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Yaro

Escritura y literatura
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Invitame un Cafecito

Acá el que no hace guita, es porque no quiere

La alarma y yo, una pareja inseparable. La chica al lado mío seguía durmiendo, creo que me dijo algo cuando me levanté para apagar el estridente sonido del celular. No quería posponer el aviso horario, me abstuve aunque estaba muerto de sueño, pero como al tener compañía quería ser diligente. Quería que Camila (o Micaela), se vaya rápido. Le di de comer algo al Poggi, y de paso tragué unos amargos. Esencial para salir a enfrentar a la civilización. La doncella, muy campante, me dijo que le pidiera un Uber, a lo cual accedí de inmediato. No soy un forro, es por ello, que le ofrecí mates y unos bizcochos de segunda marca que a mi me encantan. Una negativa y mueca de lástima fue su respuesta. De camino a laburo, en pleno 60 rumbo a Tigre, me cayó un mensaje de Javier. Mi ex compañero de andanzas. Digo “ex”, porque en algún momento habíamos recorrido la noche porteña y más de una vez nos acompañamos en alguna contienda romántica, llena de amor efímero, donde uno de los dos, o ambos, creíamos haber encontrado el amor de nuestras vidas entre parlantes, luces raras y chicas que creíamos inalcanzables. En fin, el mensaje era claro, en unos días iba a estar por la “Ciudad de la furia”, quería despejarse de las sierras cordobesas. Que locura por favor, ¿Por qué querría hacer eso? Entre facturas, remitos, órdenes de compra y gritos de mi jefa, se me pasó la jornada instantáneamente. Volviendo a casa con una Brahama en mano, planeaba a donde podíamos ir con Javier, para rememorar un poco las viejas épocas. Él ya tenía familia allá en Córdoba, ya no estaba para estos trotes, yo tampoco. Paja y aburrimiento, mis motivos. Mis ideas eran algo tranqui, barcito con birra artesanal y papas con alguna cosa encima que decida el lugar de turno. Sonó el portero electrónico un jueves tipo 20 hs., yo ya sabía quién era, pero igualmente pregunté. “Soy yo, Amalia la morenita que te quiere chupar todo, todito…”, fue la respuesta a mi pregunta y a la duda de si había cambiado algo este tiempo que no nos vimos. Javier estaba afuera con su bolsito y un look más formal, o quizás hasta me pareció que tenía pinta de boludón. Mientras Poggi lo olfateaba con respeto, Javier acomodaba su bolso y se sentaba, pucho de por medio, en el sillón. “El viaje ni me preguntes, decí que iba una morocha al lado con dos pares de tetas que parecían pelotas Spalding”. “Si queres le digo al “cicatrica” y mañana vamos de gira, pero tranqui que no quiero andar tomando Alikal y…”. “No, no, no, olvidate, yo estoy en otra…además empecé a invertir…” A continuación, Javi arrancó sin mediar palabra, con una mini clase de cripto monedas, tenía los ojos como dos tanques australianos para escuchar y aprender; “osea yo compro a un valor en dólares unas monedas que están sólo en ese mercado, pero no es como comprar dolares o euros, son digitales, están ahí en la nube tenés de la que se te ocurra, con nombres rarísimo, es todo seguro eh y después vas viendo cómo se comporta el mercado y si se pudre todo o te la ves venir, vendés todo y recuperas lo que invertiste, o podés vender cuando aumenta el valor y así tener ganancia. Hay que ser pillo, para que sea ganancia vos tenés que venderlas a un monto más alto de lo que las compraste . ¿Sabés lo que es el Bitcoin?”. Estaba muy perdido, pero lo que me contaba parecía interesante, me desesperaba un poco sí, que no arrancaba para la idea de salir a comer y tomar algo. Íbamos para el centro en el 93 y me seguía hablando de unas fluctuaciones y que hasta equipos de fútbol ya tenían sus propias monedas digitales. O que había un tipo en yankeelandia con tal poder, que metía un tweet y te cagaba la existencia financiera. Yo tenía unos ahorros en dólares,y cada tanto me fijaba en algún diario conocido, si no estaba por explotar todo y el presidente no se iba en un transporte aéreo de repente. Me quedaba más tranquilo cuando veía que Graciela Alfano había encontrado el amor en algún “pebete” o que el 3 de algún equipo de primera se tatuaba la cara de su jermu. Fuí a buscar champagne con latas de energizante, la chica de la barra me sonrió como si me conociera, me conocía sí. Habíamos estado juntos en una de esas fiestas gay friendly, la había sacado a bailar un largo rato, la quisieron molestar dos idiotas, la defendí y terminamos en un telo de Nuñez. Pero el caso es que cuando caigo con los brebajes, Javier estaba hablando con tres chicas, parecían hipnotizadas por los ademanes y los vaivenes de sus brazos explicando vaya a saber que cosa, bueno seguro era lo de las inversiones cripto. Cuando me acerqué, una de ellas me preguntó qué opinaba de Etherium. Le dije que sólo fumo faso de vez en cuando, si pego flores nomas. Bajoneando unos panchos en lo de Ramón, ahí entre Rosetti y la Panamericana, Javier me preguntó si cuán líquido estaba con respecto a mis inversiones y si le ponía el pecho a las operaciones de riesgo. Extrañado estaba por que ni nos habíamos drogado. Contesté que estaba seco como lengua de loro. Nos reímos los dos un buen rato y luego me soltó un apesadumbrado: “Mal ahí, amigo”. A los dos días posteriores, Javi se tomó el buque de regreso a sus pagos y yo le estaba escribiendo a Coral, una jipona que conocí en una feria en Vicente López. Si fuera por mí me hubiera enamorado, pero por lo que pintaba la piba, parecía que le cabía esa onda del poliamor. Y yo era muy arcaico, chapado a la antigua y le tenía miedo a las enfermedades de transmisión sexual, más de una vez soñé que me crecía un coliflor en la frente por no haberme cuidado. Me retiré con modestia y borré el mensaje que le terminaba de escribir. Un par de mañanas después, no me acordaba donde dejé el teléfono y la alarma hacía lo suyo. Tenía un poco de resaca. La noche anterior había salido a tomar unas frescas con Gabriela, una vecina que era azafata de cabotaje y tenía un perro, Ulises, gracias al cuál nos conocimos un día que saqué a pasear al Poggi. Pude vencer el puntazo en la cabeza debido al etílico y también al ruido de la alarma. Cuando salgo de la ducha veo que suena el teléfono nuevamente, pensé que no había cancelado el timbre de la alarma correctamente. No, me estaba llamando Marcel. Un amigo español que anduvo varios años por baires mientras terminaba su especialidad en Dermatología. El llamado era porque venía a cerrar algunos temas de su matrícula médica y antes de volverse a su Málaga natal quería, además, visitar a sus viejos amigos argentinos. “Tío, tengo que contarte algo…”, me dijo mientras comíamos unas pizzas en Maipú e Irigoyen. “No ves la hora de salir de joda en la Ciudad de la Furia, ¿no?”, anticipé. “¡Que va hombre!, es sobre negocios, dinero”. “Aaaah, de eso no se mucho, hace poco un amigo…”, y me cortó en seco. Me comentó sobre las criptomonedas, otro que empezó a revolear “las alas”, como si dibujase gráficos sobre un pizarrón imaginario, yo lo oía pero no escuchaba, sentía que me estaba hablando en un idioma raro y totalmente inentendible. Que Satoshi, la Blockchain, y algo de que hay que tener cuidado y si uno tiene aversión al riesgo, es mejor no invertir mucho de golpe. Sí, efectivamente en un momento, pensé que era un broma de Javier, que se había complotado, pero la realidad es que estos dos ni se conocían. Cuando llegó la cuenta, el dijo que se hacía cargo, a pesar de mi infructuosa insistencia de que no lo hiciera. El mozo se acercó con el ticket y ni bien atiné a tomarlo, Marcel hizo un ademán de autoridad y casi que se lo arrebató de las manos, a la vez que sacaba de su bolsillo una tarjeta cromada con las puntas como cortadas en diagonal. Se la extendió al mesero, el mesero que estaba con un escarbadiente en el costado de la boca, miró el plástico y luego nos miró a nosotros. Se retiró y vi como hablaba con el encargado o dueño detrás del mostrador. “Este es el futuro, hasta podéis comprar una casa…”, me explicaba el gallego, pero lo interrumpió la presencia del mozo. “No aceptamos esta tarjeta, sólo Visa o Master, capo”. Pagué yo y le dejé el diez de propina. Cuando nos retiramos en silencio, mi compañero me comenta por lo bajo: “Aún hay gente que le cuesta adaptarse a lo novedoso, al futuro” “Mmm, sí, debe costar el cambio”, lo acompañé en su reflexión, bastante dubitativo, como para decir algo. Finalmente, Marcel logró tramitar la matrícula con éxito y ya a punto de partir a Ezeiza, me dio un abrazo y dijo: “Hombre que gusto ha sido verte, bajate Triance, no te vas a arrepentir, con esa app, monitoreas el mercado desde tu habitación”. Le dije que lo iba a hacer, que realmente me pareció una gran oportunidad eso de las cripto, de hecho me gustó una que se llamaba Chala-Coin, de la industria del cannabis. Todo era mentira, me llamó la atención el nombre y que los fumones tengan su propia moneda, no veía la hora de despedirlo y dejar de escuchar sobre inversiones y riesgos. Un tiempo después de las visitas de Javi y el ibérico, me fui a tomar unos gin tónic con Paula, una ingeniera especializada en energía nuclear, trabajaba para el gobierno, y no me contaba mucho más porque decía que era secreto de estado. Recuerdo, que en la primera salida, tuvimos que correr unas cuadras y escondernos detrás de un camión de mudanzas estacionado, porque decía que la estaban siguiendo de los servicios. Cómo me gustaba su aspecto físico y además siempre íbamos a lugares nuevos que proponía ella, de hecho esta era la cuarta vez que nos tomábamos algo por ahí, hacía caso omiso de su paranoia. En esta ocasión, fuí citado a un bar que lo único que tenía en la carta, era la bebida mencionada anteriormente y para comer cosas raras como mandioca frita. No me molestaba en lo absoluto. Durante la noche, hablamos de todo, obviamente no pregunté sobre su laburo para que no me vuelva a decir que era clasificado. Entonces me animé y le pregunté qué opinión tenía sobre las cripto monedas o dinero digital. “¿Estás interesado en invertir?, ojo con la rueda cambiaria”. “¿La rueda de qué? “Y viste que los mercados son volátiles, y más acá en este país que mañana no sabes qué puede pasar”. “No, no, yo no invierto y tampoco estoy interesado, sólo que unos amigos me han contado que parece ser un buen negocio”. “Ojo que donde se mezclan amistades y negocios, se terminan las primeras”. Le quise explicar nuevamente, pero me dio cansancio mental y también incertidumbre por ciertos términos que no llegaba a redondear en conocimiento. Pagamos a medias y nos fuimos a su departamento. Previo a entrar al edificio, me hizo mirar en las esquinas si no nos seguía un auto blanco. En una mañana de laburo convencional, nos hicieron participar a todos de un simulacro de incendio. Mientras íbamos en filita alrededor de la oficina, vi en la esquina una cara conocida, era Lolo, un amigo que se había mudado a Pilar. Cómo no lo veía hace rato, y no quería seguir con el protocolo del simulacro, me salí de la hilera y lo fui a saludar. “¿Qué hacés por acá turrito?” “Papaaaa, ¡tanto tiempo bola!, acá andamos, haciendo trámites en el banco, estoy con el tema de unos pagos a proveedores.” “Yo laburo ahí, en la esquina. Estamos con un simulacro de incendios”. Empecé a ver que la gente se disipaba, y volvían a la oficina, así que le dije que si quería podía pasar por casa así tomábamos algo y comíamos. Me dijo que ese día no podía, pero el finde se daba una vuelta sí o sí. El domingo a media tarde, esperando a Lolo, compré una picada como para seis. También varias latas de birra. Un par de minutos después de acomodar todo, escuché el silbido característico de Lolo y bajé a abrirle. Abrí la puerta y me lo encontré con un poncho desvencijado, pantalones Pampero de campo, alpargatas y una correa que al final de la misma sostenía del cogote a un lagarto gigante. ¡Un lagarto!. “Boludo, ¿que es esa huevada?, no podes meterlo acá que tengo al Poggi, ¡se va a volver loco!”