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Ayuda auxiliar
Clima tenso. Un jóven se pone el agua a calentar, se va a hacer unos mates. Esta impaciente, observa cuál lunático como va subiendo la temperatura del liquido en la pava y se pregunta para sus adentros, cuanto falta para que esté listo. Hay un tema no menor, que es el que está alimentando la ansiedad y la tensión del pibe. Es que, en unos días, el lunes, rinde matemática por tercera vez. Tiene menos de una semana para el “día D”, elige el mate por encima del cigarrillo, porque si sigue fumando al ritmo que lo hace, no llega a la mesa de examen. Martín, ya la había dado la materia en otras ocasiones, pero el resultado siempre fue un fiasco. No quería ser como Martin.
Había cursado con el profesor Goldman, un catedrático de excelencia con más de 40 años de servicio. Un hombre de edad avanzada, ojos juzgadores y labios carentes de sonrisas. Además del excelente desempeño como docente, se caracterizaba también, por ser implacable a la hora de evaluar a sus alumnos. No entendía ciertos temas dentro del programa de la materia, y sumado a eso, ya había pasado un año desde que la había cursado. Los nervios son más evidentes aun, si mencionamos que, de fallar esta última chance, tendrá que tomar la clase nuevamente, lo cuál implica un atraso en su carrera, más años estudiando, menos libertad, más respuestas a sus padres, una ecuación tácita.
Mientras toma su mate (santo remedio contra la ansiedad), mira desconcertado el material de estudio y siente que no sólo no recuerda nada de las clases de Goldman, sino que también imagina el bochazo acompañado con algún que otro comentario ácido o irónico propio del que viene. Reproduce en su cabeza, los gritos de su padre producto de la noticia de que su hijo había fallado. Siente el nudo en el estómago, mucho frío, todos síntomas de un viaje en colectivo, de regreso a casa después de desaprobar.
“Che, como viene eso?”, le pregunta su hermano más chico.
Rodrigo, que recién vuelve de jugar a la pelota con los amigos y goza de un receso de invierno libre de preocupaciones, digno de un estudiante de secundario en su último año de colegiatura.
La respuesta es un quejido, casi como el de un abatido en una cruzada.
“La verdad que mal, no me acuerdo nada, pero que quede acá, no vaya a ser los viejos se enteren… Le contesta susurrando.
Rodrigo que es jovencito y muy vivo, habiendo oído menos de la mitad de lo que dijo, entendió el panorama a la perfección y se ve en obligación de ayudarlo. El purrete le comenta que hace unos dos o tres años un docente en matemática y estadística de su colegio se jubiló como tal debido a su avanzada edad y a su débil estado de salud, pero que seguía ofreciendo sus servicios de manera particular.
Era conocedor de la historia del “profe” de matemática y estadística que mencionaba su hermano, también estaba al tanto de que la institución lamentó mucho su retiro, dado que era considerado, como diría Rodrigo, un “crack”. Pero, para su pesar, sabía que el nivel de la materia que debía rendir era muy superior a lo que se dicta en un secundario, es decir que quizás la ayuda podría ser inútil. Suena su teléfono, es el mensaje de un compañero que le comenta que quizás Goldman no esté en la mesa de examen. Esto, es una bocadanada de aire nuevo, una esperanza, una luz en medio de las brumas que rodean sus pensamientos de un fracaso inminente.
Perdido por perdido, se la juega y le pide el número de teléfono del profesor a su hermano. Lo llama, atiende el contestador, se desespera una vez más. A los pocos minutos, le devuelven la llamada, es la voz del “profe”.
“¿Sí?, me llamaste recién. ¿Con quién hablo?”, sonó determinado.
“Soy el hermano de Rodrigo Gásperi, me gustaría saber si podría darme clases particulares de matemática, rindo un examen clave…”
“¿Cuándo es el examen?”, lo interrumpe la voz del otro lado del tubo.
“Es el lunes que viene…”.
“Bueno, muy bien, trabajo a domicilio, mis honorarios son altos, pero eso lo hablamos después. Pásame tu dirección, mañana a las 10 de la mañana si te parece estoy allá”.
