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Yaro

Escritura y literatura
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Queja nocturna

Cuando vivía en Saavedra, cerca de la avenida Goyeneche, conseguí alquilar un departamento pequeño con vistas a los patios de otros edificios y chalés, era como un micro barrio. Todas las noches, sin excepción, se escuchaba el aullido de un gato sobre la medianera del vecino más próximo. El llanto reiterado de aquel felino al anochecer había empezado a fastidiarme y me llamaba la atención que ningún vecino se quejase, así como tampoco los perros emitían ladrido alguno. Una noche, donde me batía entre el insomnio y aquellos lamentos feroces, me acerque al balcón y entre las penumbras, divise al gato que maullaba descansado sobre la pendiente del aquel paredón, parecía un emperador romano que se recostaba en las vísperas de un banquete. Le empecé a hacer gestos y a chistarle para que se calle, hasta que en uno de mis intentos me clavó los ojos y paró con su ruidoso asunto por unos segundos. Esos dos faroles negros y abrillantados me miraron y me transmitieron la melancolía típica de un domingo por la tarde que fue espectacular, me acordé de todo lo que alguna vez extrañaba, y de alguna manera había dejado atrás. Fue como que el gato hurgó con su mirada en mi corazón, quizás hasta dentro de mi alma. El encuentro visual entre ambos fue breve, ya que el peludo volteó su rostro con desparpajo hacia la luna y siguió con su repertorio. Yo por mi parte, me metí en la cama nuevamente, pero con una sensación de nostalgia hacia la vida. Sentí que fui hechizado por aquel animalito por unos pocos segundos, aquella sensación fue como un obsequio, un presente de lo que alguna vez tuve fresco y hace mucho no sentía. Finalmente pude conciliar el sueño. Luego de varios meses escuchando la misma cantaleta nocturna todas las noches, el gato paró de aullar. No voy a negar que ante tanto silencio monopolizando el ambiente, me asomé para ver si el pardo seguía allí. En efecto, lo estaba, yacía como siempre en su pose habitual. Esta vez callado mirando a la luna y disfrutando de la suave ventisca típica de aquella época del año. Una tarde que volvía del laburo, decidí pasar por el almacén de Luis, que estaba a metros de casa. Mientras me perdía entre las etiquetas de algunas latas y botellas en las góndolas, escuché que Luís le decía a doña Eugenia: - “¡Pobre Nerón!, qué triste lo que le hizo la Mili”, esbozó mientras le entregaba el cambio a la doña. - “Sí, ya ni los gatos se salvan de los rechazos”, contestó la vieja casi burlonamente, pero con pena. Me hice el sota y me acerqué para escuchar un poquito más. - “Y bue… ahora ya está joya, porque la otra se fue con el persa para Urquiza.”, agregó el comerciante. Doña Eugenia, sin contestarle, guardó las compras y se fue murmurando algo que nadie alcanzó a escuchar. Con más preguntas que respuestas y quizás acongojado, esperé a que oscureciera y ni bien caída la noche, copa de vino en mano, me senté en el balcón para ver al gato, sentía la necesidad de acompañarlo, de trasmitirle que estaba al tanto de su desdicha y de alguna manera, bancarlo en su infortunio. Una vez más, surgió de las ramas de un sauce lindero una bola de pelos oscura y tornasolada. Ahí estaba el enamorado, o mejor dicho Nerón. Lo que resta de aquella noche se resume en el vaivén de la cola del felino y mi mirada casi eterna, con los oídos atentos a algún quejido, cómo un espectador de cine que ya sabe el final de la trama. No hubo ruido alguno más que el viento entre ramas. Me fui a dormir contrariado, pero con una extraña paz a cuestas. Pasados algunos años de estos hechos, ya asentado en otra ciudad, lejos de aquel barrio mítico. Algunas tardes recuerdo al michifuz reclinado en ese sucio umbral de cemento llorando, reclamando y soportando lo que la vida le puso por delante. No voy a negar que extraño aquel triste ulular, lo echo de menos. Aunque de inmediato aquella rara nostalgia, finalmente se vuelve una sensación agradable, porque sé, que aquella queja nocturna al desamor siempre estuvo condenada a morir.
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