. “Tranqui viejita, este es uno “de Komodo”, son dragones, están acostumbrados a los perros”. “Acostumbrados a morfarlos, ¿de dónde lo sacaste?” “Me lo vendieron allá por mis pagos, parece que un concheto viajó al sudeste asiático, trajo uno o dos, y se reprodujeron”. “Naa, esa mierda es del litoral, no es ni en pedo de Komodo”. “Es de allá, vieja.”, juró Lolo y se metió con el bicho al palier. Poggi lo miraba al reptil, de a ratos se le acercaba a olerlo, pero el otro le tiró unos tarascones que a mi casi me hacen atragantar con el queso y el pan de la picada; procedí a dejar al can en el balcón mini que tenía y nos quedamos los tres adentro charlando. “Viejita, te tengo que contar sobre algo en lo que estoy metido, deja mucha guita, te anticipo eso” “Sí ya sé, no me cuentes, lo de las cripto monedas, el Bitcoin, Elon Musk y la curva de no se que…”, mientras le decía esto, me miraba con los ojos casi cuadrados y masticaba una aceituna. Le hice saber que no quería saber nada del futuro ni de las inversiones en monedas nuevas y toda la sarasa que había escuchado en el último tiempo. Prefería que me contara sobre la temporada de apareamiento de los lagartos, o dragones de Komodo, me daba lo mismo. “¡Viejita!, no no, en esa no ando yo porque no es seguro, te pueden sacar todo los hackers”. Respiré aliviado y me mandé un salamín a la boca. “Resulta que una tía mía, está vendiendo unos relojes de diamantes, son tallados a mano por unos tipos en Sudáfrica”. Me llamó la atención no voy a decir que no, miré sus muñecas y ningúna de las dos tenía un reloj como el que decía. “Sí, yo no llevo encima porque no estoy de acuerdo con el lujo de andar con un reloj de piedras preciosas por ahí, además con lo jodido de la inseguridad en el país, ya veo que me cortan el brazo para robarmelo”. “¿Y como es la onda?” “La onda es que yo soy un intermediario, es decir mi tía me dijo de venderme a mí y a mis dos primas, ella cobra una comisión por lo que vendan sus dos hijas y yo”. “No entiendo, ¿y vos cuando ves guita?” “Me gusta que ya te estas interesando viejitaaa. Es así, yo consigo otros tres y de lo que venden ellos, me corresponde un 5% más o menos”. “Claro, ¿y como empezas a venderlos? “Bueno, para entrar al negocio tenés que poner, por única vez, 600 dólares. “Estas en pedo” “Vieja los recuperas al toque con los tres que le digas que vendan con vos”. “Es decir, que, ¿si consigo los tres que vendan y cada uno de esos consigue otros tres, recibo un porcentaje?” “Bieeen viejita!!!, exacto, tal cuál como lo entendiste, ¿qué te parece?, si querés te dejo el número para el depósito de los 600.” “No pará, primero que no tengo los 600 ahora, y segundo, ¿qué pasa si no consigo a nadie o los otros tres no consiguen a nadie? “Bueno… ahí …digamos… osea la idea es que los consigas, es como una rueda, ¿entendés?”. “¿La rueda cambiaria?”. “No, esa es la bicicleta cambiaria. Esto es el ciclo de los vendedores, es marketing básicamente”. Quedé en confirmarle, pero hasta el lagarto y el Poggi que estaba en el balcón sabían que no iba a meterme en la de los relojes. Lolo estaba excitado mostrándome los catálogos de los relojes en su teléfono, debo admitir que los modelos estaban buenos. Pero a fin de cuentas, poner los verdes y después buscar a gente que quiera vender me parecía un tedio gigante. Cuando se iba con el lagarto, me dijo que piense bien lo del negocio y que nos íbamos para arriba, después agarró la piola para zamarrear al reptil que se había querido merendar una ojota mía. Se disculpó y me dijo que para la próxima lo iba a traer más entrenado o educado, no recuerdo cual de las dos me dijo. Por dentro me reí bastante. Un viernes, me levanté antes que la alarma, sin prisa y sin una chica a mi lado. Me gustó la sensación de no salir corriendo como un desaforado al laburo o andar casi echando a la piba para que libere el rancho cuanto antes. Con tiempo y sin prisa, decidí darme un gusto y me dirigí al bar de la avenida por un clásico desayuno de café con leche y medialunas. El sol estaba en su máximo esplendor y había un vientito templado que venía muy bien. Cómo también estaba con el Poggi, me senté en las mesitas de afuera y le saqué la correa al perro para que relaje al lado mío mientras me ordenaba un vigilante, una medialuna de manteca y otra de grasa. Se me vino a la mente la imágen de estar sentado así y que cuando venga el mozo a tomarme el pedido vea que en vez de sacarle la correa al perro se la saco al lagarto ese que tenía Lolo, para que tome un poco de sol, ¡la cara del pobre tipo!; me causó mucha gracia la situación que imaginé, así que reí un poco sacando la voz. A mi izquierda, en una de las mesas, estaba una chica de pelo colorado y pecas que me vió reír solo e interrumpiendo sus anotaciones en un cuaderno, o dibujando algo no sé, se sonrió de manera agradable y sugestiva. Nos quedamos mirándonos un rato, un par de segundos, también le sonreí. Pero la escena se esfumó, porque entró un tipo de unos cincuenta y largos, de traje y maletín, gritando por teléfono. Se sentó enfrente mío y lo que me llamó más la atención, no fue el viejo de traje gritando porque en sí es un paisaje porteño, sino que fue el reloj que llevaba. El hijo de puta tenía uno con diamantes como los que vendía su amigo. Tomé un sorbo de café con leche y volví a sonreír. ¡Que hijo de puta!, repetí para mis adentros.
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El día que vi a Anthony Hopkins en el tren Mitre

A finales de noviembre del 2012, con el asombro de cuán rápido se pasó el año y cuán cerca se estaba de las fiestas, salí rumbo a un encuentro de esos de fin de año con unos amigos. Iba en el Mitre, con una botella de vino y un libro de Soriano que estaba terminando de leer, destino a Vicente López. Ese tren tiene comodidades diferentes a otros de la ciudad, así que podía viajar sentado y con aire acondicionado todo el tramo. Me dejé llevar por el paisaje porteño los primeros minutos de viaje, para luego comenzar con la lectura. Era como una costumbre que tenía. En una de las estaciones, subió bastante gente y quedé “rodeado”. Continué leyendo. En un determinado momento, me sentí observado por un hombre grande. Atribuí que era porque había puesto los dos pies sobre la estructura de metal que está a los lados de las puertas del vagón. Un poco vergonzoso, las bajé. El señor desvió su vista hacia otro lado. Tenía el pelo blanco marfil, ojos turquesa y un barbijo negro ordinario. Me resultó familiar cada rasgo que veía de él. Pero no tenía conocidos de esa edad que estimaba yo unos setenta años y monedas. El hombre vestía una camisa a cuadros color verde, muy moderna quizás a mi prejuicio para su edad, unos pantalones de vestir color beige y unas zapatillas de plataformas anchas como las que se usaban en ese entonces, estilo deportivas. Era un look llamativo, al menos para mí. Un chico que vendía chocolates en barra pasó ofreciendo el producto a los pasajeros y cuando llegó hasta el señor, este le extendió unos billetes sin siquiera mirarlo, como cortándole el paso y a cambio recibió la golosina que ni miró y guardó en el bolsillo derecho de su pantalón. Yo me quedé helado, y boquiabierto también, sólo que con la mascarilla, para mi suerte ni se notó. Ese gesto que usó para pagarle al chico y luego guardar el chocolate, toda la secuencia me hizo entender, automáticamente que ese señor, era nada más y nada menos que Sir Anthony Hopkins. Aquí el lector se puede llegar a descostillar de la risa. Pero la realidad fue que los movimientos, la mirada y la fisionomía del viejito, terminó cerrando el combo de lo inverosímil a la perfección. Por razones obvias, empecé a dudar. Una y mil veces, iba y venía. ¿Pero cómo puede ser?, ¿Realmente es él?, ¿La gente no lo nota?. Todas estas variantes en forma de preguntas me hacía y a la vez, no podía dejar de mirar al hombre. Que para mí, ya definitivamente, era Hopkins. Dije que debía tener una foto con él, pero no sabía cómo abordarlo o que decirle. Tenía que hacer trasbordo en Belgrano R, ya que el tren me llevaría a otro rumbo sino, y me puse nervioso al borde de la desesperación. Me resigné a levantarme e ir hacia las puertas pero, para mi sorpresa y alegría, él también se dirigía a salir. Se quedó parado al lado mío esperando que se abrieran las compuertas, con un movimiento aparatoso, como quien busca a alguien al fondo del vagón lo miré una vez más, ya que lo tenía cerca. Casi que se me caen las rodillas, era indudablemente él. Ambos salimos al andén en nuestra parada. No pensaba seguirlo, me parecía miserable y demasiado cholulo. Pero él se quedó parado al lado de un cartel de Fibertel, apoyado en una baranda. También iba a esperar el próximo tren. Íbamos a volver a viajar juntos. Cómo vi que nadie reaccionaba, y la gente pasaba sin mosquearse, decidí sacar el teléfono y acercarme un poco, para amablemente sin levantar la perdiz, pedirle una foto. Al sacar el móvil veo un mensaje de uno de mis amigos, me decía que la juntada se cancelaba vaya a saber porque corno que ni me interesaba en ese momento. Leído el mensaje, levanté la vista para continuar con mi cometido, pero en eso veo que una chica parada enfrente mío, dejando a Hopkins en el medio de los dos, estaba atónita, con los ojos abiertos y grandes como dos mandarinas. Sentí que ya todo estaba perdido, porque lo único que le faltaba a la piba era pegar un grito que se iba a escuchar hasta La Quiaca. En un milisegundo, nos miramos los dos con ella. La mirada me decía “Es él, ¿Verdad?”, yo sonriendo (aunque no se veía por el barbijo), asentí suavemente con la cabeza. A lo lejos ya estaba viniendo el tren que íbamos abordar, ahora seguramente los tres. Mientras iba frenando el gigante sobre rieles, tanto ella como yo, íbamos tratando de atinarle al vagón que iba a subir Hopkins. Pudimos lograrlo, sin mostrar señales de persecución, dejamos pasar a un par de individuos y subimos tras él. El vagón estaba casi vacío, por no decir desierto. Él se sentó en un asiento de dos contra la ventana, ni tenía idea de la situación, nosotros transpirábamos como testigos falsos. Nos acomodamos, uno al lado del otro, sin mediar palabra, justo en los asientos que daban de frente a él. Miraba la ventana, mientras el tren se ponía en marcha e iba agarrando velocidad. “Me muero…”, dijo con la voz entrecortada mi compañera de aventuras circunstancial “Yo me vengo muriendo desde Retiro”. Nos reímos un rato como dos idiotas que se cuentan un chiste interno sin gracia. Estábamos de acuerdo que no podías dejar pasar la oportunidad para inmortalizar ese encuentro con tremendo ícono del cine. “Ya fue, yo le pido una foto, de última el “no” ya lo tenemos…”, me asustó con esa frase porque parecía muy decidida. “Dale, te acompaño, vamos”, le contesté tomando coraje y secándome el sudor de las palmas de las manos. Cuando nos paramos, la dejé pasar primero a ella, bien de cagón. El tren llegó a una de las estaciones y la puerta se abrió, entró un contingente de personas monstruoso, eso nos echó para atrás. Las puertas se cerraron y para la desgracia mía y de ella, él ya no estaba más en su asiento. Había un hombre con gafas que llevaba una matera y nos quedó mirando en plan “¿qué pasa tengo algo en la cara?”. Mientras iba arrancando el tren de a poco, vimos por la ventana a nuestro ídolo caminando sereno por el andén. Volteó suave su cabeza y nos miró a los dos, nos quedamos tiesos. Por las arrugas de su frente y sus ojos, entendimos que nos sonrió y enseguida nos guiñó un ojo con suma complicidad. Parecíamos dos monigotes de feria parados en medio del vagón. Ya marchábamos con velocidad normal y nos alejábamos de lo que solamente iba a quedar como un recuerdo. Volvimos a sentarnos, nos preguntamos a dónde iba a cada uno, e increíblemente, los dos nos dirigíamos hacia Vicente López. Le conté que, claramente, mi adoración por Anthony Hopkins era total, ella me contó que también y además, coincidimos en que la suerte no había estado de nuestro lado. También nos preguntamos qué hacía un tipo como él tomando el tren Mitre casi en hora pico, como nadie más se dio cuenta y porque no habíamos visto nada en los diarios o noticias. “¿Cuál es tu peli favorita de él?”, me preguntó sinceramente intrigada. “Sin duda “El Silencio de los inocentes" ”, le contesté rápido, seguro. Y le acoté que me tocó interpretar a Hannibal Lecter en una muestra de teatro. “¿No me vas a preguntar cuál es la mía?”, me inquirió mostrando una molestia actuada y tierna. “Perdón, es que todavía no lo puedo creer…”. Largó una risa con sonido y me dijo que ella prefería otras, sin menospreciar la obra magistral con Jodie Foster. Como estábamos con tiempo, le dije que llevaba un vino en el bolso y de mi juntada frustrada, y si quería podíamos charlar más sobre cine y debatir sobre la filmografía de Hopkins. Aceptó sin meditarlo ni un instante. “Bajemos en esta, que conozco un lindo parque por acá.” me dijo y se levantó apurada.
