Imagen de portada
Imagen de perfil
Seguir

Yaro

Escritura y literatura
0Seguidos
0Seguidores
Invitame un Cafecito

Suerte

Eran casi las once de la noche y Magno seguía en las oficinas de la redacción. Estaba sólo él y el humo azul de los cigarrillos que parecían un montón de cadáveres extinguiéndose en el cenicero. Miró por el ventanal contiguo y vió la ciudad durmiendo con sus luces incandescentes, sintió una nostalgia común y parecida a la que sentía cuando miraba al horizonte desde cualquier lugar. Había terminado el artículo que dejaba en evidencia y sentenciaba el destino de uno de los magnates textiles bonaerenses más polémicos. Después de tres años de investigaciones, volteretas legales por parte de los acusados y archivos amontonados en los tribunales, el empresario y su horda monstruosa iban a ser juzgados y encerrados por un largo tiempo. Se comprobaba con datos certeros y evidencia fehaciente que Remy Grodzki, además de comerciar con telas, tenía un negocio paralelo de trata de blancas en toda la región norte del país. Magno sabía que ese artículo que se publicaría a primera hora de la mañana iba a darle prestigio y, sin lugar a dudas, varios reconocimientos y premios. También era consciente que su vida ya no iba a valer lo mismo y que el peligro se acrecentaba. Estaba un poco abrumado, porque de alguna forma, lo había aceptado. Gajes del oficio diría alguno. El mundo ya se había vuelto chiquito para él desde que comenzó con la investigación y sus contactos con el fiscal Marino, a cargo del caso. Llegó a su departamento de la calle Acha, en Saavedra. Cerró todo lo que podría ir bajo llave. Fue hacia la heladera para tomar algo fresco, pero esta lo recibió con una patada. La descarga le recordó que debía arreglar la chatarra que había heredado de sus viejos. Puteó y abrió una Schneider. Salió al balcón y se dejó caer sobre una de las reposeras roñosas que tenía ahí. La vista era digna de un quinto piso en un barrio porteño tranquilo, quizás un poco olvidado. Volvió la nostalgia, que se intensificaba con cada trago de birra. Imaginó que, sí Grodzki enviaba a uno de sus matones, se le complicaría entrar por el balcón. A menos que el hijo de puta tuviera en su nómina al Hombre Araña. Terminadas dos latas de cerveza quiso algo más fuerte, iba a abrir un Jack Daniel´s que le había regalado un actor al que respetaba mucho y había entrevistado hace un año. El cansancio pudo más y se arrojó vestido como estaba en su cama. El sommier crujió y Magno se dijo que además de arreglar la heladera, necesitaba un sommier nuevo y limpiar el departamento que ya parecía un bar de mala muerte. Soñó que un lobo andaba dando rondas por la sala comedor. Luego, que el animal se le subía encima y lo miraba fijo con ojos de cristal color naranja. Se despertó y pensó que el calor lo estaba volviendo loco. Que todo era un delirio. Fue hasta el ventilador de piso que tenía, lo encendió y prendió un Malboro. Acostado y fumando, sentía la brisa pobre del ventilador en la cara, pensó que había cumplido con un gran laburo, que no era el momento de echarse para atrás y que se tenía que dejar de hacer la cabeza. Empezó a sentir pesadez en los párpados, de modo que apagó el cigarrillo en un vaso de agua que tenía al lado y comenzó a dormitar. Primero se escuchó un golpe seco y tímido, casi como un aplauso y luego una arrastrada, eran las reposeras del balcón. Totalmente dormido, ebrio de sueño, trató de mirar hacia el lugar de donde provenían los ruidos. Vió como un hombre encorvado, muy alto, vestido de negro y descalzo, abría delicadamente el ventanal corredizo del balcón. Quedó petrificado y pensó que quizás era otro sueño, que el lobo ahora tenía forma humana. Pero estaba despierto. El intruso, una vez dentro, lo miró directo a la cara. Se miraron a los ojos entre algunas hebras de luz de luna. Sacó un revolver negro como todo su atuendo y Magno exclamó un “Ah” ahogado y ridículo, como el de una señora que se espanta con alguna inmoralidad. Intentó moverse hacia la puerta de entrada, no sabiendo por qué prendió la luz del pasillo que daba a la salida del departamento, pero el hombre oscuro le apuntó con el arma e instintivamente, desistió de improvisar la huída. Mientras se le acercaba con el fierro apuntando directo al espacio que dejan las cejas entre sí, el emisario de la muerte no se percató del ventilador de piso que seguía agonizando en cada vuelta que daba. Efectivamente, se lo llevó por delante y fue a parar de jeta al piso. El periodista largó una carcajada nerviosa y se dispuso a pedir auxilio golpeando la pared y gritando. El sicario ni bien se reincorporó, con la bronca acumulada por la caída más la idea de callar a su presa, le propinó un golpe en la boca del estómago que ahogó todo pedido de auxilio. Doblado como un alambre por el dolor, el pobre Magno, quiso recuperar el aliento, sintió que se le venía el fin. El opresor, lo sentó en una de las sillas de la sala y tomó una para sentarse él. “Sabés por qué estoy acá, ¿no?, le preguntó. No pudo responder Magno, estaba recuperando el aire. Había reconocido a su verdugo. Lo había visto en innumerables ocasiones con Grodzki, ya sea llegando a los juzgados, o haciendo presencia en los allanamientos. Mirando al piso, quedó extrañado nuevamente, por el hecho de que el agresor no tenía calzado. El otro, se dió cuenta y emitió un comentario. “Es para silenciar el salto o caída, en casos como este. Por estas cosas me dicen “el gato”. El periodista, un poco mareado, le preguntó si podía fumar. Sabía que estaba jugado. Se le concedió el deseo y mientras lo encendía y daba unas pitadas, le dijo: “ Hoy temprano, vos, tu jefe y los otros, van para adentro” “Quizás, pero no podemos quedarnos sin hacer nada”, le contestó y martilló el revólver. Magno, temblando, se llevó el cigarrillo una vez más a la boca y esperó el impacto del plomo. “¿Sabés?, me gusta tomar algo en estos casos, ¿que tenés?. Sorprendió “el gato”. “Andate a la re puta madre que te parió…”, gimió casi llorando la víctima. El asesino sonrió con desdén y se dirigió a la heladera. Ni bien agarró el mango para abrirla comenzó a sacudirse como esos muñecos de las gomerías. La luz que había quedado prendida del pasillo empezó a titilar como si se tratara de un Poltergeist. Unos segundos después, se apagó y en ese mismo momento el no invitado salió despedido, como por una fuerza externa, contra la pared. Magno estaba temblando como una hoja seca y había mojado sus pantalones. El timbre del teléfono lo sacó del trance. Del otro lado del tubo le hablaba Giglio, el asistente del editor. Con la voz entrecortada pudo asentir a las premisas que le decía el jóven aprendiz. El artículo ya comenzaba a girar por las calles y entendió algo de que debía prender las noticias.
Ver más