el mercado y si se pudre todo o te la ves venir, vendés todo y recuperas lo que invertiste, o podés vender cuando aumenta el valor y así tener ganancia. Hay que ser pillo, para que sea ganancia vos tenés que venderlas a un monto más alto de lo que las compraste . ¿Sabés lo que es el Bitcoin?”. Estaba muy perdido, pero lo que me contaba parecía interesante, me desesperaba un poco sí, que no arrancaba para la idea de salir a comer y tomar algo. Íbamos para el centro en el 93 y me seguía hablando de unas fluctuaciones y que hasta equipos de fútbol ya tenían sus propias monedas digitales. O que había un tipo en yankeelandia con tal poder, que metía un tweet y te cagaba la existencia financiera. Yo tenía unos ahorros en dólares,y cada tanto me fijaba en algún diario conocido, si no estaba por explotar todo y el presidente no se iba en un transporte aéreo de repente. Me quedaba más tranquilo cuando veía que Graciela Alfano había encontrado el amor en algún “pebete” o que el 3 de algún equipo de primera se tatuaba la cara de su jermu. Fuí a buscar champagne con latas de energizante, la chica de la barra me sonrió como si me conociera, me conocía sí. Habíamos estado juntos en una de esas fiestas gay friendly, la había sacado a bailar un largo rato, la quisieron molestar dos idiotas, la defendí y terminamos en un telo de Nuñez. Pero el caso es que cuando caigo con los brebajes, Javier estaba hablando con tres chicas, parecían hipnotizadas por los ademanes y los vaivenes de sus brazos explicando vaya a saber que cosa, bueno seguro era lo de las inversiones cripto. Cuando me acerqué, una de ellas me preguntó qué opinaba de Etherium. Le dije que sólo fumo faso de vez en cuando, si pego flores nomas. Bajoneando unos panchos en lo de Ramón, ahí entre Rosetti y la Panamericana, Javier me preguntó si cuán líquido estaba con respecto a mis inversiones y si le ponía el pecho a las operaciones de riesgo. Extrañado estaba por que ni nos habíamos drogado. Contesté que estaba seco como lengua de loro. Nos reímos los dos un buen rato y luego me soltó un apesadumbrado: “Mal ahí, amigo”. A los dos días posteriores, Javi se tomó el buque de regreso a sus pagos y yo le estaba escribiendo a Coral, una jipona que conocí en una feria en Vicente López. Si fuera por mí me hubiera enamorado, pero por lo que pintaba la piba, parecía que le cabía esa onda del poliamor. Y yo era muy arcaico, chapado a la antigua y le tenía miedo a las enfermedades de transmisión sexual, más de una vez soñé que me crecía un coliflor en la frente por no haberme cuidado. Me retiré con modestia y borré el mensaje que le terminaba de escribir. Un par de mañanas después, no me acordaba donde dejé el teléfono y la alarma hacía lo suyo. Tenía un poco de resaca. La noche anterior había salido a tomar unas frescas con Gabriela, una vecina que era azafata de cabotaje y tenía un perro, Ulises, gracias al cuál nos conocimos un día que saqué a pasear al Poggi. Pude vencer el puntazo en la cabeza debido al etílico y también al ruido de la alarma. Cuando salgo de la ducha veo que suena el teléfono nuevamente, pensé que no había cancelado el timbre de la alarma correctamente. No, me estaba llamando Marcel. Un amigo español que anduvo varios años por baires mientras terminaba su especialidad en Dermatología. El llamado era porque venía a cerrar algunos temas de su matrícula médica y antes de volverse a su Málaga natal quería, además, visitar a sus viejos amigos argentinos. “Tío, tengo que contarte algo…”, me dijo mientras comíamos unas pizzas en Maipú e Irigoyen. “No ves la hora de salir de joda en la Ciudad de la Furia, ¿no?”, anticipé. “¡Que va hombre!, es sobre negocios, dinero”. “Aaaah, de eso no se mucho, hace poco un amigo…”, y me cortó en seco. Me comentó sobre las criptomonedas, otro que empezó a revolear “las alas”, como si dibujase gráficos sobre un pizarrón imaginario, yo lo oía pero no escuchaba, sentía que me estaba hablando en un idioma raro y totalmente inentendible. Que Satoshi, la Blockchain, y algo de que hay que tener cuidado y si uno tiene aversión al riesgo, es mejor no invertir mucho de golpe. Sí, efectivamente en un momento, pensé que era un broma de Javier, que se había complotado, pero la realidad es que estos dos ni se conocían. Cuando llegó la cuenta, el dijo que se hacía cargo, a pesar de mi infructuosa insistencia de que no lo hiciera. El mozo se acercó con el ticket y ni bien atiné a tomarlo, Marcel hizo un ademán de autoridad y casi que se lo arrebató de las manos, a la vez que sacaba de su bolsillo una tarjeta cromada con las puntas como cortadas en diagonal. Se la extendió al mesero, el mesero que estaba con un escarbadiente en el costado de la boca, miró el plástico y luego nos miró a nosotros. Se retiró y