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Noches porteñas

¡Sale otro!, alguien gritó a lo lejos, y el vodka fue protagonista otra vez. Sonaba alguna de Guns´n Roses y el ambiente se movía como el zamba. Macareno que era el más fortachón de los dos, levantó por los aires a una tal Jimena y todos quedaron en vilo, helados, pero al final todo fue vitoreo porque terminaron con un número de ballet burdo, donde el grandote sostenía a la doncella a lo alto. Una ráfaga de luz impregnó la alegría, se prendieron los focos del tugurio y era muestra clara de que por lo menos allí, la gira había terminado. Javier, que estaba pasado de etílico, pero con la lujuria intacta (había tenido muchas conquistas aquella noche, más nunca era suficiente); emitió una especie de ulular y el fornido muchacho acudió a su presencia. - “Vamo´, que acá se re pudrió...” - “Boludo, ¿quiénes son esos de campera?, mira que yo me les plantó eh…, esgrimió el grandote. El otro lo calmó y salieron como dos lauchas del bote en la ruina. Las autoridades clausuraron, una vez más, el bolichito. Plena Avenida Córdoba y la noche precoz invitaban a seguir de gira. Se oía un reggaetón lejano que se iba acercando, eran unos tres muchachos que, montados en un Ford Fiesta, hacían la oda a la gasolina. En la esquina vendían panchos, el hambre a saciar era el combustible para reponer de cara a lo planeado. Luego de engullir aquel bocado urbano, y escuchar la historia de un joven borrachisimo sobre los campos que debía de heredar en Potrerillos, se fueron directo a la Babilonia porteña; más conocida como Palermo Viejo. Intentaron, en primera instancia, pasar el control de lo superficial y vanidoso en un antro de moda. En la fila de entrada estaba una no tan famosa muchacha, de la que no se acordaba el nombre ni siquiera el que la acompañaba. Ella no paraba de mirar a Javier y los dos amigotes pensaron que quizás era su boleto de entrada, pero a la hora de pasar al antro, cambió la actitud y dió a entender a todo aquel que la miraba, que el mundo era demasiado pequeño para ella. Lo siguiente era ir a algún barcito de mala muerte, allí lo alegre era asegurado. Se cruzaron a un porteño de aspecto moderno, si parpadeabas despacio era ver a un futbolista del ascenso ofreciendo entradas a un festival de música popular. Aceptaron y fueron directo a los fuegos del baile y los encares inconclusos. El lugar se llamaba igual a una novela de Vladimir Nabokov, pero ellos ni se percataron de ese dato. Tragos de todos los colores y cumbias como las de antes, nada podía fallar. Macareno bailaba con una jóven que le confesó que era policía y dado su día libre, lo quería aprovechar al máximo. Entre el meneo y las luces, hacía que conversaba con la morocha, pero su mente estaba en otro lado, quizás en Júpiter. A lo lejos, ve que Javier le hace señas para que se acerque, aprovechó que la compañera de baile se había arrimado a la barra y accedió al llamado de su amigo. Su compadre estaba acompañado de una mujer que, a groso modo, les doblaba la edad a ambos; coqueta por cierto y olía a perfume caro. Les dió a entender a los dos que si se iban en ese instante con ella, tenían pase libre a una fiesta exclusiva, algún barrio “elegante” de la capital. Sin mucho más que pensar, salieron a la calle y ya los esperaba un auto de alta gama, al cual subieron sin chistar. El chofer parecía un matón de algún clan sciciliano y los miraba con recelo a los dos, Macareno se molestó por esas idas y vueltas visuales pero la dejó pasar. La diversión continuaba dentro del vehículo y una botella de Dom Perignon pasaba de mano en mano. Arribaron a una especie de mansión que tenía como entrada una puerta titánica, de esas que se ven al ingresar a un estadio. Javier pudo bajar tambaleando y cuando sentía que se iba a ir de trompa al piso, lo sostuvo una mujer vestida de angel negro, tenía alas con plumas oscuras y todo su rostro brillaba en un negro azabache, como si un rocío negro le cayó encima. El otro, con porte de fortachón, caminó por el parque interno en el cuál podía divisar algunos grupos de gente conversando y tomando, distribuidos como pequeñas islas a lo largo de una península color verde. Todo el lugar estaba musicalizado con melodías extrañas que, ninguno de los dos, llegaba a reconocer pero les gustaba. Era todo muy hipnótico. Un clima lleno de “ángeles” y hombres vestidos de frac que reían vaya a saber porqué; la dama que los había invitado hacía las veces de anfitriona y los presentaba con algunos de los que estaban presentes, las miradas eran sombrías de a ratos pero luego todo volvía a la normalidad. Los dos muchachos no tardaron en deshinibirse y comenzaron a bailar al compás de esa música extraña. Macareno sintió la urgencia de ir al baño y entró en una casita al costado del parque, allí preguntó por el toillete pero nadie le dijo nada, entendió que en esa contienda estaba sólo y se puso a explorar las instalaciones. En las paredes había cuadros de, lo que a su parecer, era gente vieja con perros grandes a su lado. A través de un pasillo, divisó un cuarto oscuro que sólo se iluminaba con el abrir y cerrar de su puerta. Habían hombres que salían y entraban de allí, no había dudas que ese era el baño. Se aproximó con suma urgencia, pero en un segundo, quedó helado cuando sintió que algo diminuto le tiraba del pantalón. Bruscamente miró a su costado y con un ademán de pelea quiso increpar a lo que fuera que haya sido, pero la sorpresa fue igual que al momento del tirón. Era un hombrecito de talla baja, vestido de conserje de hotel, que le explicaba de mala forma, que tenía el paso prohibido a ese cuarto, ya que esa era la cocina y solo personal autorizado podía ingresar allí. Macareno le preguntó, tartamudeando, donde estaba el baño y el enano le indicó molesto que era para la dirección contraria. Dentro del cuarto de servicio, se mojó la cara, para despabilarse, o para probar que no estaba dentro de un sueño producto de las cantidades helénicas de alcohol ingerido. A su derecha se apersonó un hombre que vestía un traje negro con detalles carmesí que se secaba ambas manos. Se miraron y el extraño mientras le sonreía con un poco de amabilidad y otro poco de perversidad, le dijo: - “Mañana será un nuevo día ordinario, con algunos esbozos de esperanza, hoy lo único que nos queda es esforzarnos para festejar”. La frase lo dejó contrariado, cuando quiso balbucear algo, el señor ya se había ido y la puerta se cerró como si la sellaran. Afuera Javier estaba en su salsa, bailaba con la anfitriona y otra mujer que se había sumado al jolgorio, con una botella de vino extremadamente caro en mano lo invitaba a que se uniera al grupo. Una corriente de frío comenzó a recorrer el lugar y parecía que el primer rocío de la madrugada mojaba los rostros de todos. Los dos amigos se dijeron que era momento de partir, aunque Javier en el fondo, quería quedarse un poco más; decía algo como que la dama lo había enamorado y que ya no se sentía el mismo de siempre. Su amigo se preocupó por esa noticia y le insistió nuevamente que debían emprender la vuelta; le hizo saber que tenía miedo por esa mujer, que para él, ella quería quedarse con su alma y llevárselo lejos. Se lo dijo tratando de no quedar como un paranoico o un loco, pero el mensaje fue más que legible y el galán accedió a irse. Despidiéndose y dejando la botella de vino sobre un atril contiguo, el Romeo avisó a aquella Julieta circunstancial que ya se iban. La noticia no le gustó del todo a la dama, pero igualmente le sonrió y lo tomó con todas sus fuerzas besándolo con vehemencia, sin dudas se despedían para siempre. Una vez afuera, en la calle, notaron que no había un alma merodeando y que las luces de los faroles estaban muy bajas, algunas ni siquiera funcionaban. Uno de los dos se sonrió e hizo un chiste de que el barrio era paqueto pero se ve que no pagaban los servicios a tiempo, ya que la oscuridad abundaba y ni un farol podía alumbrar el camino. A las dos cuadras de caminar buscando un rumbo hacia alguna avenida principal, se encontraron con un taxi que los levantó y llevó a destino.
