El contenido a publicar debe seguir las normas de contenido caso contrario se procederá a eliminar y suspender la cuenta.
¿Quiénes pueden ver este post?
Para crear un post para suscriptores primero debes crear un plan
El día que vi a Anthony Hopkins en el tren Mitre
A finales de noviembre del 2012, con el asombro de cuán rápido se pasó el año y cuán cerca se estaba de las fiestas, salí rumbo a un encuentro de esos de fin de año con unos amigos. Iba en el Mitre, con una botella de vino y un libro de Soriano que estaba terminando de leer, destino a Vicente López. Ese tren tiene comodidades diferentes a otros de la ciudad, así que podía viajar sentado y con aire acondicionado todo el tramo. Me dejé llevar por el paisaje porteño los primeros minutos de viaje, para luego comenzar con la lectura. Era como una costumbre que tenía. En una de las estaciones, subió bastante gente y quedé “rodeado”. Continué leyendo. En un determinado momento, me sentí observado por un hombre grande. Atribuí que era porque había puesto los dos pies sobre la estructura de metal que está a los lados de las puertas del vagón. Un poco vergonzoso, las bajé. El señor desvió su vista hacia otro lado. Tenía el pelo blanco marfil, ojos turquesa y un barbijo negro ordinario. Me resultó familiar cada rasgo que veía de él. Pero no tenía conocidos de esa edad que estimaba yo unos setenta años y monedas. El hombre vestía una camisa a cuadros color verde, muy moderna quizás a mi prejuicio para su edad, unos pantalones de vestir color beige y unas zapatillas de plataformas anchas como las que se usaban en ese entonces, estilo deportivas. Era un look llamativo, al menos para mí. Un chico que vendía chocolates en barra pasó ofreciendo el producto a los pasajeros y cuando llegó hasta el señor, este le extendió unos billetes sin siquiera mirarlo, como cortándole el paso y a cambio recibió la golosina que ni miró y guardó en el bolsillo derecho de su pantalón. Yo me quedé helado, y boquiabierto también, sólo que con la mascarilla, para mi suerte ni se notó. Ese gesto que usó para pagarle al chico y luego guardar el chocolate, toda la secuencia me hizo entender, automáticamente que ese señor, era nada más y nada menos que Sir Anthony Hopkins. Aquí el lector se puede llegar a descostillar de la risa. Pero la realidad fue que los movimientos, la mirada y la fisionomía del viejito, terminó cerrando el combo de lo inverosímil a la perfección. Por razones obvias, empecé a dudar. Una y mil veces, iba y venía. ¿Pero cómo puede ser?, ¿Realmente es él?, ¿La gente no lo nota?. Todas estas variantes en forma de preguntas me hacía y a la vez, no podía dejar de mirar al hombre. Que para mí, ya definitivamente, era Hopkins. Dije que debía tener una foto con él, pero no sabía cómo abordarlo o que decirle. Tenía que hacer trasbordo en Belgrano R, ya que el tren me llevaría a otro rumbo sino, y me puse nervioso al borde de la desesperación. Me resigné a levantarme e ir hacia las puertas pero, para mi sorpresa y alegría, él también se dirigía a salir. Se quedó parado al lado mío esperando que se abrieran las compuertas, con un movimiento aparatoso, como quien busca a alguien al fondo del vagón lo miré una vez más, ya que lo tenía cerca. Casi que se me caen las rodillas, era indudablemente él. Ambos salimos al andén en nuestra parada. No pensaba seguirlo, me parecía miserable y demasiado cholulo. Pero él se quedó parado al lado de un cartel de Fibertel, apoyado en una baranda. También iba a esperar el próximo tren. Íbamos a volver a viajar juntos. Cómo vi que nadie reaccionaba, y la gente pasaba sin mosquearse, decidí sacar el teléfono y acercarme un poco, para amablemente sin levantar la perdiz, pedirle una foto. Al sacar el móvil veo un mensaje de uno de mis amigos, me decía que la juntada se cancelaba vaya a saber porque corno que ni me interesaba en ese momento. Leído el mensaje, levanté la vista para continuar con mi cometido, pero en eso veo que una chica parada enfrente mío, dejando a Hopkins en el medio de los dos, estaba atónita, con los ojos abiertos y grandes como dos mandarinas. Sentí que ya todo estaba perdido, porque lo único que le faltaba a la piba era pegar un grito que se iba a escuchar hasta La Quiaca. En un milisegundo, nos miramos los dos con ella. La mirada me decía “Es él, ¿Verdad?”, yo sonriendo (aunque no se veía por el barbijo), asentí suavemente con la cabeza. A lo lejos ya estaba viniendo el tren que íbamos abordar, ahora seguramente los tres. Mientras iba frenando el gigante sobre rieles, tanto ella como yo, íbamos tratando de atinarle al vagón que iba a subir Hopkins. Pudimos lograrlo, sin mostrar señales de persecución, dejamos pasar a un par de individuos y subimos tras él. El vagón estaba casi vacío, por no decir desierto. Él se sentó en un asiento de dos contra la ventana, ni tenía idea de la situación, nosotros transpirábamos como testigos falsos. Nos acomodamos, uno al lado del otro, sin mediar palabra, justo en los asientos que daban de frente a él. Miraba la ventana, mientras el tren se ponía en marcha e iba agarrando velocidad.