El estudiante desahuciado accedió automáticamente y le dio la información solicitada. Si bien, como todo estudiante, no le sobra la plata tenía algunos ahorros guardados así que lo consideró una inversión más allá de no saber el precio.
Son las ocho de la mañana y es hora del brebaje tradicional que caracteriza a más de un estudiante. Está preparando todo, materiales, exámenes modelo, ejercicios, la calculadora marca “pirulo” que heredó de un compañero que, a diferencia de él, tomó rumbos diferentes a los académicos.
El tiempo pasa volando y el docente se apersona. El joven sale a recibirlo, lo saluda y lo deja entrar. Estamos ante un espécimen muy extraño si decimos que es o fue docente. Quizás uno cae en la trampa del estereotipo.
Un hombre bajito, con pelos desparramados y revueltos, color cenizo, que al parecer viajó sobre Panamericana en moto y si casco, sino no se explica. Un sobre todo gris con manchas de humedad era lo que le cubría el cuerpo de duende y un olor a cigarrillos que te hacía arder los ojos. Sin embargo, su rostro era agradable, como el de un bonachón.
El muchacho medio nervioso lo hace pasara su guarida de estudio y una vez ubicados en el escritorio, comenzó la clase.
“Quiere tomar algo, le puedo ofrecer mate…”.
“No, dejá, te agradezco pibe”, le contesta el profesor y le sonríe de una manera agradable y sincera.
Se quita el sobretodo y lo apoya sobre el respaldo de su silla.
“Básicamente, ¿qué temas son los que tenés que dar?, le pregunta.
“Mire…. son todos estos”, le señala el pibe y va mostrando hoja por hoja cada uno de los modelos de examen que tiene.
El r experimentado los mira, emite unos sonidos como quién atina a hablar pero se arrepiente a último momento. Examina cada ejercicio, cada concepto que encuentra y le dice:
“Bien, vamos a arrancar nomás. Que el tiempo que tenemos, no nos pertenece”. Habiendo terminada la frase, le comunica el arancel de las clases. Era información complementaria, de detalle. Era un gasto ya lo tenía previsto, francamente ahora no importaba hablar de gastos, su atención se dirigía únicamente a lo que el profesor le iba a explicar.
Se pararon sobre un ejercicio, uno quizás de los más complejos. El “profe” le explicó dos o tres “trucos” para encararlo y luego lo dejó resolver solo otras contiendas numéricas. Pasando ya el tiempo de la clase, el joven le comenta:
“Sabe, rindo con un profesor llamado Goldman. ¿Lo conoce?”
“¿Que importa si lo conozco?, lo importante es que puedas resolver todo lo que se te plantee en el examen.”.
Luego de este intercambio, se dio por finalizada la clase por parte del catedrático.
El alumno sentía que no fue suficiente, que por más completo que erab los ejercicios que resolvieron juntos, no era lo necesario como para aprobar. Ni siquiera con otra clase más pensó que sería suficiente llegar al tan ansiado resultado. Pero aceptó el final y lo acompañó hasta la puerta.
Hace ya varios días que el clima era digno de junio, se acercaba el inverno y había lluvia. Ni bien pisaron las afueras de la casa y probaron un poco de ese clima inhóspito, el profesor se acomodó el cuello del sobretodo miró al desahuciado y le dijo:
“Mira como está el clima, Goldman no va a ir al examen ni a palos. Ya está grande para contiendas como esta…”. y encaró calle abajo.
Nuestro joven estudiante sintió alivio, por unos minutos. La ilusión lo envolvió en su típica embriagues, Pensó que quizás si el profesor no asistía al examen, iría algún suplente y el examen final sería mucho más accesible.
Luego de aquellos momentos de ensueño y fantaseo, se puso a repasar el ejercicio que habían resuelto con el profesor.Repitió varios ejemplos, a tal punto que ya los resolvía de memoria, de manera mecánica. Era tiempo de un descanso, hasta el día siguiente al menos.