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Suerte

Eran casi las once de la noche y Magno seguía en las oficinas de la redacción. Estaba sólo él y el humo azul de los cigarrillos que parecían un montón de cadáveres extinguiéndose en el cenicero. Miró por el ventanal contiguo y vió la ciudad durmiendo con sus luces incandescentes, sintió una nostalgia común y parecida a la que sentía cuando miraba al horizonte desde cualquier lugar. Había terminado el artículo que dejaba en evidencia y sentenciaba el destino de uno de los magnates textiles bonaerenses más polémicos. Después de tres años de investigaciones, volteretas legales por parte de los acusados y archivos amontonados en los tribunales, el empresario y su horda monstruosa iban a ser juzgados y encerrados por un largo tiempo. Se comprobaba con datos certeros y evidencia fehaciente que Remy Grodzki, además de comerciar con telas, tenía un negocio paralelo de trata de blancas en toda la región norte del país. Magno sabía que ese artículo que se publicaría a primera hora de la mañana iba a darle prestigio y, sin lugar a dudas, varios reconocimientos y premios. También era consciente que su vida ya no iba a valer lo mismo y que el peligro se acrecentaba. Estaba un poco abrumado, porque de alguna forma, lo había aceptado. Gajes del oficio diría alguno. El mundo ya se había vuelto chiquito para él desde que comenzó con la investigación y sus contactos con el fiscal Marino, a cargo del caso. Llegó a su departamento de la calle Acha, en Saavedra. Cerró todo lo que podría ir bajo llave. Fue hacia la heladera para tomar algo fresco, pero esta lo recibió con una patada. La descarga le recordó que debía arreglar la chatarra que había heredado de sus viejos. Puteó y abrió una Schneider. Salió al balcón y se dejó caer sobre una de las reposeras roñosas que tenía ahí. La vista era digna de un quinto piso en un barrio porteño tranquilo, quizás un poco olvidado. Volvió la nostalgia, que se intensificaba con cada trago de birra. Imaginó que, sí Grodzki enviaba a uno de sus matones, se le complicaría entrar por el balcón. A menos que el hijo de puta tuviera en su nómina al Hombre Araña. Terminadas dos latas de cerveza quiso algo más fuerte, iba a abrir un Jack Daniel´s que le había regalado un actor al que respetaba mucho y había entrevistado hace un año. El cansancio pudo más y se arrojó vestido como estaba en su cama. El sommier crujió y Magno se dijo que además de arreglar la heladera, necesitaba un sommier nuevo y limpiar el departamento que ya parecía un bar de mala muerte. Soñó que un lobo andaba dando rondas por la sala comedor. Luego, que el animal se le subía encima y lo miraba fijo con ojos de cristal color naranja. Se despertó y pensó que el calor lo estaba volviendo loco. Que todo era un delirio. Fue hasta el ventilador de piso que tenía, lo encendió y prendió un Malboro. Acostado y fumando, sentía la brisa pobre del ventilador en la cara, pensó que había cumplido con un gran laburo, que no era el momento de echarse para atrás y que se tenía que dejar de hacer la cabeza. Empezó a sentir pesadez en los párpados, de modo que apagó el cigarrillo en un vaso de agua que tenía al lado y comenzó a dormitar. Primero se escuchó un golpe seco y tímido, casi como un aplauso y luego una arrastrada, eran las reposeras del balcón. Totalmente dormido, ebrio de sueño, trató de mirar hacia el lugar de donde provenían los ruidos. Vió como un hombre encorvado, muy alto, vestido de negro y descalzo, abría delicadamente el ventanal corredizo del balcón. Quedó petrificado y pensó que quizás era otro sueño, que el lobo ahora tenía forma humana. Pero estaba despierto. El intruso, una vez dentro, lo miró directo a la cara. Se miraron a los ojos entre algunas hebras de luz de luna. Sacó un revolver negro como todo su atuendo y Magno exclamó un “Ah” ahogado y ridículo, como el de una señora que se espanta con alguna inmoralidad. Intentó moverse hacia la puerta de entrada, no sabiendo por qué prendió la luz del pasillo que daba a la salida del departamento, pero el hombre oscuro le apuntó con el arma e instintivamente, desistió de improvisar la huída. Mientras se le acercaba con el fierro apuntando directo al espacio que dejan las cejas entre sí, el emisario de la muerte no se percató del ventilador de piso que seguía agonizando en cada vuelta que daba. Efectivamente, se lo llevó por delante y fue a parar de jeta al piso. El periodista largó una carcajada nerviosa y se dispuso a pedir auxilio golpeando la pared y gritando. El sicario ni bien se reincorporó, con la bronca acumulada por la caída más la idea de callar a su presa, le propinó un golpe en la boca del estómago que ahogó todo pedido de auxilio. Doblado como un alambre por el dolor, el pobre Magno, quiso recuperar el aliento, sintió que se le venía el fin. El opresor, lo sentó en una de las sillas de la sala y tomó una para sentarse él. “Sabés por qué estoy acá, ¿no?, le preguntó. No pudo responder Magno, estaba recuperando el aire. Había reconocido a su verdugo. Lo había visto en innumerables ocasiones con Grodzki, ya sea llegando a los juzgados, o haciendo presencia en los allanamientos. Mirando al piso, quedó extrañado nuevamente, por el hecho de que el agresor no tenía calzado. El otro, se dió cuenta y emitió un comentario. “Es para silenciar el salto o caída, en casos como este. Por estas cosas me dicen “el gato”. El periodista, un poco mareado, le preguntó si podía fumar. Sabía que estaba jugado. Se le concedió el deseo y mientras lo encendía y daba unas pitadas, le dijo: “ Hoy temprano, vos, tu jefe y los otros, van para adentro” “Quizás, pero no podemos quedarnos sin hacer nada”, le contestó y martilló el revólver. Magno, temblando, se llevó el cigarrillo una vez más a la boca y esperó el impacto del plomo. “¿Sabés?, me gusta tomar algo en estos casos, ¿que tenés?. Sorprendió “el gato”. “Andate a la re puta madre que te parió…”, gimió casi llorando la víctima. El asesino sonrió con desdén y se dirigió a la heladera. Ni bien agarró el mango para abrirla comenzó a sacudirse como esos muñecos de las gomerías. La luz que había quedado prendida del pasillo empezó a titilar como si se tratara de un Poltergeist. Unos segundos después, se apagó y en ese mismo momento el no invitado salió despedido, como por una fuerza externa, contra la pared. Magno estaba temblando como una hoja seca y había mojado sus pantalones. El timbre del teléfono lo sacó del trance. Del otro lado del tubo le hablaba Giglio, el asistente del editor. Con la voz entrecortada pudo asentir a las premisas que le decía el jóven aprendiz. El artículo ya comenzaba a girar por las calles y entendió algo de que debía prender las noticias.
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El prejuicio como argumento

Previo a relatar los hechos que se dieron en esta reunión, quiero hacer un breve descargo sobre los encuentros de amigos prometidos o planeados que nunca se dieron. De ahora en más las “no juntadas”. Es muy común, que luego de que un grupo de amigos o amigas se hayan encontrado para una comida, algún festejo, o bien, un encuentro circunstancial en el subte, se prometan o revivan la posibilidad de verse más a menudo, el famoso “tenemos que vernos más seguido”. Está de más decir que esas reuniones espontáneas, en la gran mayoría no se terminan concretando. A mi entender esto se da por la vorágine en la que vivimos, entiéndase: laburo, noviazgos, distancias geográficas o simplemente ganas. Las “no juntadas” están muy de moda y se hacen eco en memes, chistes o algunos tímidos reproches. Para evitarlas, desde mi humilde opinión, es clave pactar una fecha de encuentro concreta, lugar y fecha; también es muy importante coordinar bien horarios, si la juntada es más de dos personas. Así y todo, por más simples que parezcan las directivas mencionadas anteriormente, siempre termina siendo un laburo fino y desafiante llevarlas a cabo. Mi deseo para el lector o la lectora es que estas “no juntadas” sean cada vez menos. Casi sobre las 21:00 Habían decidido hacerlo en la casa de Saavedra porque les quedaba cómodo a casi todos. Además, eran pagos que traían nostalgia y todos somos vulnerables a eso. El timbre sonó y el anfitrión se precipitó a atender. “Soy Recoleta”, se escuchó del otro lado del portero electrónico. Bajó a abrirle. Del otro lado de la puerta de acrílico estaba ella, elegante, muy maquillada y con una expresión en el rostro que mezclaba el miedo y algún desprecio. Cuando lo vio bajar a Saavedra, se sonrió genuinamente. “Está lindo el depto, lo tenés bien cuidado” “Se hace lo que se puede, no me gusta el despelote, me gusta estar tranquilo” “¿Vienen todos?” “Me confirmaron que sí” Después de charlar un rato sobre cosas triviales, Saavedra puso una lista de reproducción, su favorita, con canciones del Polaco Goyeneche y otros tangos que sonaban al azar. Al cabo de unos minutos sonó el timbre nuevamente. Llegó Belgrano. “No sabía dónde estacionar el auto, así que lo dejé en la cortada de la esquina, ¿es seguro por acá no?”, preguntó el recién llegado. “Tranquilo, acá nunca pasa nada, te lo aseguro”, le contestó Saavedra mientras destapaba un vino que había comprado en el almacén de abajo. El saludo entre Recoleta y el que llegó fue bastante amable y afectuoso. Belgrano siempre sintió algún tipo de atracción hacia ella, pero se retraía porque le parecía demasiado chapada a la antigua, lo que le volvía a reavivar esa atracción es que de a ratos, la sentía moderna. Como bien sabía que iba a estar ella en la juntada, se había puesto su mejor chomba Kevingston, una de color verde oscuro y el pantalón de gabardina beige. “Siempre fachero vos, nene”, le comentó la dama. “Para nada, recién salgo de la empresa, hoy fue un día de locos, igualmente gracias por el cumplido”. Saavedra, como para no sentirse un celestino, mientras les entregaba las copas con tinto a cada uno, interrumpió y les preguntó si les gustaba el pimentón dulce. Se disponía a cocinar una salsa. “Si tiene mariscos, por mí está bien”, contestó Recoleta “Adhiero, pero, ¿no te parece mejor que pidamos pizza?, contestó el galante. “No, por favor, son mis invitados y ya tenía planeado cocinarles”, replicó el anfitrión Los dos invitados dieron el visto bueno y comenzaron a rememorar épocas pasadas. Recordaron aquella vez