vi como hablaba con el encargado o dueño detrás del mostrador. “Este es el futuro, hasta podéis comprar una casa…”, me explicaba el gallego, pero lo interrumpió la presencia del mozo. “No aceptamos esta tarjeta, sólo Visa o Master, capo”. Pagué yo y le dejé el diez de propina. Cuando nos retiramos en silencio, mi compañero me comenta por lo bajo: “Aún hay gente que le cuesta adaptarse a lo novedoso, al futuro” “Mmm, sí, debe costar el cambio”, lo acompañé en su reflexión, bastante dubitativo, como para decir algo. Finalmente, Marcel logró tramitar la matrícula con éxito y ya a punto de partir a Ezeiza, me dio un abrazo y dijo: “Hombre que gusto ha sido verte, bajate Triance, no te vas a arrepentir, con esa app, monitoreas el mercado desde tu habitación”. Le dije que lo iba a hacer, que realmente me pareció una gran oportunidad eso de las cripto, de hecho me gustó una que se llamaba Chala-Coin, de la industria del cannabis. Todo era mentira, me llamó la atención el nombre y que los fumones tengan su propia moneda, no veía la hora de despedirlo y dejar de escuchar sobre inversiones y riesgos. Un tiempo después de las visitas de Javi y el ibérico, me fui a tomar unos gin tónic con Paula, una ingeniera especializada en energía nuclear, trabajaba para el gobierno, y no me contaba mucho más porque decía que era secreto de estado. Recuerdo, que en la primera salida, tuvimos que correr unas cuadras y escondernos detrás de un camión de mudanzas estacionado, porque decía que la estaban siguiendo de los servicios. Cómo me gustaba su aspecto físico y además siempre íbamos a lugares nuevos que proponía ella, de hecho esta era la cuarta vez que nos tomábamos algo por ahí, hacía caso omiso de su paranoia. En esta ocasión, fuí citado a un bar que lo único que tenía en la carta, era la bebida mencionada anteriormente y para comer cosas raras como mandioca frita. No me molestaba en lo absoluto. Durante la noche, hablamos de todo, obviamente no pregunté sobre su laburo para que no me vuelva a decir que era clasificado. Entonces me animé y le pregunté qué opinión tenía sobre las cripto monedas o dinero digital. “¿Estás interesado en invertir?, ojo con la rueda cambiaria”. “¿La rueda de qué? “Y viste que los mercados son volátiles, y más acá en este país que mañana no sabes qué puede pasar”. “No, no, yo no invierto y tampoco estoy interesado, sólo que unos amigos me han contado que parece ser un buen negocio”. “Ojo que donde se mezclan amistades y negocios, se terminan las primeras”. Le quise explicar nuevamente, pero me dio cansancio mental y también incertidumbre por ciertos términos que no llegaba a redondear en conocimiento. Pagamos a medias y nos fuimos a su departamento. Previo a entrar al edificio, me hizo mirar en las esquinas si no nos seguía un auto blanco. En una mañana de laburo convencional, nos hicieron participar a todos de un simulacro de incendio. Mientras íbamos en filita alrededor de la oficina, vi en la esquina una cara conocida, era Lolo, un amigo que se había mudado a Pilar. Cómo no lo veía hace rato, y no quería seguir con el protocolo del simulacro, me salí de la hilera y lo fui a saludar. “¿Qué hacés por acá turrito?” “Papaaaa, ¡tanto tiempo bola!, acá andamos, haciendo trámites en el banco, estoy con el tema de unos pagos a proveedores.” “Yo laburo ahí, en la esquina. Estamos con un simulacro de incendios”. Empecé a ver que la gente se disipaba, y volvían a la oficina, así que le dije que si quería podía pasar por casa así tomábamos algo y comíamos. Me dijo que ese día no podía, pero el finde se daba una vuelta sí o sí. El domingo a media tarde, esperando a Lolo, compré una picada como para seis. También varias latas de birra. Un par de minutos después de acomodar todo, escuché el silbido característico de Lolo y bajé a abrirle. Abrí la puerta y me lo encontré con un poncho desvencijado, pantalones Pampero de campo, alpargatas y una correa que al final de la misma sostenía del cogote a un lagarto gigante. ¡Un lagarto!. “Boludo, ¿que es esa huevada?, no podes meterlo acá que tengo al Poggi, ¡se va a volver loco!”