Ya temprano se levantó y se hizo unos mates, como todas las mañanas. Empezó a ordenar los temas que serán prioridad a la hora de la clase auxiliar del día de hoy. Era un jóven que estaba motivado, con ganas y con fe de que iba a aprobar. De repente vino el sonido del teléfono, atendió su viejo y le dijo que era para él. Fue y del otro lado oyó la inconfundible voz del profesor simpaticón que había visto el día de ayer.
“Disculpame, pibe, pero no voy a poder ir en el día de hoy”. Esta frase lo partió al medio al joven que sintió que una vez más el advenimiento del fracaso.
“No pasa nada, ahí veo de repasar lo que hicimos ayer y después seguiré con los demás temas”. Le contesto en tono de superación y luego de despedirse y colgar el tubo, se dirigió a su habitación. Otra vez el dejavú de la ansiedad, los nervios.. Se puso a repasar el material completo, de a ratos se preguntaba por qué no estudió alguna carrera que lo llevase a viajar por el mundo y que lo deje exento de las matemáticas.
Llegó el día del final y repleto de nervios, el muchacho se dirigía en colectivo a la facultad. Con hidalguía cruzó la puerta principal de aquel edificio viejo con detalles y estilo antiguo. Ya en el aula miraba por la ventana, con nostalgia de alguna época pasada, quizás alguna sin dificultades como la que se le presentaba en ese día. Su última esperanza estaba en el clima “londinense” de esa tarde, hacía un frío casi que polar y el viento parecía venir de Siberia. Era como un pequeño esbozo de ilusión, que se empezó a caer a pedazos cuando Goldman entró en el aula y saludó a los pocos presentes con un ademán al mejor estilo de un prócer.
El pibe que estaba al lado del ansioso estudiante le comenta que hace tres mesas el profesor Goldman toma el mismo examen, y que esta estaba lejos de ser la excepción.
Goldman se paró, le señala, a ceño fruncido, a uno de los que iban a rendir, que la hora del examen comenzó y se dispuso a repartir hojas a cada uno.
Cuando le llega la hoja, la recibe y lo mira a Goldman, intenta generar una conexión de amabilidad, quizás trasmitir algún tipo de seguridad. El docente ni lo nota, pero cuando iba a dejar el papel con el examen al siguiente alumno, se detiene.
“…. A ver si esta es la vencida…” le dice con una casi carcajada que deja en evidencia la falta de molares en su boca vieja.
“Esperemos profe, tenga piedad”. La última parte la dice en chiste quizás para quedar como simpático.
Ya comenzado el examen, el cuál tenía una duración de hora y media, El infeliz le pegó un primer vistazo a la hoja. Eran cinco ejercicios de los cuálescon suerte creía poder resolver uno o dos.
Luego de ir pasando y resolviendo cada uno de los puntos de los ejercicios, empezó a recordar paso a paso la única clase auxiliar que tuvo con aquel gracioso y extravagante académico. Faltando unos quince minutos para el final, siente que ya lo ha dado todo, que quizás no apruebe, pero el esfuerzo se realizó acorde a la circunstancia.
Con seguridad, se dirige al frente del aula donde está Goldman. Éste leyendo una revista de pesca y sonriéndole a las páginas.
Le deja el examen sobre la mesa, no queriendo interrumpir el ocio del catedrático, que ni bien ve la hoja apoyada sobre su mesa, deja todo lo que estaba haciendo y le dice:
“Bueno, a ver… Vení, no te vayas, que ya te corrijo”. Una frase de las más heladas que escuchó el alumno en su vida.
El viejo se puso a realizar cálculos y a resolver los ejercicios en el momento, de a ratos emitía sonidos de satisfacción, en otros abría los ojos como si hubiera visto algo horrendo. Finalmente, termina de corregir y entrega la nota:
“Bien, pibe, demostrás que sabés. Tenés un 7”.
Ya imaginan la felicidad o al menos la cara de nuestro compañero.
Saliendo del edifico de la universidad se dirigió a la parada del colectivo, pensando en la travesía de estos últimos días y en ese único ejercicio que hizo con aquel “ángel de la guarda”, ejercicio que hasta el día de hoy, sabe resolver de memoria.
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