que a Saavedra lo confundieron con Nuñez. Fue en un corso cerca del Parque Sarmiento, un intendente que iba a realizar el cierre del evento intentó homenajear al viejo Nuñez y terminaron llamando al escenario al no tan jóven Saavedra. El bochorno fue total. Las carcajadas se apersonaron entre los dos amigos hasta que, de nuevo, sonó el timbre. “Debe ser la nena”, comentó Belgrano. “Villurca no viene…”, contestó el dueño de la morada. “Me imaginaba, la moda no es para todos”, tiró Recoleta y le dio un sorbo a su copa. La puerta se abrió y junto con Saavedra, entró Caballito. Tenía unos Levi´s clásicos, zapatos negros, camisa de textura áspera y una campera de cuero bastante vieja pero en buen estado. “La próxima hacemos en casa, no saben lo lindo que está quedando todo…”, comentaba mientras se dejaba la campera en el respaldo del sillón. “Sí, me comentaron, me alegra que estés creciendo”, complementó Belgrano,haciendo un ademán de brindis. “¿Pensé que venías con tu amigo?”, inquirió Recoleta con sorna, que ya estaba un poco entonada. “¿Cuál de todos?, estoy rodeado de gente amiga siempre” “¿Te gusta el pimentón dulce?, voy hacer tirabuzones con bolognesa, se me terminaron los spaghetti”. “¿Fideos vamos a comer?”, exclamó indignadisima Recoleta. “Cuando venía para acá, me lo crucé a Palermo Soho, estaba re amanecido”. “No creo que llegue, debe tener resaca y seguro se quedó con alguna mina el pendejo”, agregó Belgrano mientras revoleaba los ojos. “O con algún tipo…”, agregó venenosa Recoleta. “Bueno gente, somos los que estamos. ¿Me dan una mano poniendo la mesa?”. Después de comer, pasaron a tragos. Saavedra tenía de todo. Belgrano prefirió un whisky “on the rocks”, como le gustaba decir. Caballito optó por un fernet bien cargado. Recoleta preguntó si había champagne, ante la negativa optó por una copa de vino blanco dulce y el anfitrión se sirvió una Hesperidina. “¡La huésped que tenes mamita eh!”, comentó malicioso Belgrano a Recoleta “De política por favor no”, pidió compungido Caballito mientras Saavedra ya se descostillaba de risa “No está nunca la doña, me parece que anda por el sur”, contestó la dama levantando el guante a la pregunta “Y...le conviene”, acotó Belgrano. “Igual vos no te podés quejar, cada hijo de puta se te hospeda”, redobló la paquetona “Listo, lo dijo”, aplaudió, literalmente, Saavedra. Después le vino una pasada de factura a Caballito, porque le tiró los galgos a Monserrat mientras, todavía, andaba con San Cristóbal. Ligó también Belgrano, al que le recordaron que en pleno Shabat le hizo subir tres pisos a Villa Crespo. Desde ese día que no se dirigen la palabra. “Abajo está San Telmo, le voy a abrir”. Cortó la cháchara Saavedra. El viejo Telmo no cayó solo, vino con un muchacho francés que había conocido esa tarde. Lo que escabiaba el galo era titánico. Estuvo callado desde que entró al departamento. Entre los amigos se preguntaban si era mudo o no sabía nada de español. “Cómo extraño la avenida Caseros”, le dijo la chetona a Telmo. “Venite cuando quieras, abrimos unos lindos bolichitos. Lo que sí, no caigas con muecas de horror cuando veas a los artistas de Lezama”. “Aaaah, pero vos sos un desubicado, cuanto prejuicio. Y eso que recién llegás”. “Señorita de calles con arquitectura europea, todos los que estamos acá somos la expresión y el argumento del prejuicio”, le añadió Belgrano. “No más alcohol para estos dos”, agregó Caballito y tiró un par de hielos en el vaso para el próximo fernet. El francés seguía mudo. En eso suena el timbre y San Telmo dice: “Palermito viejo nomás…” “¿Cómo sabés?, le pregunta anonadada Recoleta. “Mística, negrita…”, le contesta con voz de sabio “Negrita será tu tía”, le retrucó la madame. Saavedra le pidió a Caballito que atienda, porque ya se había cansado. Este accedió y fue. No volvió sólo, entró con Palermo Soho. Tenía un pork pie en la cabeza, remera de Van Halen y unos jeans achupinados que estaban a punto de asfixiarle las pantorrillas. Se lo notaba bastante agitado y sudoroso. “Perdón, la re colgué, es que un amigo me invitó a una muestra de películas en VHS” “Me cago en la puta”, reaccionó Belgrano “¿En que viniste?, ¿ a trote?, inquirió Saavedra “Es que me vine en bicicleta, una de caña de bambú artificial...es para no contaminar”, explicó. “Bue…”, agregó Recoleta “¿Contaminar qué cosa?”, preguntó realmente interesado San Telmo. “El medioambiente, cuidado del planeta”, se adelantó explicando Caballito “Exacto”, apoyó el recién llegado. “Che quedó como para un plato de fideos con salsa de carne…”, ofreció el anfitrión “Te agradezco, me estoy tratando de convertir en vegano”. “¡Te felicito!”, saludó San Telmo que hace rato se había convertido al veganismo. “Les traje unos regalitos…”, dijo el jovén del Soho y sacó del bolsillo seis porros. “Ufff… a Reco no le den que ya está dada vuelta”, bromeó Caballito. “¡Calmate las tetas!... a ver pasame uno que hace mucho que no fumo, ¿flores no?”, contestó la dama. “Obvio, Reco, esta es una Sattiva Mummae. La traje de California”. “Bueno, bueno, mucho ruido y poco olor a arveja quemada”, dijo Saavedra y arrancó uno. Mientras el francés que había llegado con San Telmo estaba tirado en una silla medio dormido, los amigos fumaban y reían. Saavedra se levantó a recargar el vaso con vermú y quedó como un espectador desde una tertulia imaginaria. Le pareció que por más que se vean cada muerte de obispo, todo seguía igual, hasta el francés dormido en una silla, formaba una parte casi imprescindible de ese “paisaje” . No pudo evitar que se le dibuje una sonrisa. Volvió al grupo y con el vaso en mano, levantándolo bien alto, mientras todos lo miraron y prestaron suma atención, dijo: “Por más juntadas como éstas, ¡Salute!”
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Voy

Salgo de nuevo, un poco más envalentonado y animado que ayer, porque ayer iba con temor tratando y evitando que algo me pueda distraer, y así meterme en un problema con la ley. Salgo de nuevo a trabajar, por las calles de siempre, las que supe conocer, contento voy a retomar lo que había dejado sin continuar, una parte importante de mi vida que por un momento se estancó, pero a fuerza de voluntad y coraje pude vencer. Salgo de nuevo, alegre por saber, que de nuevo puedo darle a mis hijos de comer.
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Queja nocturna

Cuando vivía en Saavedra, cerca de la avenida Goyeneche, conseguí alquilar un departamento pequeño con vistas a los patios de otros edificios y chalés, era como un micro barrio. Todas las noches, sin excepción, se escuchaba el aullido de un gato sobre la medianera del vecino más próximo. El llanto reiterado de aquel felino al anochecer había empezado a fastidiarme y me llamaba la atención que ningún vecino se quejase, así como tampoco los perros emitían ladrido alguno. Una noche, donde me batía entre el insomnio y aquellos lamentos feroces, me acerque al balcón y entre las penumbras, divise al gato que maullaba descansado sobre la pendiente del aquel paredón, parecía un emperador romano que se recostaba en las vísperas de un banquete. Le empecé a hacer gestos y a chistarle para que se calle, hasta que en uno de mis intentos me clavó los ojos y paró con su ruidoso asunto por unos segundos. Esos dos faroles negros y abrillantados me miraron y me transmitieron la melancolía típica de un domingo por la tarde que fue espectacular, me acordé de todo lo que alguna vez extrañaba, y de alguna manera había dejado atrás. Fue como que el gato hurgó con su mirada en mi corazón, quizás hasta dentro de mi alma. El encuentro visual entre ambos fue breve, ya que el peludo volteó su rostro con desparpajo hacia la luna y siguió con su repertorio. Yo por mi parte, me metí en la cama nuevamente, pero con una sensación de nostalgia hacia la vida. Sentí que fui hechizado por aquel animalito por unos pocos segundos, aquella sensación fue como un obsequio, un presente de lo que alguna vez tuve fresco y hace mucho no sentía. Finalmente pude conciliar el sueño. Luego de varios meses escuchando la misma cantaleta nocturna todas las noches, el gato paró de aullar. No voy a negar que ante tanto silencio monopolizando el ambiente, me asomé para ver si el pardo seguía allí. En efecto, lo estaba, yacía como siempre en su pose habitual. Esta vez callado mirando a la luna y disfrutando de la suave ventisca típica de aquella época del año. Una tarde que volvía del laburo, decidí pasar por el almacén de Luis, que estaba a metros de casa. Mientras me perdía entre las etiquetas de algunas latas y botellas en las góndolas, escuché que Luís le decía a doña Eugenia: - “¡Pobre Nerón!, qué triste lo que le hizo la Mili”, esbozó mientras le entregaba el cambio a la doña. - “Sí, ya ni los gatos se salvan de los rechazos”, contestó la vieja casi burlonamente, pero con pena. Me hice el sota y me acerqué para escuchar un poquito más. - “Y bue… ahora ya está joya, porque la otra se fue con el persa para Urquiza.”, agregó el comerciante. Doña Eugenia, sin contestarle, guardó las compras y se fue murmurando algo que nadie alcanzó a escuchar. Con más preguntas que respuestas y quizás acongojado, esperé a que oscureciera y ni bien caída la noche, copa de vino en mano, me senté en el balcón para ver al gato, sentía la necesidad de acompañarlo, de trasmitirle que estaba al tanto de su desdicha y de alguna manera, bancarlo en su infortunio. Una vez más, surgió de las ramas de un sauce lindero una bola de pelos oscura y tornasolada. Ahí estaba el enamorado, o mejor dicho Nerón. Lo que resta de aquella noche se resume en el vaivén de la cola del felino y mi mirada casi eterna, con los oídos atentos a algún quejido, cómo un espectador de cine que ya sabe el final de la trama. No hubo ruido alguno más que el viento entre ramas. Me fui a dormir contrariado, pero con una extraña paz a cuestas. Pasados algunos años de estos hechos, ya asentado en otra ciudad, lejos de aquel barrio mítico. Algunas tardes recuerdo al michifuz reclinado en ese sucio umbral de cemento llorando, reclamando y soportando lo que la vida le puso por delante. No voy a negar que extraño aquel triste ulular, lo echo de menos. Aunque de inmediato aquella rara nostalgia, finalmente se vuelve una sensación agradable, porque sé, que aquella queja nocturna al desamor siempre estuvo condenada a morir.