. “Tranqui viejita, este es uno “de Komodo”, son dragones, están acostumbrados a los perros”. “Acostumbrados a morfarlos, ¿de dónde lo sacaste?” “Me lo vendieron allá por mis pagos, parece que un concheto viajó al sudeste asiático, trajo uno o dos, y se reprodujeron”. “Naa, esa mierda es del litoral, no es ni en pedo de Komodo”. “Es de allá, vieja.”, juró Lolo y se metió con el bicho al palier. Poggi lo miraba al reptil, de a ratos se le acercaba a olerlo, pero el otro le tiró unos tarascones que a mi casi me hacen atragantar con el queso y el pan de la picada; procedí a dejar al can en el balcón mini que tenía y nos quedamos los tres adentro charlando. “Viejita, te tengo que contar sobre algo en lo que estoy metido, deja mucha guita, te anticipo eso” “Sí ya sé, no me cuentes, lo de las cripto monedas, el Bitcoin, Elon Musk y la curva de no se que…”, mientras le decía esto, me miraba con los ojos casi cuadrados y masticaba una aceituna. Le hice saber que no quería saber nada del futuro ni de las inversiones en monedas nuevas y toda la sarasa que había escuchado en el último tiempo. Prefería que me contara sobre la temporada de apareamiento de los lagartos, o dragones de Komodo, me daba lo mismo. “¡Viejita!, no no, en esa no ando yo porque no es seguro, te pueden sacar todo los hackers”. Respiré aliviado y me mandé un salamín a la boca. “Resulta que una tía mía, está vendiendo unos relojes de diamantes, son tallados a mano por unos tipos en Sudáfrica”. Me llamó la atención no voy a decir que no, miré sus muñecas y ningúna de las dos tenía un reloj como el que decía. “Sí, yo no llevo encima porque no estoy de acuerdo con el lujo de andar con un reloj de piedras preciosas por ahí, además con lo jodido de la inseguridad en el país, ya veo que me cortan el brazo para robarmelo”. “¿Y como es la onda?” “La onda es que yo soy un intermediario, es decir mi tía me dijo de venderme a mí y a mis dos primas, ella cobra una comisión por lo que vendan sus dos hijas y yo”. “No entiendo, ¿y vos cuando ves guita?” “Me gusta que ya te estas interesando viejitaaa. Es así, yo consigo otros tres y de lo que venden ellos, me corresponde un 5% más o menos”. “Claro, ¿y como empezas a venderlos? “Bueno, para entrar al negocio tenés que poner, por única vez, 600 dólares. “Estas en pedo” “Vieja los recuperas al toque con los tres que le digas que vendan con vos”. “Es decir, que, ¿si consigo los tres que vendan y cada uno de esos consigue otros tres, recibo un porcentaje?” “Bieeen viejita!!!, exacto, tal cuál como lo entendiste, ¿qué te parece?, si querés te dejo el número para el depósito de los 600.” “No pará, primero que no tengo los 600 ahora, y segundo, ¿qué pasa si no consigo a nadie o los otros tres no consiguen a nadie? “Bueno… ahí …digamos… osea la idea es que los consigas, es como una rueda, ¿entendés?”. “¿La rueda cambiaria?”. “No, esa es la bicicleta cambiaria. Esto es el ciclo de los vendedores, es marketing básicamente”. Quedé en confirmarle, pero hasta el lagarto y el Poggi que estaba en el balcón sabían que no iba a meterme en la de los relojes. Lolo estaba excitado mostrándome los catálogos de los relojes en su teléfono, debo admitir que los modelos estaban buenos. Pero a fin de cuentas, poner los verdes y después buscar a gente que quiera vender me parecía un tedio gigante. Cuando se iba con el lagarto, me dijo que piense bien lo del negocio y que nos íbamos para arriba, después agarró la piola para zamarrear al reptil que se había querido merendar una ojota mía. Se disculpó y me dijo que para la próxima lo iba a traer más entrenado o educado, no recuerdo cual de las dos me dijo. Por dentro me reí bastante. Un viernes, me levanté antes que la alarma, sin prisa y sin una chica a mi lado. Me gustó la sensación de no salir corriendo como un desaforado al laburo o andar casi echando a la piba para que libere el rancho cuanto antes. Con tiempo y sin prisa, decidí darme un gusto y me dirigí al bar de la avenida por un clásico desayuno de café con leche y medialunas. El sol estaba en su máximo esplendor y había un vientito templado que venía muy bien. Cómo también estaba con el Poggi, me senté en las mesitas de afuera y le saqué la correa al perro para que relaje al lado mío mientras me ordenaba un vigilante, una medialuna de manteca y otra de grasa. Se me vino a la mente la imágen de estar sentado así y que cuando venga el mozo a tomarme el pedido vea que en vez de sacarle la correa al perro se la saco al lagarto ese que tenía Lolo, para que tome un poco de sol, ¡la cara del pobre tipo!; me causó mucha gracia la situación que imaginé, así que reí un poco sacando la voz. A mi izquierda, en una de las mesas, estaba una chica de pelo colorado y pecas que me vió reír solo e interrumpiendo sus anotaciones en un cuaderno, o dibujando algo no sé, se sonrió de manera agradable y sugestiva. Nos quedamos mirándonos un rato, un par de segundos, también le sonreí. Pero la escena se esfumó, porque entró un tipo de unos cincuenta y largos, de traje y maletín, gritando por teléfono. Se sentó enfrente mío y lo que me llamó más la atención, no fue el viejo de traje gritando porque en sí es un paisaje porteño, sino que fue el reloj que llevaba. El hijo de puta tenía uno con diamantes como los que vendía su amigo. Tomé un sorbo de café con leche y volví a sonreír. ¡Que hijo de puta!, repetí para mis adentros.
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