“Me muero…”, dijo con la voz entrecortada mi compañera de aventuras circunstancial
“Yo me vengo muriendo desde Retiro”.
Nos reímos un rato como dos idiotas que se cuentan un chiste interno sin gracia. Estábamos de acuerdo que no podías dejar pasar la oportunidad para inmortalizar ese encuentro con tremendo ícono del cine.
“Ya fue, yo le pido una foto, de última el “no” ya lo tenemos…”, me asustó con esa frase porque parecía muy decidida.
“Dale, te acompaño, vamos”, le contesté tomando coraje y secándome el sudor de las palmas de las manos.
Cuando nos paramos, la dejé pasar primero a ella, bien de cagón. El tren llegó a una de las estaciones y la puerta se abrió, entró un contingente de personas monstruoso, eso nos echó para atrás. Las puertas se cerraron y para la desgracia mía y de ella, él ya no estaba más en su asiento. Había un hombre con gafas que llevaba una matera y nos quedó mirando en plan “¿qué pasa tengo algo en la cara?”. Mientras iba arrancando el tren de a poco, vimos por la ventana a nuestro ídolo caminando sereno por el andén. Volteó suave su cabeza y nos miró a los dos, nos quedamos tiesos. Por las arrugas de su frente y sus ojos, entendimos que nos sonrió y enseguida nos guiñó un ojo con suma complicidad. Parecíamos dos monigotes de feria parados en medio del vagón. Ya marchábamos con velocidad normal y nos alejábamos de lo que solamente iba a quedar como un recuerdo. Volvimos a sentarnos, nos preguntamos a dónde iba a cada uno, e increíblemente, los dos nos dirigíamos hacia Vicente López. Le conté que, claramente, mi adoración por Anthony Hopkins era total, ella me contó que también y además, coincidimos en que la suerte no había estado de nuestro lado. También nos preguntamos qué hacía un tipo como él tomando el tren Mitre casi en hora pico, como nadie más se dio cuenta y porque no habíamos visto nada en los diarios o noticias.
“¿Cuál es tu peli favorita de él?”, me preguntó sinceramente intrigada.
“Sin duda “El Silencio de los inocentes" ”, le contesté rápido, seguro. Y le acoté que me tocó interpretar a Hannibal Lecter en una muestra de teatro.
“¿No me vas a preguntar cuál es la mía?”, me inquirió mostrando una molestia actuada y tierna.
“Perdón, es que todavía no lo puedo creer…”.
Largó una risa con sonido y me dijo que ella prefería otras, sin menospreciar la obra magistral con Jodie Foster. Como estábamos con tiempo, le dije que llevaba un vino en el bolso y de mi juntada frustrada, y si quería podíamos charlar más sobre cine y debatir sobre la filmografía de Hopkins. Aceptó sin meditarlo ni un instante.
“Bajemos en esta, que conozco un lindo parque por acá.” me dijo y se levantó apurada.
Ver más
Compartir
Creando imagen...
¿Estás seguro que quieres borrar este post?
Debes iniciar sesión o registrarte para comprar un plan