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Crónica de un (des) encuentro cercano del tercer tipo (Parte II)

- “¿Están bien?”, preguntó el que había llegado último. Una voz quejosa que evidenciaba dolor le contestó que sí. - “Me duele, creo que me rompí una costilla”, contestó Valentín agarrándose un costado del torso. - “Muchachos, encontré el campamento, ¡Es ahí!”, Fernandito, señaló una piedra enorme que estaba cerca de ellos, a unos pocos metros. Fueron hasta allí y treparon como pudieron la masa rocosa, con mucho esfuerzo llegaron a la cima. Desde allí pudieron divisar una fogata humeante, las carpas y la tienda de la cocina. Estaban a salvo. Bajaron a lo bestia de la montaña de piedra sin importar los raspones que se hicieron y las quemaduras típicas que uno puede tener a la hora de deslizarse sobre una superficie dura y áspera. Corriendo a través de la poca maleza que había en aquella parte del predio llegaron al campamento, el silencio reinaba y sólo se podía escuchar el chirrido de las brasas de la fogata. El miedo nuevamente hacía su aparición, comenzaron a llamar a sus compañeros y a Ger, pero no había respuesta. - “¿Dónde estarán todos? ¡Se los llevaron!”, dijo Fer con una voz casi temblorosa. En ese momento de desesperación, una figura salió de la tienda de la cocina. Al principio creyeron que era uno de los visitantes de otra galaxia que los había seguido, es por ello por lo que pegaron un salto tremendo hacia atrás, pero con la luz del fuego se dieron cuenta de que aquella figura, era nada más y nada menos que Matilde, la cocinera. - “¿A dónde se habían metido? Nos tenían preocupado a todos”, les dijo con un tono frío y estricto. - “Matilde, ¡Nos tiene que ayudar!, hay unas cosas brillantes, son como mutantes que salen de los árboles y nos están persiguiendo”. La suplica era de Valentín, que estaba agitado y a punto de llorar. - “¿¡Qué?! Pero déjense de sandeces ¿Ustedes son unos irresponsables!”, le contestó la cocinera ya con el ceño fruncido y enojo evidente. - “Sí, eran fantasmas que se nos venían encima”, agregó con la voz entrecortada Nicolás. La cocinera los miraba con los ojos casi cuadrados y no podía creer lo que escuchaba. - “Los fueron a buscar, todo el campamento los está buscando en el bosque y ustedes haciendo el tonto, ya mismo se me quedan acá que vamos a esperar a que vuelvan todos”. Es aquí donde los tres desahuciados sintieron unas increíbles ganas de querer meterse en un pozo y no salir nunca más. Habían entendido, a duras penas y gracias a lo que les dijo Matilde con su frase que fue un rayo que parte la quietud de una noche, que las luces y siluetas eran sus compañeros de curso, ambos grados se habían unido, linterna en mano, en la búsqueda de tres idiotas que se habían perdido en el bosque. También entraron en la cuenta de que, cada vez que las luces se les acercaban era porque se escuchaban los gritos de horror que daban los tres y sus corridas alertaba a sus compañeros, los cuáles seguían cada sonido para dar con ellos. No se imaginaban la de cargadas que iban a tener que soportar. Sentían un calor, adicional al del fogón, era la vergüenza que les subía hasta la punta de los pelos. Todo un campamento buscándolos y ellos escapando porque creían haber estado en presencia de seres mitológicos. El relato termina acá, lamentablemente, no se sabe que fue de los tres personajes, si recibieron alguna sanción o reprimenda por escaparse, que tan duras fueron las bromas que sufrieron o si finalmente Valentín se atrevió a invitar a salir a Natalia. De lo que sí podemos estar seguros, es que la experiencia que han tenido estos jóvenes quedará en la historia de los campamentos de aquel colegio y que será transmitida de boca en boca, de generación en generación.
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Crónica de un (des) encuentro cercano del tercer tipo (Parte I)

El siguiente relato tiene dos condimentos habituales en lo que respecta a la vida. Por un lado, tenemos la imaginación y por el otro lado, la estupidez humana. A lo largo de esta historia, el lector se topará con ciertos personajes y sucesos que podrán sellar la dosis justa de dichos condimentos. Nicolás se venía preguntando hace meses como sería su campamento de fin de curso, era un evento que estaba esperando hace mucho tiempo. Todos aquellos que fueron al Instituto Rafael Valcarce, saben que, llegado los primeros días lectivos, pasado casi un mes de clases, se realiza el campamento de los sextos. Un encuentro muy tradicional dentro de la institución que, a pesar de que los alumnos lo ven como un segundo viaje de estudio o quizás una previa al mismo, marca el comienzo del fin del secundario. Las emociones que tenía Nicolás podían ser representadas por un electrocardiograma o una montaña rusa mientras repasaba mentalmente las tareas: Armar la mochila, cargar la bolsa de dormir, el aislante y todo aquello necesario para estar alejado de la civilización un fin de semana completo. Por un lado, sabía que era su último año en el colegio, pero también no veía la hora de estar armando carpa en el predio con sus amigos, Valentín y Fernando. El lugar donde se realizaba el campamento era fantástico. Una zona boscosa llena de todo tipo de árboles y pinos que se le pueden ocurrir a un paisajista, piedras gigantes asentadas desde la época prehistórica, una capilla de estilo español con ciertos rasgos de descuido y vejez. Todo el predio era el lugar ideal, con mucho espacio y naturaleza. Obviamente, el lugar también era muy rico en historias y leyendas. Desde la aparición de duendes entre las ramas de los árboles, hasta la idea de que en algún momento hubo visitantes de otros planetas asentados en dicho lugar y que han coincidido con campamentos realizados por camadas anteriores. Uno de la categoría 98´, decía haber visto una nave espacial cruzar los cielos en medio de la noche. Pero más allá de todas estas creencias y mitos, lo que primaba, era este viaje al encuentro con la naturaleza, donde se festejaba el final de una etapa gloriosa para algunos, y un gran alivio para otros. Encuentro que tenía como protagonistas a Nicolás, Fernando y Valentín, que se caracterizaban por tener personalidades muy disímiles. Valen, como sus amigos lo llaman, era un pibe de esos que son fanáticos de todas las sagas de las películas de guerras en el espacio, ferviente seguidor de los superhéroes y de los universos en los que están inmersos estos personajes. No le molestaba los motes que le habían asignado varios compañeros, él sabía muy bien quién era y estaba muy seguro de sus gustos. Además, tenía un rendimiento académico envidiable y un corazón grande como una sandía. Fer era un personaje. Un flaco totalmente extrovertido con gran sentido del humor y con una ocurrencia que combinaban de manera perfecta. Una de las cosas que más le gustaba era contar anécdotas y hacer reír a su entorno. Todos lo conocían como el “aparato” de la clase, no paraba ni un minuto, se la pasaba robando sonrisas de todos y conversando con las chicas. Se dice que hasta los profesores se descostillaban de la risa con sus cuentos e historias de los fines de semana. Nico, por otro lado, era fanático del fútbol, hincha ferviente de Boca Juniors y habilidoso con la pelota. Como si no fuera poco, era un galán nato. Dicen por ahí que ha tenido más de una conquista a la vez. En algún que otro barrio de café, le dirían que es un “pintón”, en el colegio le decían “facha”. Los tres eran amigos desde hace cuatro años y siempre fueron inseparables. - “No puedo creer que estamos terminando. En un abrir y cerrar de ojos ya estamos entrando a la facultad”, le comenta Fer a Nico mientras estaban por subir al autobús que los iba a llevar de viaje. - “Ni me lo menciones. Muchos dicen que se nos acaba la joda y se empieza la vida real”, le contesta Nico, con un poquito de melancolía en su tono. La charla siguió, pasando por el camino de los interrogantes de una carrera universitaria y de la suerte que habían tenido de coincidir en él colegio. Ya viajando, el alboroto en el autobús era demencial, cantos y vitorees eran abundantes, casi que no se podía escuchar lo que hablaba uno sentado al lado de otro. Estaba clarísimo, los dos grados comenzaba la travesía hacia el campamento que para algunos iba a ser el símbolo de la adultez, de la mayoría de edad, de la etapa finalizada. - “Dicen que una vez, a un alumno se lo comió el bosque, se metió entre los árboles y no lo volvieron a ver”. Valentín que se conocía todas y cada una de las leyendas que envolvían al lugar de destino. - “No, no puede ser, déjate de cuentos. Seguro que se fue a fumar o se comió algún tipo de hongo”, rápido como un rayo, contestó Fernando como si fuera un habitúe en el mundo de los narcóticos y alucinógenos, provocando la risa de Nicolás. Este último, el más sereno de los dos, pero con un gran bagaje del tema, metió bocado: - “¡Fercho, acá el que come hongos sos vos! Y vos Valen olvídate, de última tenemos tu navaja multiuso”. Empezaba a caer la tarde y a medida que el sol se estaba ocultando, las energías de dos bandos enteros de adolescentes ya estaban agotadas de tanto alboroto realizado en los primeros kilómetros de ruta, ahora todos querían llegar a destino. En cuestión de minutos empezaron a ingresar en el predio, como el cartel así lo indicaba, “San Remo”, nombre de aquel mítico lugar. Sin embargo, una vez llegado el autobús, las energías estaban renovadas, todo el mundo se dispuso a buscar su equipaje. Las indicaciones de orden y calma de cada uno de los docentes designados eran en vano, la emoción podía por sobre todas las cosas. Gerardo, o Ger como le decían los alumnos, era uno de los profesores que iba a acompañar todo el fin de semana al piberío. Un hombre de estatura exuberante, muy joven, pero con algunos claros en su cabeza. Algunos decían que esto era debido a su labor y a estar siempre renegando con un mar de adolescentes en sus últimas épocas escolares. - “Muchachos, ya los conozco desde hace años. Esto va en especial para vos Fernando. No quiero nada de joditas que me pongan nerviosa a la multitud, ya tuve bastante con el despelote en el micro”. La advertencia era clara y era directa, pero con un grado de sentido del humor y calidez que se notaba a la legua. - “Tranqui Ger, me voy a portar bien”, la respuesta no era del todo creíble, pero el docente no hizo más esfuerzos y se fue a atender un asunto de otro compañero que no encontraba su mochila y que ya estaba por llamar a los padres para decirle que le habían robado sus pertenencias. - “Te tiene entre ceja y ceja, aparato…”, le dijo Nico mientras seguía a su amigo, por un estrecho camino que llevaba directamente al despejado donde se iban a apostar con las carpas. Algo murmuró Fer al respecto y a su vez les indicó donde creía que iba a ser mejor armar la tienda, era obvio que los tres dormirían juntos. Llegada la hora de la cena, el fogón se prestaba para que todos pudieran sentarse alrededor y disfrutar de lo cálido de aquella noche, quizás si no hubiera habido fuego, el calor se habría sentido igual, estamos hablando de alrededor de treinta jóvenes que compartían un momento inolvidable y que sabían que pronto muchos dejarían de verse y quizás para siempre. Entre cantos típicos, chistes, camaradería y calentitos hechos a las brasas, se veía un rostro ruborizado, era Valentín, que vivía enamorado de Nati, una compañera de curso que tenía los gustos totalmente alineados a los de él. La miraba y pensaba en lo lindo que sería compartir un momento con ella a solas en un marco diferente al de un recreo, ir a tomar un helado o compartir alguna película en el cine. Sabía que para el día siguiente estaban programadas las actividades por equipos, los cuales ya estaban armados por Ger. Claramente, iban a ser un surtido de alumnos de ambos cursos, esto para evitar que se formen los grupitos o “silos” de siempre y que puedan interactuar todos con todos. Así es que su anhelo era que le toque en el mismo equipo que la doncella que estaba mirando. Sentía que para él sería como un último deseo de fin de curso, ya que el lugar del afortunado y dichoso que la acompañe en la entrada de la fiesta de graduación, seguramente estaba ocupado por otro. A la mañana siguiente, se escuchó el sonido estridente de un silbato, Ger comenzó a ordenar a todos y les empezó a informar los equipos. Eran cuatro grupos que se distinguían por los siguientes colores: rojo, verde, azul y amarillo. Cuando comenzó a listar a los integrantes de cada color, el resultado quedó favorable para Valentín, ya que le tocaba el color verde al igual que a Natalia. La alegría que tenía ese muchacho era inexplicable, casi que saltaba de la satisfacción, sus amigos lo sabían y, a modo de felicitaciones, recibió una palmadita anónima en la espalda. Los otros dos, Nico y Fer, estaban en el amarillo y rojo, respectivamente. Los tres amigos quedaron en equipos diferentes. Suena trágico, pero, de alguna manera, quizás lo era, porque se trataba del campamento de sexto, de su último año. Es por ello que a Fer se le ocurre lo siguiente: - “Ey, hagamos una cosa…”, esbozó el aparato casi como queriendo contar un secreto milenario. - “Cuando repartan las cintas con cada color, no nos va a quedar otra que ir al equipo designado”, lo interrumpió Nico. - “Sí, tenés razón. Pero la verdad es que no quiero que mi campamento de sexto sea jugar al ataque al fuerte”, le contestó automáticamente Fer. - “Muchachos, yo me voy con mi equipo que la verdad ya debe estar esperándome”, el comentario venía de parte de Valen que estaba que se iba corriendo para el sector donde estaba su grupo. - “Está bien, andá, nos cambias por una mina, de vos nunca lo habría esperado”. Se escuchó de manera atacante al más atorrante de los tres. Nico, si bien con algunas dudas entre dientes, dejó en claro que también prefería hacer “la suya” e ir a recorrer por ahí el predio con sus amigos de toda la vida, antes que jugar esos juegos tan trillados y típicos. Al enamorado no le quedó otra que ceder, si bien se le salía el corazón por el solo hecho de saber que iba a estar en el mismo equipo que Nati, no quería desperdiciar los últimos momentos junto a aquellos dos amigos de fierro que tenía. Esperaron que Matilde, la cocinera del colegio se distrajera, tomaron algunos panes y galletitas, como provisiones. Estaba claro que se iban a mandar a la aventura. O lo que es seguro, es que se iban a mandar la parte. Nico, rescató una botella de jugo de naranja que había sobrado del desayuno. Con esos elementos, estaban preparados. A medida que los equipos se iban agrupando por color y se les empezaban a designar los lugares a donde se debían dirigir, cada equipo partía a galope, como si fuera una carrera de supervivencia. Al parecer, era una búsqueda del tesoro. Valentín, miraba a sus compañeros “verdes” corriendo y se resignaba a lo que podía haber sido un encuentro con la niña de sus ojos. De repente sintió un tirón por parte de una mano, era Nico que le indicaba, entre otras cosas que se apurase. Al galancito, se le ocurrió que debían ir hacia dentro del bosque, ya que, cruzándolo, se decía que se ve un paisaje memorable. Como el predio se encontraba arriba de una colina, se podría llegar a divisar la inmensidad de los campos y la naturaleza que los rodeaba. Los otros dos decidieron que era una excelente idea, así que, sin más, se mandaron en la dirección propuesta, la cual era también, contraria a la de las actividades del resto del campamento. Ya inmersos en el bosque se quedaban maravillados con la cantidad de naturaleza que los rodeaba, los ruidos de distintos pájaros, el aroma de los pinos y el crujir de las ramitas que iban pisando al andar. Valentín, seguía pensando en lo que era el destino y como casi (maldito casi) hubiera podido estar en compañía de aquella chica que siempre anheló. Pero no se quería bajonear, tampoco había manera de que eso pasara. A su derecha estaba Nico comentando las maravillas del lugar que iban recorriendo y a su izquierda iba Fer haciendo saltos, chistes y revoleando alguna que otra rama que levantaba del suelo. Los tres, iban recordando las anécdotas de otros egresados sobre ese bosque, casi que sin poder creer que se encontraban allí, en ese mítico lugar, lleno de historias y leyendas. Nicolás, sentía de a ratos que no fue correcto haberse separado del grupo en las actividades, pero también sabía que este acto de rebeldía era símbolo de esta etapa que estaba viviendo y que mejor que hacerlo con estos dos amigos que le dio la vida. El otro jovencito, Fer, vaya personaje casi que podía revolcarse sobre los pastos a cada paso que daban, no le importaban las consecuencias que iban a sufrir cuando las autoridades escolares descubran que se habían ido por su cuenta, si es que lo hacían. Repasaba la libertad de terminar el colegio, los viajes futuros que iba a hacer. Si pudiera ser hippie y vivir en la montaña viajando a mula por el resto de su vida, sin obligaciones, era un gran plan que no pensaba rechazar. En lo divertido del trayecto agreste y el paisaje que vislumbraban, obviamente perdieron la noción del tiempo y de a poco se empezaban a dejar ver los últimos rayos de sol entre los huecos que deponían los árboles. Estaba oscureciendo. Los compinches comenzaron a notar lo tenue del ambiente y así como las charlas que iban teniendo durante el recorrido sobre anécdotas pasadas, también comenzaron a recordar aquellas leyendas tenebrosas sobre el lugar donde se encontraban, que hacían alusión a todo tipo de personajes fantásticos y terroríficos. De a poco el miedo y la incertidumbre se iba apoderando de los adolescentes, algún que otro comentario de uno de ellos o una risa nerviosa desviaba la atención de los otros dos por un instante, pero los tres sabían que estaban perdidos. El hecho de emprender la vuelta los tenía casi desesperados, comenzaron a acelerar su andar y su respiración era un reflejo casi complementario de aquellos pasos que iban dando. - “Era por acá, me acuerdo por que aquel tronco caído lo pasamos…”, dijo muy seguro Nico. - “Sí, me parece que es acá donde se tropezó Fer cuando…”, Valen no terminó la oración porque quedó totalmente tieso y helado del miedo. A unos metros de distancia divisaron figuras de luces, como siluetas humanas (o no) entre los árboles. El silencio se apoderó de los tres, solo se escuchaba el crepitar de las ramas que se partían bajo sus suelas. Iban dando pasos hacia atrás sin mirar, sin hablar, reculando. Es que no lo podían creer. Fer, que ya estaba poseído por un temblor corporal como si estuviese en el mismísimo Ártico, pudo pronunciar lo siguiente: -“No puede ser, ¿Ustedes ven lo mismo que yo?” Un silencio absoluto fue la respuesta. Se pusieron automáticamente de espalda con espalda cual gladiadores a punto de enfrentar a sus oponentes en la arena, así se sentían más unidos y seguros. Cada minuto que pasaba era una eternidad, hacía frío y la oscuridad era tan espesa que se volvía protagonista del ambiente. Los árboles se movían por el viento y se dejaba oír el silbido de la punta de aquellos pinos librados a la suerte de la ventisca. El miedo que sentían era abrumador, además de las luces y siluetas que se iban acercando más y más al lugar donde estaban ellos, se escuchaba como un eco de voces casi que, del inframundo, eran entrecortadas e inaudibles. - “¡Tenemos que correr, estemos juntos, pero vayámonos de acá por favor!”, ese fue el pedido de Valen a sus amigos. Estos asintieron y empezaron a correr los tres en dirección opuesta al fenómeno divisado. Nico, que era muy atlético iba por delante de los otros dos, sorteando cada obstáculo que la naturaleza le presentaba, parecía que la maleza y la vegetación se les interponía apropósito como queriendo retenerlos. El bufón del grupo, Fernandito, aquel personaje y cómico por naturaleza, estaba más serio que nunca, iba último y casi que no veía para donde corría. En la medida que iban corriendo, se enganchaban alguna que otra rama en el rostro, el dolor de los rasguños era lo de menos, reinaba la adrenalina. Después de correr casi por dos minutos, sin una dirección específica, pero con la idea clara de alejarse de las monstruosas luces, se quedaron sin aire, por lo que decidieron refugiarse detrás de un árbol con un tronco enorme rodeado de arbustos. Lo habían divisado como pudieron, ya sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y decidieron descansar porque sintieron que el peligro, por unos instantes era lejano. Agitados, por el miedo más que por la corrida, se preguntaban qué era lo que habían visto. - “¿Será la luz mala?”, preguntó Nico. - “No, porque eran varios destellos a la vez”, le contestó Valen como si fuera un erudito en la materia. - “Para mí son ovnis…”, dijo con espanto y determinación Fer. - “Ya se ha sabido de historias de que los extraterrestres andan por acá porque la energía del lugar es algo especial, aparte, ¿Se acuerdan del pibe de la promoción del 98´ que dijo que vio un platillo volador...? “, agregó el muchacho. El silencio de Nico y Valen, dieron a entender de que estaban de acuerdo con esa última teoría. Cada uno de ellos, empezaron a sentir arrepentimiento y melancolía, por el hecho de que ahora estaban en problemas y si se hubieran entregado al aburrimiento y monotonía de unos juegos de campamento comunes y corrientes, ahora estaría fuera de peligro. Pero no era momento de reproches, de reclamos absurdos ni de peleas entre ellos, tenían que estar unidos. El frío comenzaba a hacerse sentir y claro está que los abrigos que llevaban puestos no eran suficientes, además lo poco que habían rescatado para comer, se lo habían terminado durante la caminata cuando aún brillaba el sol. Los ruidos de distintas especies que salen a merodear la noche se hacían amos y dueños del ambiente. Claro que esto no era de alivio para el trío de aventureros. La ansiedad iba creciendo y sabían que la única posibilidad de sobrevivir de aquellos engendros luminosos era volver al campamento. Así como de la nada, sin previo aviso se escuchó como un silbido largo y empezaron a aparecer las luces nuevamente con sus siluetas incandescentes. - “¡Corramos muchachos!”, gritó Valen. Y así los tres tomaron otra dirección desconocida, pero contraria a los visitantes interplanetarios. Uno de ellos, Nico, tomó un palo del piso que había divisado en la bruma oscura de la noche y blandiéndolo en el aire como si fuera una cimitarra que se está por enfrentar a sus oponentes, gritó: - “¡Déjennos en paz!, que… ¿quiénes son?, miren que somos varios…” De un momento a otro, casi al mismo tiempo del grito del muchacho envalentonado, las luces se quedaron quietas, como congeladas y el silencio, dentro de lo que se puede denominar como tal en un bosque, se apoderó de la escena. Esto duró unos segundos, poquitos, porque de pronto las siluetas fulgurantes, emitiendo un murmullo extraño, comenzaron a avanzar con mayor ímpetu y decisión. Imaginen la reacción de estos tres, que ni bien vieron la avanzada de los alienígenas, comenzaron a correr y a gritar de manera desaforada pidiendo auxilio. Nico, que ya había revoleado el palo a cualquier lado y estaba corriendo nuevamente junto con sus secuaces sentía que sus piernas ya andaban solas, que tenían vida propia. Esto claramente, era parte del miedo que sentía. Por su parte, Valentín que corría rápido y daba alaridos de horror y pedidos de auxilio, quiso mirar hacia atrás para ver si los seguían. Pero cuando se da vuelta nuevamente para ver el camino y seguir corriendo, se chocó violentamente con un objeto que gimiendo quedó tendido al lado de él. Era el mismo Fernandito que se había detenido en su escapatoria.
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Ayuda auxiliar

Clima tenso. Un jóven se pone el agua a calentar, se va a hacer unos mates. Esta impaciente, observa cuál lunático como va subiendo la temperatura del liquido en la pava y se pregunta para sus adentros, cuanto falta para que esté listo. Hay un tema no menor, que es el que está alimentando la ansiedad y la tensión del pibe. Es que, en unos días, el lunes, rinde matemática por tercera vez. Tiene menos de una semana para el “día D”, elige el mate por encima del cigarrillo, porque si sigue fumando al ritmo que lo hace, no llega a la mesa de examen. Martín, ya la había dado la materia en otras ocasiones, pero el resultado siempre fue un fiasco. No quería ser como Martin. Había cursado con el profesor Goldman, un catedrático de excelencia con más de 40 años de servicio. Un hombre de edad avanzada, ojos juzgadores y labios carentes de sonrisas. Además del excelente desempeño como docente, se caracterizaba también, por ser implacable a la hora de evaluar a sus alumnos. No entendía ciertos temas dentro del programa de la materia, y sumado a eso, ya había pasado un año desde que la había cursado. Los nervios son más evidentes aun, si mencionamos que, de fallar esta última chance, tendrá que tomar la clase nuevamente, lo cuál implica un atraso en su carrera, más años estudiando, menos libertad, más respuestas a sus padres, una ecuación tácita. Mientras toma su mate (santo remedio contra la ansiedad), mira desconcertado el material de estudio y siente que no sólo no recuerda nada de las clases de Goldman, sino que también imagina el bochazo acompañado con algún que otro comentario ácido o irónico propio del que viene. Reproduce en su cabeza, los gritos de su padre producto de la noticia de que su hijo había fallado. Siente el nudo en el estómago, mucho frío, todos síntomas de un viaje en colectivo, de regreso a casa después de desaprobar. “Che, como viene eso?”, le pregunta su hermano más chico. Rodrigo, que recién vuelve de jugar a la pelota con los amigos y goza de un receso de invierno libre de preocupaciones, digno de un estudiante de secundario en su último año de colegiatura. La respuesta es un quejido, casi como el de un abatido en una cruzada. “La verdad que mal, no me acuerdo nada, pero que quede acá, no vaya a ser los viejos se enteren… Le contesta susurrando. Rodrigo que es jovencito y muy vivo, habiendo oído menos de la mitad de lo que dijo, entendió el panorama a la perfección y se ve en obligación de ayudarlo. El purrete le comenta que hace unos dos o tres años un docente en matemática y estadística de su colegio se jubiló como tal debido a su avanzada edad y a su débil estado de salud, pero que seguía ofreciendo sus servicios de manera particular. Era conocedor de la historia del “profe” de matemática y estadística que mencionaba su hermano, también estaba al tanto de que la institución lamentó mucho su retiro, dado que era considerado, como diría Rodrigo, un “crack”. Pero, para su pesar, sabía que el nivel de la materia que debía rendir era muy superior a lo que se dicta en un secundario, es decir que quizás la ayuda podría ser inútil. Suena su teléfono, es el mensaje de un compañero que le comenta que quizás Goldman no esté en la mesa de examen. Esto, es una bocadanada de aire nuevo, una esperanza, una luz en medio de las brumas que rodean sus pensamientos de un fracaso inminente. Perdido por perdido, se la juega y le pide el número de teléfono del profesor a su hermano. Lo llama, atiende el contestador, se desespera una vez más. A los pocos minutos, le devuelven la llamada, es la voz del “profe”. “¿Sí?, me llamaste recién. ¿Con quién hablo?”, sonó determinado. “Soy el hermano de Rodrigo Gásperi, me gustaría saber si podría darme clases particulares de matemática, rindo un examen clave…” “¿Cuándo es el examen?”, lo interrumpe la voz del otro lado del tubo. “Es el lunes que viene…”. “Bueno, muy bien, trabajo a domicilio, mis honorarios son altos, pero eso lo hablamos después. Pásame tu dirección, mañana a las 10 de la mañana si te parece estoy allá”. El estudiante desahuciado accedió automáticamente y le dio la información solicitada. Si bien, como todo estudiante, no le sobra la plata tenía algunos ahorros guardados así que lo consideró una inversión más allá de no saber el precio. Son las ocho de la mañana y es hora del brebaje tradicional que caracteriza a más de un estudiante. Está preparando todo, materiales, exámenes modelo, ejercicios, la calculadora marca “pirulo” que heredó de un compañero que, a diferencia de él, tomó rumbos diferentes a los académicos. El tiempo pasa volando y el docente se apersona. El joven sale a recibirlo, lo saluda y lo deja entrar. Estamos ante un espécimen muy extraño si decimos que es o fue docente. Quizás uno cae en la trampa del estereotipo. Un hombre bajito, con pelos desparramados y revueltos, color cenizo, que al parecer viajó sobre Panamericana en moto y si casco, sino no se explica. Un sobre todo gris con manchas de humedad era lo que le cubría el cuerpo de duende y un olor a cigarrillos que te hacía arder los ojos. Sin embargo, su rostro era agradable, como el de un bonachón. El muchacho medio nervioso lo hace pasara su guarida de estudio y una vez ubicados en el escritorio, comenzó la clase. “Quiere tomar algo, le puedo ofrecer mate…”. “No, dejá, te agradezco pibe”, le contesta el profesor y le sonríe de una manera agradable y sincera. Se quita el sobretodo y lo apoya sobre el respaldo de su silla. “Básicamente, ¿qué temas son los que tenés que dar?, le pregunta. “Mire…. son todos estos”, le señala el pibe y va mostrando hoja por hoja cada uno de los modelos de examen que tiene. El r experimentado los mira, emite unos sonidos como quién atina a hablar pero se arrepiente a último momento. Examina cada ejercicio, cada concepto que encuentra y le dice: “Bien, vamos a arrancar nomás. Que el tiempo que tenemos, no nos pertenece”. Habiendo terminada la frase, le comunica el arancel de las clases. Era información complementaria, de detalle. Era un gasto ya lo tenía previsto, francamente ahora no importaba hablar de gastos, su atención se dirigía únicamente a lo que el profesor le iba a explicar. Se pararon sobre un ejercicio, uno quizás de los más complejos. El “profe” le explicó dos o tres “trucos” para encararlo y luego lo dejó resolver solo otras contiendas numéricas. Pasando ya el tiempo de la clase, el joven le comenta: “Sabe, rindo con un profesor llamado Goldman. ¿Lo conoce?” “¿Que importa si lo conozco?, lo importante es que puedas resolver todo lo que se te plantee en el examen.”. Luego de este intercambio, se dio por finalizada la clase por parte del catedrático. El alumno sentía que no fue suficiente, que por más completo que erab los ejercicios que resolvieron juntos, no era lo necesario como para aprobar. Ni siquiera con otra clase más pensó que sería suficiente llegar al tan ansiado resultado. Pero aceptó el final y lo acompañó hasta la puerta. Hace ya varios días que el clima era digno de junio, se acercaba el inverno y había lluvia. Ni bien pisaron las afueras de la casa y probaron un poco de ese clima inhóspito, el profesor se acomodó el cuello del sobretodo miró al desahuciado y le dijo: “Mira como está el clima, Goldman no va a ir al examen ni a palos. Ya está grande para contiendas como esta…”. y encaró calle abajo. Nuestro joven estudiante sintió alivio, por unos minutos. La ilusión lo envolvió en su típica embriagues, Pensó que quizás si el profesor no asistía al examen, iría algún suplente y el examen final sería mucho más accesible. Luego de aquellos momentos de ensueño y fantaseo, se puso a repasar el ejercicio que habían resuelto con el profesor.Repitió varios ejemplos, a tal punto que ya los resolvía de memoria, de manera mecánica. Era tiempo de un descanso, hasta el día siguiente al menos. Ya temprano se levantó y se hizo unos mates, como todas las mañanas. Empezó a ordenar los temas que serán prioridad a la hora de la clase auxiliar del día de hoy. Era un jóven que estaba motivado, con ganas y con fe de que iba a aprobar. De repente vino el sonido del teléfono, atendió su viejo y le dijo que era para él. Fue y del otro lado oyó la inconfundible voz del profesor simpaticón que había visto el día de ayer. “Disculpame, pibe, pero no voy a poder ir en el día de hoy”. Esta frase lo partió al medio al joven que sintió que una vez más el advenimiento del fracaso. “No pasa nada, ahí veo de repasar lo que hicimos ayer y después seguiré con los demás temas”. Le contesto en tono de superación y luego de despedirse y colgar el tubo, se dirigió a su habitación. Otra vez el dejavú de la ansiedad, los nervios.. Se puso a repasar el material completo, de a ratos se preguntaba por qué no estudió alguna carrera que lo llevase a viajar por el mundo y que lo deje exento de las matemáticas. Llegó el día del final y repleto de nervios, el muchacho se dirigía en colectivo a la facultad. Con hidalguía cruzó la puerta principal de aquel edificio viejo con detalles y estilo antiguo. Ya en el aula miraba por la ventana, con nostalgia de alguna época pasada, quizás alguna sin dificultades como la que se le presentaba en ese día. Su última esperanza estaba en el clima “londinense” de esa tarde, hacía un frío casi que polar y el viento parecía venir de Siberia. Era como un pequeño esbozo de ilusión, que se empezó a caer a pedazos cuando Goldman entró en el aula y saludó a los pocos presentes con un ademán al mejor estilo de un prócer. El pibe que estaba al lado del ansioso estudiante le comenta que hace tres mesas el profesor Goldman toma el mismo examen, y que esta estaba lejos de ser la excepción. Goldman se paró, le señala, a ceño fruncido, a uno de los que iban a rendir, que la hora del examen comenzó y se dispuso a repartir hojas a cada uno. Cuando le llega la hoja, la recibe y lo mira a Goldman, intenta generar una conexión de amabilidad, quizás trasmitir algún tipo de seguridad. El docente ni lo nota, pero cuando iba a dejar el papel con el examen al siguiente alumno, se detiene. “…. A ver si esta es la vencida…” le dice con una casi carcajada que deja en evidencia la falta de molares en su boca vieja. “Esperemos profe, tenga piedad”. La última parte la dice en chiste quizás para quedar como simpático. Ya comenzado el examen, el cuál tenía una duración de hora y media, El infeliz le pegó un primer vistazo a la hoja. Eran cinco ejercicios de los cuálescon suerte creía poder resolver uno o dos. Luego de ir pasando y resolviendo cada uno de los puntos de los ejercicios, empezó a recordar paso a paso la única clase auxiliar que tuvo con aquel gracioso y extravagante académico. Faltando unos quince minutos para el final, siente que ya lo ha dado todo, que quizás no apruebe, pero el esfuerzo se realizó acorde a la circunstancia. Con seguridad, se dirige al frente del aula donde está Goldman. Éste leyendo una revista de pesca y sonriéndole a las páginas. Le deja el examen sobre la mesa, no queriendo interrumpir el ocio del catedrático, que ni bien ve la hoja apoyada sobre su mesa, deja todo lo que estaba haciendo y le dice: “Bueno, a ver… Vení, no te vayas, que ya te corrijo”. Una frase de las más heladas que escuchó el alumno en su vida. El viejo se puso a realizar cálculos y a resolver los ejercicios en el momento, de a ratos emitía sonidos de satisfacción, en otros abría los ojos como si hubiera visto algo horrendo. Finalmente, termina de corregir y entrega la nota: “Bien, pibe, demostrás que sabés. Tenés un 7”. Ya imaginan la felicidad o al menos la cara de nuestro compañero. Saliendo del edifico de la universidad se dirigió a la parada del colectivo, pensando en la travesía de estos últimos días y en ese único ejercicio que hizo con aquel “ángel de la guarda”, ejercicio que hasta el día de hoy, sabe resolver de memoria.
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